miércoles, 31 de marzo de 2010

Condena.





Estoy aquí, esperando en la oscuridad, y sólo puedo pensar en ti. El funeral fue hermoso, pero no mitiga la tristeza que siento, si acaso, sólo la embellece. Estoy inundado de recuerdos, pequeños y grandes momentos; todos se mezclan en mi cabeza. Creo que eso es lo más impresionante de la muerte; la contundente certeza de que los recuerdos que tenemos de alguien son los últimos que tendremos jamás. Ya no habrá nuevas experiencias, ya no habrá nuevos momentos que guardar, que apreciar. Todos esos recuerdos que la vida, al seguir su curso, cambia y difumina, con la muerte se vuelven estáticos e irremplazables.

Aun no ha pasado un día y ya te extraño. Extraño tu olor por las mañanas, tu forma de caminar, casi sin mover los hombros. Extraño como cepillabas tu cabello, ladeando la cabeza y la forma en que ponías los ojos en blanco cuando decía alguna tontería. Extraño el timbre de tu voz, tu risa desencajada y hasta tu gusto por los gatos. Extraño leerte hasta quedar dormido -siempre te causo gracia que mi propia voz me arrullara-. Extraño verte ensimismada pensando en algo, extraño tu miopía y hasta tus uñas descarapeladas. Extraño la forma en que acariciabas mi espalda, en que subías tu pierna sobre la mía y extraño mirarte mientras dormías.

Es el primer día de tu ausencia y no dejo de pensarte. No quiero imaginar las cosas que extrañare de ti mañana, si es que existe un mañana para mí.

Y entre tanto extrañarte y extrañarte, sólo deseo dos cosas. Primero, espero que, estés donde estés, no mires hacia atrás; no me olvides, pero sigue adelante. Y después, quiero que me perdones por dejarte sola, por no haberte hecho caso; debí haber usado el cinturón de seguridad.

Siempre creí que no existía vida después de la muerte y tenia razón. Estando aquí, muerto, no vivo; sólo te extraño.


martes, 30 de marzo de 2010





Y sí, otra vez me ganó el martes.
Me declaro culpable y acepto la condena, señor juez.

lunes, 29 de marzo de 2010

Dos palabras.





Dos palabras, esas dos palabras pueden salvarme de una muerte tortuosa. Camino torpemente por las cuerdas en mis pies. Pero no tengo miedo… camino con la frente en alto y sé que eso asusta más a mis guardias. Detestan no ver el miedo en tus ojos, de pie frente a todos percibo curiosidad, asco, miedo, pero sobretodo rencor, mucho rencor.

Y allí están sus ojos entre la multitud. Mirándome.

“… invocadora de demonios, ha pactado con ellos entregar las almas cristianas de la comunidad…”

Lamentablemente no me sorprende que me entregara. Me entristece pero no me sorprende, quizás los rumores tengan algo de razón y soy mucho más anciana que lo que mi piel muestra.

“… ha lastimado a la comunidad al pervertir a jóvenes cristianas y ayudarlas a asesinar a sus no nacidos hijos…”

Lo miro fijamente y le sonrío. Estoy nerviosa pero trato de terminar todo esto con dignidad. Se que les hacen a las acusadas que niegan las historias que inventan improvisadamente mientras las arrestan. Los gritos y las piedras que me golpean me impiden escuchar completamente la lista de los cargos… aunque no importa mucho ya.

“… promoviendo el uso de infusiones para seducir a hombres de bien, pervirtiendo sus almas inmortales como ofrenda a sus dioses paganos…”

“… Dios dijo: a los hechiceros no los dejarán con vida…”


El ruido se desvanece poco a poco cuando el juez se dispone a darme la palabra. Todos lo respetan lo suficiente como para saber cuándo guardar silencio. Mis nervios se incrementan pero trato de no quebrarme. Sus ojos me dicen que está seguro de lo que hace, confiado en ser un servidor divino.


─ ¿Niega usted estas acusaciones en contra de Dios?
─ No, señor.


Porque arriesgaste tu corazón y lo empeñaste al peor postor. Besaste labios que no eran tuyos y la mano de quien te mal influenciaba. Quisiste sin ganas, adoraste sin ser correspondida. Apostaste todo sabiendo que ibas a perder. Te encaprichaste por un pedazo de piel. Porque fuiste infiel, manipuladora y mentirosa.

Porque te metiste por la vagina la maestría* y un trabajo seguro. Fuiste irresponsable en el trabajo cuando llegaste cruda, cogida o sin dormir. Ofendiste diciendo las cosas directamente. Lastimaste cuando te dio por callar. Exigiste lo que no estabas dispuesta a dar. Porque te burlaste de quien es diferente a ti.

Porque hiciste cosas sólo por averiguar qué se siente. No ahorraste, ni previniste, ni planeaste tu futuro. Comiste grasa y pito de más. Tomaste cerveza entre semana y no ejercitaste más que el dedo del mouse. Porque bailaste sin calzones y reíste sin decoro.

Porque viajaste cuando tenías que estudiar. Cogiste cuando tenías que amar. Escribiste cuando tenías que trabajar. Te emborrachaste cuando tenías que dormir. Sentiste cuando tenías que pensar. Porque soñaste una libertad sin querer pagar.

Por eso y todo lo demás, estás condenada a vivir.




*LaMaga dixit

viernes, 26 de marzo de 2010

Al gran solitario le falta su familia. I'm the man who walks alone. Bueno, lo era. Desde un tiempo para acá, digamos casi once años, camino acompañado, lo cual no deja de ser hermosamente extraño. A veces creo que torcí el destino, que alteré el pathos. Adicto a mi soledad y a mi silencio, me aferro a los míos. Cuando ellos no están en casa, aunque sólo sean unas horas, son suficientes para saber que este sitio sin ellos no tiene sentido. El solitario necesita a los suyos. En esta cama somos tres y cuando esta cama te espeta con semejante desparpajo su vacío, sorprendes al obseso individualista extrañando a los suyos.

Desde muy pequeño experimenté una obsesiva devoción por la soledad. Vaya, tal vez parezca extraño escuchar a un niño decir “quiero estar solo”, pero algunas veces manifesté abiertamente ese casi omnipresente deseo, para sorpresa (y acaso horror) de los demás. A la fecha la situación no es muy distinta. La vida cotidiana me condena a tener que vomitar varios miles de palabras al día, a decir y escuchar cosas que no me interesan, que me valen un reverendo carajo. Palabras, palabras y más palabras innecesarias, absurdas, prescindibles. Ridículas peroratas apestadas, solemnes letanías de lo estéril. Hablas, saludas, respondes cualquier cosa a alguna trivialidad, finges interés en algo que te da lo mismo antes de volver a tu práctica escapista. Estás pero no; en verdad yaces lejos, muy lejos. Tírame un cable a tierra, pero ese cable me estorba. Inmerso en mi diálogo interno, en mi compulsiva alucinación, en mi vicio incurable de hablar solo. Y sin embargo, soy un hombre de familia y amo a los míos.

Sí, es cierto, las más de las veces prefiero la soledad a la compañía. ¿Aburrimiento? ¿Hastío? No, jamás he sabido lo que es aburrirme solo. Puedo pasar horas y horas en soledad sin que llegue un momento en que me sienta harto. Las más de las veces mis pensamientos o un libro son la mejor compañía. Y aún así tengo algunos amigos entrañables, (pocos, poquísimos) con los que puedo pasar varias horas hablando. Ser padre de familia significa que pase lo que pase debes luchar por vivir.

Durante años me consideré un suicida al estilo Harry Haller. La vocación suicida te hace ser fuertísimo pues huérfano de dioses y causas, sabes que en esta fiesta estás porque quieres y te largarás de aquí en el momento en que lo desees. Nada te obliga a quedarte más tiempo. Apenas aparezca el primer achaque o el primer sinsabor y dirás adiós o acaso resistirás, sabiendo que la hora de apagar la luz depende de ti y sólo de ti. Ser suicida te hace fuerte, inmensamente fuerte.

Sin embargo, al ver los ojos de mi hijo tratando de enfocarme, se que pase lo que pase debo aferrarme a vivir. Por primera vez la vida tiene un sentido concreto y específico. Un sentido lindo y enquehacerador.

jueves, 25 de marzo de 2010

Desencanto familiar + Hocus Pocus de Kurt Vonnegut



Va un antecedente literario.

En Hocus Pocus de Kurt Vonnegut, el protagonista, Eugene Debs Hartke, tiene una vida azarosa. Por ejemplo, su papá quien tenía un proyecto muy raro de recuperación de prestigio personal después de ser descubierto con los chones en los tobillos mientras se intentaba coger a una señora que no era su esposa, decide que Eugene ingrese a West Point, una academia militar. Esa decisión tuvo como consecuencia que pasara algunos años en Vietnam hasta el momento "en que la caca llegó al ventilador" como describe los últimos días de la ocupación gringa.

Más tarde en la novela, cuando Eugene ya no es un soldado profesional y tiene una chamba comodina como profesor en una universidad donde los alumnos son ricos e idiotas, es despedido con la acusación de corromper las mentes jóvenes e impresionables de sus pupilos (lo que era una acusación sin fundamentos pues las mentes de sus alumnos eran impenetrables como piedras). Ese mismo día encuentra trabajo enseñando en la prisión vecina a la universidad y años más tarde cuando hay una fuga masiva de reos y estos toman como rehenes a los ocupantes de la universidad, Eugene es acusado de orquestar la fuga y el secuestro. Llega al final de la novela enfermo de tuberculosis en la biblioteca de la universidad adaptada como prisión temporal poniendo por escrito la cadena de acontecimientos que lo llevó a su situación actual y contandole al lector qué tuvo una vida intensa y para dejarlo claro señala que el número de gente que mató coincide con el número de mujeres que se cogió.

De todas las ocasiones que "el destino le juega chueco" a Eugene Debs Hartke, la que me parece más notable es la siguiente. Durante su estadía en West Point, Eugene conoce a una joven que le cuadra y de la que se enamora. Ella y su madre habían emigrado de su pueblo natal buscando que la primera se biencasara debido a que en su lugar de origen les habría sido imposible concretar esas ambiciones. Eso es porque la familia de la mujer de Eugene era conocida por producir orates irremediables.

Eugene se casa con la joven sin saber que el cerebro de ella es una bomba de tiempo lo mismo que sus genes y se reproduce. Cuando Eugene percibe que su suegra y más tarde su mujer dan señales innegables de deterioro mental que culminan en la demencia y la locura, ya es tarde. Ya tienen hijos que también enfrentan el destino de su mamá. Hagan lo que hagan, sin importar sus logros y sus ambiciones, los hijos de Eugene terminarán locos y dementes mucho antes de llegar a viejos.

Fin del antecedente literario.

Esa parte de la historia de Eugene Debs Hartke hasta hace poco creía que retrataba mi futuro, pues según las lenguas más viperinas en mi familia materna, mi abuela, la mamá de mi mamá se habría vuelto más loca que una cabra. Destino que mi mamá y yo compartiríamos.

Esa creencia ha sido reforzada porque no conozco a mi abuela materna, así que los relatos de una prima de mi mamá sobre la locura hereditaria de la abuela, no tenía yo manera de verificarlos. Pero desde que me contaron eso, cada ocasión que mi mamá se portaba de forma irracional no sabía si achacarlo a tontería común en la que caen todas las mamás o si era indicio de que la canica ya se le estaba botando. Examinar el comportamiento de las carnalas de mi mamá tampoco arrojaba luz a la cuestión. Tengo una tía que tiene la costumbre de limpiar a manguerazos su casa tres veces al día y después les pasa el trapo a las piedras del jardín. No sé si es porque ve los mismos bichos que Howard Huges o nomás tiene calor.

Por lo tanto la última década la he vivido pensando que mi racionalidad, de la que tan orgulloso estoy, y un servidor nos íbamos a tener que decir un tierno adios mucho antes de que me bajaran a mi tumba.

Esa perspectiva de mi futuro se desvaneció hace unos meses, cuando mi mamá fue de vacaciones a su tierra natal y encontró a mi abuela nonagenaria más sana que todos nosotros y no sentada en la rama de un árbol con todos sus enseres como yo me la imaginaba.

Bah.

pd. Está disponible en PDF Hocus Pocus para el que lo quiera leer. Léanlo, es muy bueno.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Familia incómoda.

Al pensar sobre familia incomoda, solo puedo pensar en mi familia materna. Sobre todo en las ocasiones que nos reunimos en pleno, como en Navidad.
La primera vez que una ex pasó una Navidad conmigo (y ellos) le advertí:

-Sabes cómo hablo y alego yo, ¿Verdad?
-Sí.
-Bueno, pues es de familia.
-¿En serio?
-Sí, así que no te asustes si oyes gritos por todos lados, no están peleando, nada más están conviviendo.
-Ah, bueno....
-Y ya te acostumbraste a mi guarradas ¿Verdad?
-Pues más o menos...
-Pues mi tío Beto me deja pendejo.
-...

Aún con la advertencia, aquella tenía una cara de "A ver a qué hora se arman los chingadazos" pero no, nada más alejado de la realidad, es más, pocas veces he visto a mi familia pelearse en serio, de hecho no recuerdo cuando fue la última vez que volaron pelos de verdad.

Ya sabiendo esto, se entiende porque nadie se alarma si un tío y una tía se pasan media hora discutiendo sobre si la UNAM ya valió madres o no (los dos egresados, uno dando cátedra ahí) o si un primo y yo nos pendejamos mutuamente por nuestros gustos musicales y en segundos nos unimos y nos empezamos a pendejear a otro primo por los suyos.

Estas discusiones son bastante normales en cualquier familia; el problema es que nosotros discutimos a voz de cuello, de extremo a extremo de la sala y en medio de otras discusiones simultaneas, así que fácilmente uno puede estar discutiendo cómodamente tres cosas a la vez, carajo, hasta los primos mas chicos ya andan alegando sobre sus propias pendejadas.

Mención aparte merece mi tío Beto, que es alto, habla fuerte y domina como nadie el humor deadpan; resumiendo, yo soy su versión light.

A él le debemos clásicos familiares como por ejemplo, el uso indiscriminado y a la menor provocación del vocablo "cagas" que nació cierta navidad:

Tía 1: -Y deberíamos hacer un mole...

Tía 2: -Estaría bien, ¿Pero de qué? ¿Verde?

Prima 1: -No, verde no, hay de otros ¿No?

Tía 1: -Hay muchísimos, verde, rojo, negro...

Tía 2: -Hay hasta morado...

Tía 1 y Prima 1: -¿Morado?

Tío Beto, desde el otro lado de la sala: -Morado cagas.


Así que ahora, para lo que sea, en mi familia se oyen cosas como:


-Yo quiero un chocolate caliente.
-Caliente cagas.

-¿Puedo llegar más tarde?
-Tarde cagas.

-Váyanse despacio.
-Despacio cagas.


Y así ad infinitum. O de plano, nomás para demostrar escepticismo sobre algo dicho, se suelta un simple "Cagas"

Mi familia también celebra la ya tradicional Paparegalo.

Hace varios años, mi prima Ariene, que en ese entonces tendría unos diez años, no quería comerse una papa al horno:

Prima: -Mamá, yo no quiero papa.

Tía: -Cómetela.

Prima: -Pero no me gusta.

Tía: Cómetela.

Prima: -Mamá, ¡No quiero papa!

Tía: -Ándale, cómetela.

Prima: -¡No! ¡No me gusta la papa!

Tía: -Esta rica, pruébala.

Prima: -¡No quiero PAPA!

Obviamente, al final se comió la papa, pero otras dos primas, mas grandes, estaban cagadas de risa, un poco después supimos porque.

A la hora de los regalos, aparece uno con una tarjeta que decía "De su mamá, para Ariene". Aquella, emocionadísima, abre su regalo sólo para encontrarse con...una pinche papa al horno (su carita no tuvo precio). Las cabronas de mis primas habían guardado una y la habían envuelto. No tengo que decir que casi nos orinamos de la risa. Mi prima Ariene apenas se rió y ya, siguieron con los regalos. Después de un rato, aparece una bolsa con moño que decía “De su papá, para Ariene" y ahí va la otra... y sí, era otra papa. Más risas y una jetota de Ariene. Para el final de la noche la papa había aparecido cuatro veces, ya todos nos retorcíamos de la risa y mi prima Ariene ya tenía lagrimas en los ojos.

Al siguiente año, de nuevo en la repartición de regalos, sin que nadie se acordara de lo de la papa, aparece un regalo para Ariene, y sí, de nuevo, ahí estaba la pinche papa, con moño y todo. Esta vez el regalo sirvió también de proyectil hacia mis primas, que apenas pudieron correr entre las carcajadas.

En los últimos años, mi prima Ariene lo toma filosóficamente y guarda con cariño la papa en turno.

También está la divertida tortura psicológica hacia los primos más chicos, efectuada principalmente por mi tío Beto y un servidor (soy como el hijo que nunca tuvo, puras viejas le tocaron) que consiste en amenazarlos, a la menor provocación, con que no habrá regalos o que se abrirán hasta el último, después de cenar, y como ya dije, mi tío tiene la voz más ronca y habla más fuerte que yo, entonces el efecto es fulminante:


Beto: -A ver pinche Karla, y tu también Alejandro, sigan jodiendo y no abrimos los regalos.

Yo: -O si los abrimos, pero se los damos a los niños pobres, que sí se callan.


Y ahí andan los pobres escuincles cabizbajos, viéndonos de reojo. A veces se acercan furtivamente a sus mamás y les preguntan con caritas suplicantes "¿Verdad que si vamos a abrir los regalos?" Sólo para que les digan, "No sé, pregúntale a Beto". Familia teníamos que ser.

He presenciado navidades de otras familias, en donde se visten bonito, se comportan, son amables los unos con los otros, se dicen palabras de aliento, reflexionan sobre el significado de la navidad o hacen discursos llenos de esperanza. Incluso he visto algunas en donde reciben al niño dios (en una ceremonia bastante extraña en donde mecen un muñeco en una sabana) y después de haber visto todo eso, me quedo con mi familia incomoda.

Aunque claro, sólo somos incómodos para otras familias.


Salud y pobreza. O lo que es lo mismo "nunca digas nunca"



Para familia divertida y ADEMÁS incómoda, la mía se pinta sola.
Y es realmente culpa mía casi siempre, quien me manda andarme besuqueando con un primo, ser atea, rehusarme a una gran fiesta de XV años. No los culpo, en verdad.

Pero nada ha resultado más incómodo que mi pobreza.
Sí, porque uno sabe que por pobreza se cometen las más grandes atrocidades.


Andreinski se muere de cólico:

-AAAAAYYY AAAAAAYYY

Tía Copetuda: Andreinski, ve con el gine, sabes que desde hace tiempo andas mal, eso no es normal.

-Noo, aaa-aaay, no tengo dinero.

-VE CON TU TÍO JUAN.

-O_O ¡¿Qué qué?! ¡Claro que no!

-No seas mamona, no te va a cobrar y es muy bueno.

-Pero, por Cristo, ¡es mi tío!

-Ay, el te vio nacer, fue el primero en verte la cola.

En ese momento pensé en decir -por la comedia- "¡y el único!" pero ya era mucha desvergüenza de mi parte y las tías copetudas no aprecian ese humor.

Importantes y relevantísimos argumentos (en mi cabeza resonaba el "no te va a cobrar") me hicieron darme cuenta que realmente era mi única opción. Eso o morir tirada en el sillón con una taza de té caliente y un paquete vacío de SYNCOL en la mano.

Armada de todo el valor que existe en mí, fui.

Ahórrense los "está acostumbrado a eso", "es un profesional", "no pasa nada" no va por ahí, nada de eso importa porque ES MI TÍO.

En cuanto lo vi llegó una imagen a mi cabeza de las cenas de navidad. Él casi siempre cocinaba.

"Mijiiita, ¿cómo estás? ¿cómo está tu mami?"

¡NO, CHINGADO, NO!
Después de "oh-oh" y "Tienes algo verde y purulento", es lo peor que un ginecólogo te puede decir, nadie quiere hablar de su familia con el ginecólgo que además ES TU TÍO.

"je, bien"

Pues entré, con horror me despojé de mis prendas y me senté, cerré los ojos, respiré hondo, me fui a mi lugar feliz y subí las piernas.

"Relájate"

No podía.

"Relájate", repitió y yo me tensé todavía más.

Creo que me preguntaba y/o decía cosas mientras hacía su trabajo pero yo estaba bloqueada y en estado de shock así que no tengo idea de qué me dijo, de repente me repetía alguna pregunta y yo evitaba -por salud mental- decirle tío. Me limitaba a los "si, no y bien" aunque si me costaba algo de trabajo.

Finalmente resultó que todo estaba bien, "perfecto", fueron sus palabras, lo cual fue bueno pero también me hizo apretar los puños y pensar ¡gadamadre, todo esto ni caso tuvo!

Saliendo supe que no volvería a verlo con los mismos ojos, llegó de nuevo a mi mente su imagen en la cena de navidad... rellenando el pavo.

Snif.

martes, 23 de marzo de 2010

Chalino Sanchez Vs. Sigur Ros



En Culiacán me acusan de snob y pretencioso, de malinche sin remedio, pero no usan esas palabras: la gente simplemente me dice mamón. Mi hermano ve primero mi corte de cabello antes de preguntarme cómo estoy, y mi padre dice que usar converse es de duendes o afeminados. Mi mamá no se mete porque para ella, lo que no comprende no merece ser discutido. De esa forma soy hazmerreir y tabú en la familia. Y si eso me dicen de frente, no puedo imaginar lo que dicen a mis espaldas, o lo que sospechan y no han podido comentar entre ellos.

(Porque la gente siempre es así: Dividen su opinión en dos partes, y se guardan para ellos el pedazo más horroroso y te sueltan lo más sencillo de digerir).

Con esto no tardaron en echarme de la casa. Me negué a participar en sus reuniones familiares de norteño, tambora y banda con pasito duranguense. Me volví vegetariano, y parece que decidieron sacrificar todas las vacas de la India. Mi hermano era un hibrido horroroso de camisas abrillantadas Versace y el potpurri de moda de K-Paz de la Sierra. Lo veía ir y venir, para colmo, con tremendas mujercitas, en la camioneta que mi papá sí le prestaba a él, y que me negaba para mover las bocinas de mi banda de postrock.

Y bueno, me largué de la casa. Porque era imposible mezclar a la arrolladora banda Limón con las hipérboles de 65daysofstatic o las texturas que narra la música de The Evpatoria Report. La idiosincrasia de mi familia: las telenovelas de mi madre, las pachangas interminables de mi hermano y sus amigotes, las risotadas y flatulencias de mi padre, todo el ruido que era como un escándalo de risa y bienestar norteño, con ese acentito sinaloense, directito de Culiacán, que no se mezcla - no y no - con la melancolía inagotable de Islandia, Suiza, Bélgica o Londres, cuna del shoegazin.

Me mudé a un complejo departamental cerca del Jardín Botánico, a un sitio de dos recámaras, y decidí que una de ellas sería el estudio de ensayo de mi banda, compuesta por otros que, como yo, estamos huyendo del aguachile, el tarolazo y el trombón. Y no estoy estereotipando a los culichis, pero no nos hagamos pendejos: aquí la única cultura es la del marisco, la metralleta y la banda a todo volumen, y cuando acepté que también en los edificios donde me había mudado el folklor era inevitable, decidí combatir con mi música y lanzarles otra clase de ruido.

Por supuesto el asunto se convirtió en guerra y cuando los vecinos reclamaron mis enérgicos guitarrazos y las canciones de quince minutos que tocabamos todos los miercoles, viernes y sábados, de cuatro de la tarde a ocho de la noche, yo les dije que con mucho gusto apagaba mi rock si ellos le bajaban poquito a su Chalino Sánchez y todo su escándalo de pelavacas con Iphone y camionetas con mofles modificados, incluido el sonsonete horrible de los Jilgueros del Arroyo, que para colmo ni sinaloenses eran, como aquel payaso y farsante, Lupillo Rivera. Por lo menos tengan la educación de conocer lo que escuchan, pinches nacos, les espeté.

La cosa no podía acabar de otra forma: Una noche que regresaba de una fiesta, entré a mi edificio y desde lo alto de las escaleras pude escuchar, con eco escalofriante, a las Voces del Rancho cantando El Diablo en una Botella. Me detuve porque la canción asemejaba un presagio; especialmente el berrido en falsete de uno de los vocalistas, que como anuncio fatal parecía decirme, como risita pícara: si subes los escalones te van a partir la madre. Pero como a mi sólo me conmueve Sigur Ros y Explosions in the Sky, me valió poco menos que madre, y un piso antes de mi departamento, me salieron al paso dos jovenzuelos, vestidos con camisetas Abercrombie, mezclilla deslavada, cabello decolorado, tieso y erecto que me molieron a golpes mientras uno de ellos musicalizaba el asunto con música de banda en su celular. Horrible y de mal gusto, si me lo preguntan.

Desperté en el hospital general, todavía con el sonido de los putazos y el acordeón en la cabeza, y a un lado estaba mi madre, mirándome absorta y preocupada como si yo fuera el último capítulo de su telenovela. Y los demás, le pregunté. Fueron por tus cosas, hijo, me explicó, y me imaginé a mi papá y mi hermano cargando las bocinas Crate y la batería Pearl con calcomanías del festival Coachella al que pude ir, hace tres años, después de trabajar ocho meses como chofer de una pulmonía en el malecón de Mazatlán.

Mi familia no pudo sacar mejor casta, y luego me enteré que mi viejo organizó a mi hermano y sus amigotes para ir a partirle la madre a unos cuantos vecinos al azar. Ya no importaba agarrar a los autores materiales, cuando era obvio que, teniendo un hijo que se vestía y actuaba como yo, cualquiera podía sentirse inspirado para golpearme con solo verme. La mala suerte le cayó a cuatro jovenes que escuchaban a Valentín Elizalde y Julio Preciado, en un remix con música house hecho por un tal DJ K-Libre.

Dice mi hermano que mientras mi papá les daba con una vara de media pulgada en el espinazo, les recordaba al mismo tiempo que nada más él tenía el derecho de burlarse de las ridiculeces de su hijo.

Y para mi, que jamás lo escuché decirme palabra de orgullo o aliento, imaginarlo pronunciando esas palabras me conmueve hondamente, como la entrada explosiva de Sigur Ros en la canción Ny Batteri.

Ding



De ese novio me gustaba todo, menos la mamá y la hermana. La mamá era la típica próxima-a-ser-cincuentona que pretendía ser chida y alivianada pero que no podía sacarse el rosario del subconsciente y por ello resultaba cagante. La hermana era una mamona pedante y además fea que andaba por la vida arrastrando dos perritos púdel llenos de mierdita y media en el pelo. Pero el papá, ese sí era chido.

El señor había trabajado toda su vida en Petróleos Mexicanos. Siendo joven se enamoró de una chica que vivía en la colonia Narvarte del DeFe, bonita, bonita, bonita, según las fotos que vi. La chica le daba alas pero en realidad nunca le dio más que eso, y acabó casada con un tipo de lo más guarro. Don Pemex entonces decidió echarle el can a la hermana menor, y fue chicle y pegó.

Así que don Pemex era de esos hombres a los que, si la vida no les da lo que quieren, toman la segunda mejor opción y tan tranquilos. Siempre estaba de buenas, siempre sonreía a través de sus lentecitos redondos que le daban un airecito académico coronado por los libros que leía todo el tiempo: sacaba a pasear a los púdel-mierdita de la hija y siempre traía un libro sudado en el sobaco.

Un día el novio llegó a verme con cara de angustia: venía del hospital, a su papá le habían hecho análisis y tenía cáncer en un huevo.

“Pero es curable, ¿no?”, pregunté yo tratando de no visualizar los huevos de don Pemex.
“Es tratable. Lo que van a hacer es extirparle el testículo donde está el cáncer y darle quimio. Dice el médico que con eso puede vivir unos diez años más”.

Asi que en tres días a don Pemex le estaban quitando uno. ¿Qué hacer en esos casos? Si operan a tu suegro de las anginas, el fin de semana le llevas nieve de limón, ¿no? ¿Y si le quitan un huevo? ¿Vas a verlo? ¿Le preguntas cómo se siente? ¿Le pides que te enseñe la cicatriz?

Llegó el sábado y me invitaron a desayunar a su casa. Así de madrazo, la suegra cagante me preguntó: “¿Vas a querer un huevo o dos?”. ¡Ding! Una campanita sonó en mi chistómetro y yo sin poder contestar. ¿Qué era lo correcto? ¿Uno, dos? ¿No me gustan los huevos? Puta madre.

Nos sentamos a la mesa la mamá cagante, la hermana mamona, el novio y yo. Don Pemex nos “acompañaba” desde la sala, sentado en uno de esos cojines en forma de dona.

Durante todo el bendito desayuno le estuve pensando de más a cada frase. Alguien mencionó que a Cuauhtémoc Cárdenas ya nadie le daba bola. ¡Ding! Algo dijo el novio sobre los púdel-mierdita que siempre andaban juntos, y la hermana: “Porque las cosas buenas siempre vienen en pares”. ¡Ding-ding-ding! El novio entonces empezó a hablar de sus amigos del Ashram, y a desmenuzar la palabra OVO-lacto-vegetariano. ¡Dingding! Al cabo de un rato a mí ya se me había olvidado el don Pemex y algo dijeron de un tipo que no sé qué diablos hizo, pero que se me sale del alma: “¡Pues qué-pocos-huevos!”. ¡Ding-ding-ding-ding-ding-ding!

Sobra decir que el noviazgo no duró.

lunes, 22 de marzo de 2010

Conclusión.




La primera casa de asistencia de la que me corrieron no fue pesadilla anunciada, sino todo lo contrario. A los tres meses yo me había adaptado perfectamente y ellos se habían adaptado muy bien a mí. Me invitaban a sus reuniones familiares, a misa, a fiestas. La señora de la casa me trataba como si fuera su sobrina. Una pariente lejana que se había instalado bien. Las dos hijas que vivían en la casa me procuraban mucho, acampábamos en el jardín… nos contábamos secretos. En aquél entonces yo tenía un carácter muy bonito: era tímida tontolona, igual de ñoña pero más disciplinada y buena gente tirándole a pendeja.

En fin, por una razón que no viene al caso (porque da como para una telenovela chistosa de veinte capítulos) yo andaba quedando con el sobrino de la señora, que como ni vivía en la ciudad ni se aparecía seguido para visitarme (cómo yo suponía que lo haría) pues en un principio no había afectado para nada la interacción con su familia aunque todo mundo sabía que había algo… hasta ese día.

Resulta que susodicho –quién descubrí de a poquito era increíblemente antisocial- nos invitó a salir a su prima y a mí. Cosa rara porque sus visitas se resumían a leer y mirarme y escucharme (porque yo batallaba horrores para hacerlo platicar). Llegamos a un lugar donde empezamos a jugar billar. El pidió una cerveza, su prima un refresco y yo agua. Lo vi como más animado (yo pensé que porque siempre ganaba) y así estuvimos un rato los tres todos felices a risa y risa. Después de un rato nos invitó a comer allí mismo (¡hamburguesas!), el siguió cerveceando y los tres platicando.

Pues regresamos (recuerdo que nos pidieron regresar antes de las 5 p.m.) y allí empezó la dimensión desconocida. Yo vi a susodicho pasar de relajado-contento a asustado conforme llegábamos a la casa. Y afuera nos estaba esperando toda la familia seeeeeeeria seeeeeeeeria y la mamá de él hecha un energúmeno.

- ¿TOMASTE VERDAD?
- No mamá.
- ¡HUELES A ALCOHOL!

Entonces una de las primas (que no vivía en la casa) me preguntó bien encabronada:

- ¿Bebió algo?
- Sí… (todavía yo no alcanzaba a captar el escándalo… no lo podía creer).
- ¿Qué se tomó?
- Como tres cervezas creo.

Mientras decía eso miraba cómo la señora encabronadísima metía a su hijito al carro (y lo vi a él con lágrimas en los ojos), a la prima que iba conmigo creo que también le estaban poniendo un cague y por primera vez no me invitaron. Se estaban yendo cuando la prima que no vivía allí me detuvo en mi camino al cuarto y me dijo: “si no nos vas a ayudar con el problema de R. por favor no estorbes”.

No-ma-mes.

Pero por supuesto que me solté chillando… ¡no tenía idea que pedo! ¡Y –según esto- había sido mi culpa! Más tarde llamó el hijo mayor de la señora para preguntar por ellos y yo toda idiota le conté el desmadre, el bien lindo medio me consoló y me dio a entender el quid de todo el pedo.

Susodicho era alcohólico.

Y cómo chingados iba yo a saber… (neta, ¿cómo?).

La mamá del tipo (hermana de la señora de la casa) era una señora intensa-machista. Estaba medio traumada por su divorcio y necesitaba a un hombre para que le diera el visto bueno a sus decisiones. Lo que a mi más me sorprende al recordarlo es que era médico, tenía su consultorio y era dos tres exitosa. Pero por alguna razón bien complicada no podía comprarse una bolsa con su dinero sin preguntarle a su único-hijo-el-mayor “¿Cuál de estas dos me compro mijo?”. Cuando iban de visita casi amarraba al menso del hijo a una pata de la cama (dormían juntos o en la sala o en el mismo cuarto) y me llegó a preguntar que porqué no cerraba la puerta de mi cuarto con seguro (no fuera a violar a su hijo que no me hablaba). La señora era tan pero tan metiche que me regaló un cassette con clases de catecismo porque se apuntó para ser mi madrina de primera comunión.

(De la que me salvé me cae).

**************


Conozco a una persona que tiene un trabajo fregón, tiene estudios, es responsable, tiene salud. No le pide nada a nadie pues y es considerada la oveja negra en su familia por estar divorciada.

Mi familia es tan disfuncional que nadie es incómodo. Mi madre alguna vez me dijo “creo que tu familia es la prueba que el realismo mágico existe mija” y es cierto. Hay de todo. Los machitos malaonda casi no se juntan porque la mamá a todo mundo ajusticia pero no me son incómodos… mi primo que se escapó dos veces de rehabilitación tiene una plática divertidísima y es muy lindo. Mi tía bipolar me adora, mi tía postiza (que se separó de mi tío) es graciosísima y nos alcahuetea todo. La tía coda también me hace reir mucho, la típica tía chismosita que ya nadie le cree se acopla. Mi bisabuela malhablada, grosera y tradicional nos quería mucho a pesar de llegar con piercings y colores raros de pelo. Mi abuela enviudó jóven y siempre nos cuenta que es lo mejor que le pudo pasar, al parecer mi abuelo era bastante especialito pero mi mamá tiene buenos recuerdos de él. Cada que visito mi tierra hay como tres o cuatro chismes generales (entretenidísimos) que te cuentan en diferentes versiones… pero nadie es más ni menos que nadie. Aunque eso sí, todos chismeamos. Tal vez por eso soy tan feliz siendo tan rara (y viviendo tan lejos, ja).

Conclusión: Es más probable que tu pariente incómodo sea de tu familia política.



sábado, 20 de marzo de 2010

Edecán de Gatorade


Impulsados por esa vanidad de juventud, unos compas y yo decidimos inscribirnos en un gimnasio.

Unos brazos fornidos mal dibujados formaban la “u” del nombre “Mundo Gym”; la “o”, por obvias razones, era un planeta tierra. Era un lugar baratón, de esos con instructores barrigones y aparatos oxidados que rechinan.

Mis compas el Chango, la Rata y yo agarramos bien en serio la disciplina del gimnasio: comíamos puro atún, comprábamos (nos robábamos del Sanborns) revistas de fisicoculturismo y caminábamos como si cargáramos sandías invisibles bajo los brazos. También pasábamos las horas frente al espejo haciendo caras de estreñido mientras tensábamos los músculos; acá, bien mamones.

En esa época no existían los Fotologs ni el Facebook, pero si hubieran existido, de seguro habríamos subido nuestras fotos sin camiseta, con lentes oscuros y en poses de “bato mamey”. Lástima que no había esa tecnología, pues ahora tendría una razón valida para suicidarme de la vergüenza.

Un día al Chango se le ocurrió ir a una “agencia de modelos” (que no era otra cosa más que una oficina en el centro de la ciudad que jineteaba edecanes) y lo contrataron para unos eventos que organizaría Gatorade: unas carreras de 10 kilómetros.

En el gimnasio el Chango nos comentó que necesitaban más gente, que la paga era buena (buena para un morro de 18 años sin trabajo) y las “modelos” (edecanes femeninas) estaban mejores. La Rata y yo fuimos a pedir la chamba y también nos la dieron.

La semana antes de la carrera nos metimos horas extras en el "gym" para ponernos bien He-manes y apantallar a dos que tres morenazas que habíamos visto el día de la capacitación.

El viernes nos citaron en la “agencia de modelos” para hablarnos sobre la logística del evento: cómo preparar los tambos de Gatorade (que era en polvo), cómo servirlo y cuántos vasos repartir. Algo muy cabrón y complicado, actividad exclusiva de genios fortachones como yo en ese tiempo.

El pedo empezó cuando el mero mero dijo que el evento empezaría a las 7 de la mañana y había que estar anca la chingada de lejos de mi casa a las 5 y media. Desde ahí empecé a desmotivarme bien cabrón. Lo único que me motivaba a levantarme tan temprano era ver a las morras en el shortcito blanco que les habían dado como uniforme y que estaban obligadas a usar ese día; pero, al ver su expresión cuando escucharon la hora de la madrugada, me imaginé que no irían.

Total que preferí dormir horas extras ese sábado y dejar mi profesión de “modelo” de Gatorade por la paz, snif.

Recuerdo que el dueño del changarro, indignado, me habló a las 6 de la madrugada para decirme que era un “poco profesional”, que ya debería estar ahí (el Chango y la Rata tampoco habían llegado... ni llegaron, jaja), que me tomara el trabajo en serio y bla bla bla. Desconecté el pinche teléfono y me volví a dormir. Mi papá me pedorreó al día siguiente por la hora de la llamada -que lo había despertado-, y más me pedorreó cuando se enteró que había sido una llamada de un trabajo al que no asistí, jejeje.

Pero es que ¿quién chingados se va a tomar en serio un trabajo en el que hay que estar a las 5 y media de la mañana para servir Gatorade en vasos?

... horas extras



Veo el cielo, muy azul y luego gris, y luego azul otra vez. Un claxon incesante intenta apresurar la marcha de carros sin éxito. Se abren puertas y la gente usa sus manos de sombra, viéndome de todas direcciones. Una mujer se toca un escapulario y parece que se va a desmayar. El cielo, ahora un azul muy pálido, es súbitamente cubierto por caras desconocidas. Muchas caras, todos muy serios, nadie hace nada. Son reemplazadas por caras con tapabocas, ladrando órdenes, dispersando las otras caras. Por un momento me parece muy entretenido, pero otro momento mis órganos juegan a moverse al mismo tiempo todos a un lado contrario, y un dolor agudo, blanco como imagino la barba de Dios, de pronto negro como un vórtice en el espacio, absorbiendo todas mis membranas a otra dimensión.

Hijo, hijo, hijo, dice un tapabocas. Mande, mande, mande, contesto pero mi boca no coopera.

A la cuenta de tres me levantan del pavimiento y las manos que me sostienen a su vez entierran vidrios en mi espalda. Después la camilla dura entierra otros tantos vidrios en mi nuca. Me quiero rascar pero mis movimientos son reprimidos por otras manos y finalmente tiras y cinturones y cuellera y el cielo ahora gris es nuevamente reemplazado por el techo de una ambulancia.

Me pregunto a dónde iba cuando todo pasó. Quiero preguntar por mi carro, pero temo que mis esfuerzos se interpreten como mi deseo por más cinturones. Pienso en mi carro, en los vidrios en mi cabeza. No recuerdo a dónde iba, y mi intento de recordar de dónde venía es interrumpido por mis órganos juguetones y un ardor tan concentrado y vivo que llego a sentir el placer de un orgasmo apresurado.

Siento cada piedra, cada tope, cada bache que siente cada llanta de la ambulancia. Un tapabocas abre un ojo, luego otro y me deslumbra con luz, y cuando ajusto mi vista veo el reflejo de mi pecho en sus lentes, y soy la obra maestra de Jackson Pollock. Detecto un fétido aroma a heces que me llena de verguenza, y detrás de la mirada de esos lentes, detecto un fastidio creciente, mas no porque me haya ensuciado. Esa mirada la leo tan clara que no me queda ninguna duda. Esa mirada acusa: "Sicario".

Haz siempre el bien, decía mi madre. Madre, hice el bien. Pienso en los periódicos, en los editores que asumen y generalizan con temor por sus vidas, que omiten detalles y generalizan por temor a no volver a ver a sus hijos. Que conectan un punto con otro y se mienten a sí mismos. Pienso si seré generalizado, y pienso en el rostro de mi pobre madre cuando lea la nota, y sea condenada por los círculos de sus pocas amistades.

Mi padre. Se refugiará en la cocina en las noches. Abrirá y cerrará su puño, tomará un trago largo y amargo y lo volverá a abrir y cerrar para ver si desaparece el temblor de su mano. Se culpará, pues no pudo sacarnos de esta ciudad nunca, por más que quiso. La ciudad que Dios tiró a los perros como un pellejo, que el mismo infierno abandonó de la verguenza. Porque hay cosas peores, cosas que nacen de la podredumbre de la condición humana. Algo feo que crece en la oscuridad como un hongo, hasta que toma vida propia y se adueña de ciudades y le arrebata la paz a los hombres y mujeres.

Un tapabocas exclama y siento un pequeño piquete, y ese piquete se convierte en el centro de mi universo, y del punto el cual imagino infinitamente pequeño, ocurre una gran expulsión de vida, que derrama un placer como nunca antes he sentido, que me abraza y arropa y consuela, me suspira al oído y siento lágrimas humedecer mis ojos ahora cerrados.

Es seguido por un momento de lucidez absoluta y perfectamente horizontal. Ahora entiendo qué ha sucedido. No siento miedo, siento una gran pena.

No veo mi vida pasar ante mis ojos. No veo un globo rojo ni un video en blanco y negro, no veo un pastel con pocas velas, ni las manos de mi madre como tenía pensado.

El techo de la ambulancia se abre y nuevamente veo el cielo azul, brillante y orgulloso. Me paro lentamente, sintiéndome como nuevo. El tapabocas ve su reloj y toca mi cuello, pegado a mi cuerpo el cual sigue acostado en la camilla. Hay un hoyo en uno de mis calcetines.

Ahora recuerdo de dónde vengo y a dónde iba, pero no tiene ninguna importancia. Siento una gran pena, porque pude haber comprado un carro quizá menos ostentoso, pude haberme aguantado el calor en vez de ese oscuro polarizado, pude haberme pasado en rojo.

Pude haber vivido más. Pude haber tenido un propósito.

Daría lo que fuera por ser la pesadilla de alguien más. Por despertar, y tener años de una vida larga. Por tener más tiempo, meses, semanas, días....

viernes, 19 de marzo de 2010

Primavera tijuanera



Desde hace algún tiempo, todos los amaneceres presagian días húmedos y atiborrados de nubes, aunque las más de las veces, el Sol se acuerda del litoral tijuanense pasadas las nueve.

Tijuana despierta, el engranaje gira, Sísifo y su piedra inician el ascenso a la cima y un planeta mallugado ejecuta hastiado su movimiento de rotación. La línea está ahí, larga, monstruosa, infinita. La línea es una cárcel con las puertas abiertas, podría cantar Calamaro si viniera por Tijuana.

Vientos de Santa Ana, alcahuetas noches, mañanas de claridad insoportable y el horario homologado con San Diego un mes antes que el resto de la República. Las aguas del Pacífico como una laguna entre Playas de Tijuana y Bahía de Coronado. Sí, ya nadie puede ocultarlo: ahí viene dando saltos la alegre Primavera, mientras el Invierno moribundo se aferra con patadas de helado viento ahogado a sus últimas horas extra.

jueves, 18 de marzo de 2010

Método para ablandar usuarios


A lo largo de 14 años de chamba computita he acumulado una buena cuota de horas extras para cumplir con fechas de entrega.

Viéndolas en retrospectiva todas esas horas han sido inútiles. Las entregas, por sí mismas, no hicieron que este fuera un mundo menos pinche de lo que es, ni salvaron vidas, ni impidieron muerte, ruina y destrucción. Todas esas entregas fueron tan indispensables como un dolor de panza.

Excepto una.

Hace 11 años el dueño del changarro que me pagaba por hacer líneas de código tuvo una idea que en aquél momento se me hizo buena, me encomendó aprender a programar aplicaciones para PalmOS (el extinto sistema operativo que usaban las también extintas Palms). Aprendí y a las pocas semanas, teníamos un cliente solicitando una aplicación.

Durante varios días estuve tirando líneas de código. El día de la entrega estaba yo quitando errores a mi aplicación todavía (el manager de base de datos de PalmOS era garantía de desesperación). Para añadir emoción, el socio que consiguió al cliente me recordaba cada media hora que esta aplicación estaría en cientos de dispositivos Palm y que ese era nuestro boleto a la fama y al estrellato y blah blah blah.

Terminé la aplicación (o eso creía yo) y un colega y yo fuímos a las oficinas del cliente a hacer la GRAN DEMO y a instalar la infraestructura para que la aplicación la pusieran en los aparatos del cliente.

La gran demo transcurrió bien, sin embargo, durante la instalación de infraestructura, el cliente se puso a picarle como gremlin a la aplicación, que me había costado tanto trabajo hacer, con resultados nefastos.

"Unexpected exception en nosequeputo modulo" decía muy simpática la pantalla de la Palm.

El cliente me enseñó su Palm cuajada y me reclamó.

Yo que ya llevaba unas 24 horas extras acumuladas vociferé:

- ¿Qué le hiciste a MI aplicación?

El cliente viendo que estaba yo dispuesto a estrangularlo, a tirarlo de cabeza por la ventana y luego a volver a estrangularlo, dijo:

- No es nada. Ahorita reseteo el equipo y verás como funciona.

Este episodio sirvió para darme cuenta que con suficientes horas extras los usuarios se ponen a comer de la mano de uno.

Maldición.



miércoles, 17 de marzo de 2010

La hora 25



Sólo una hora más.
Es todo lo que necesito, lo juro.

Con una hora más lograría respirar, no sentir que las 4 paredes de mi oficina son mi cárcel, alcanzaría a cocinar y así dejar de tragar las porquerías que salen de la máquina del demonio que habita en el pasillo y los tacos que dejan todo mi lugar oliendo a grasa y mi vientre cada vez más abultado.

Una hora más para poder ver a mis hijos antes de que caigan dormidos cansados de esperarme, una hora más para abrazarlos y preguntarles cómo les fue, para hacer ejercicio, para ver mi programa favorito.

En la hora 25 remendaría los pantalones de los niños, que los tienen todos pelados de las rodillas desde hace casi un mes, los llevaría por un helado o un churro de los que venden afuera de la iglesia, dedicaría un par de minutos a escucharlos reír y no me importaría que me tocaran la cara con las manos chucatosas de azúcar.

Unos minutos nada más, para dejar de pensar en que el carro me va a dejar tirada un día de éstos porque no he tenido tiempo de llevarlo al taller, para olvidar un ratito que el pago de la tarjeta ya se venció, que la renta está a punto de hacerlo, que "Luz" y "Agua" se han convertido en mis peores enemigos, que hace meses no salgo de noche y muchos más que no he cogido, que hace años que no voy al doctor y me da pavor al ver el carro y sentirme analogía.

En la hora 25 olvidaría que durante 24 horas siento el deseo de abandonarlo todo... dormirme y no despertar.

Pácatelas.



Fui un niño nerd.

En primaria, todos los años, sin excepción, tuve diploma de honor. Siempre estuve en la escolta y me pase años luchando contra Carlos Lerner por ser el abanderado. Era una lucha salvaje y horrible en donde medio punto de calificación era peleado con uñas y dientes. El Horror.

Cuenta mi mamá que me levantaba tempranísimo y porque quería ser el primero en llegar a la escuela, incluso me quejaba de que no hubiera clases los sábados. Hacia todas las tareas extras y tomaba todas las clases opcionales, hasta en las vacaciones le escribía cartas a mi maestra… un momento, ¿Le escribía cartas a mi maestra? Oh Dios.



carta



“Y pensar que todavía faltan cuatro días”. No chamaco odioso; y pensar que sólo unos años después contraerías una aversión virulenta a las figuras de autoridad y mandarías la escuela al carajo por siempre jamás para luego convertirte en una horrible, horrible persona.

Pácatelas.


martes, 16 de marzo de 2010

Dónde te agarró el temblor



A las cuatro de la mañana de hoy me despertó una sacudida de la chingada y un ruido de maracas bien cabrón. Estaba temblando en Los Ángeles, donde desde siempre se espera la llegada del Big One.

Tras las imágenes de Haití y la licuadora en la que sigue convertido Chile, uno ya anda nomás a las vivas. Me llegó un mail ayer que hablaba de una astróloga que predice tragedias y que asegura que viene un terremoto rompemadres desde San Francisco hasta Perú. Arrepiéntete y cree en el evangelio, dirían los mochos.

Pero la realidad es que para los chilangos de arriba de treinta, el arrepentimiento nos llegó desde el 85. Descubrimos que la gente sí se muere por un temblor, o peor aún, no se muere y se queda atrapada entre los escombros bebiendo su propia orina. Nos aprendimos el nogrito-nocorro-noempujo, y algunos irresponsables le dijimos a nuestros hijos “tú empuja a todos y salte corriendo primero”. Sabemos que hay que buscar la salida de emergencia al llegar a un lugar, y algunos creemos que la teoría del triángulo de la vida tiene lógica. Si además de eso uno es tan güey como para haberse venido a vivir a California, ahora también sabemos que hay que hacer un plan familiar y tener agua y linternas listas, por cualquier cosa.

De nada sirve. Cuando te toca, aunque te quites; cuando no te toca, aunque te pongas. Si somos suficientemente humildes para ver alrededor, debemos reconocer que vivimos de prestado. Que todos los días llevamos a cuestas pequeñas victorias contra la adversidad. Que en un mundo sobre el cual no tenemos control, la diaria supervivencia es un punto adicional, un tiempo extra.

La pregunta no es si nos va a tocar, sino cuándo. Cuántas veces recibiremos horas extras una vez más, para acabar soltando entre risas: ¿y a ti dónde te agarró el temblor?

Tiempo extra, Gianni...



Es un cliché pero también yo tengo la impresión de estar viviendo horas extras desde aquel quince de marzo del 2003.

No solo tú, Gianni, amigo mio. También yo arrastro esa sensación apabullante que de repente me inmoviliza mientras espero el metro o mientras me baño. El tiempo se ralentiza unicamente en mi, y me siento entonces tan solo como un reloj diminuto que detiene de pronto su marcha dentro de un aparador de millones de relojes. Luego viene un escalosfrio y una sacudida, y me acuerdo de ti, Gianni, y como te decía que exagerabas, que eras un hipocondriaco, un neurótico hiperventilado.

Tu esposa me escribió sobre la noche que te orinaste en la cama, por ejemplo, y aunque pretendía preocuparme con el tono de la carta, yo no hice más que desternillarme de risa al imaginarte ahí, tú, mi viejo amigo, sentado sobre la cama húmeda y tibia, pero no de sexo sino de orines, y tu mujer roncando a pierna suelta, como suele roncar y dormir siempre, despreocupada, ajena a estas sensaciones que ahora nos atormentan, hermano, amigo mio...

Entonces una tarde salí del metro en Alexanderplatz, aquí en Berlín a donde vine a meterme después de aquel año, y ahí estaba la larga Fernsehturm en todo su explendor de aquel comunismo del este, y tuve un sueño lúcido donde de pronto me veía contigo, aquel día, y en vez de sobrevivir nos llevaba la chingada. Una chingada ágil y muy mexicana, diferente a la que existe aqui en esta ciudad donde lo único malo que puede sucederte es que te multen por no pagar el metro.

Me vi de pronto jodido, como debimos estarlo ese día, Gianni, y me quedé inmovil, parado enmedio de Alexanderplatz, en plena tarde. Había unos punks tomando cerveza, había niños sentados mientras sus madres compraban pretzels o panecillos. Todo mi cuerpo se detuvo, y como te describo párrafos arriba, me quedé varado, y lo único que funcionaba era este soliloquio interno de miedo y remembranza que parecía hablar dentro de mi en un idioma incomprensible pero rotundo.

¿Qué debió pasarnos ese día, Gianni? ¿Debimos haber sido hijos de nuestro destino? ¿Era necesario que nos llevara el carajo y nos convirtiera en estadística, en una muesca honorífica de los que se joden para siempre?

No lo sé, querido hermano, compañero de años. Pero entonces en mi resignación comprendo que, por fin, he dilucidado la condición humana de nuestro tiempo - o al menos la de mis contemporaneos y conocidos -, una condición que nos hermana y nos convierte en una enorme pandilla de sobrevivientes o refugiados: Todos hemos terminado por creer que vivir es tiempo extra. Que hace años que debimos haber desaparecido.

Aquí estamos, Gianni. Como relojes cuyo tictac parece eterno, y cuyos rotores y mecanismos giran con penosa perfección. Algún día tendremos que parar.

lunes, 15 de marzo de 2010

Comprando horas


¿Qué es lo que impulsa al hombre a hacer las cosas que hace? ¿En qué instante una decisión de un segundo toca su vida y la de otros más? ¿En quién recae la voluntad divina de dar y quitar la vida? Mi nombre es Lawrence Reynolds y en un par de ocasiones me he comprado horas extras. Pero al parecer mañana 16 de Marzo del 2010, habré agotado la moneda de cambio... ¿O no?

En esa calurosa tarde de 1994 mis piernas empujaban con suavidad aquella mecedora que se encontraba en el porche de mi casa. Ni una corriente de aire movía las hojas de los árboles, por lo que decidí refrescar mi garganta con una lata de cerveza bien fría, pero no encontraba nada que enfriara mi entrepierna.

El bochorno que flotaba sobre el asfalto de la calle desdibujaba el horizonte sobre el cual se alineaban dos filas de casas de madera. De la casa roja salió ella. El sol iluminó su larga cabellera dorada haciéndola ver como un ángel. A contra luz, el vestido amarillo revelaba un ángel con tetitas y culito listos para ser estrenados. Calzaba tenis y calcetas blancas que engalanaban las piernas rasuradas de putita y que se movían al ritmo de una canción que salía de su walkman y que llegaba a sus oídos. El volumen ha de haber estado muy alto ya que no se dio cuenta de mis pasos que la seguían muy cerca.

“En Dios confiamos” reza la moneda de nuestra Nación. Y yo confié en el Dios que en ese momento me habló. Dios decide cuando una vida termina y establece el medio y las condiciones de su plan divino. Al fin y al cabo, ¿qué es la muerte si no el regreso a nuestro amado padre? Y esta niña, éste ángel, debía volver al cielo.

Tomándola de la cintura con una mano y tapándole la boca con la otra, la levanté en vilo y me dirigí a mi santuario. Con la pierna golpeé la puerta de la cocina y cuando ésta se abrió, arrojé al ángel hacia el piso de granito; el fuerte sonido de manos y rodillas chocando contra el piso me urgió a ejecutar el santo mandato.

El ángel lloraba como la niña que en realidad era, pero no hizo ningún intento por huir. Desnudé la parte inferior de mi cuerpo, dejando libre mi instrumento ejecutor, quien ya desafiaba con gloria al destino. La tomé de las diminutas caderas y en un rápido movimiento la volteé para tener su rostro frente al mío. Ahora fueron los hombros y la cabeza los que sonaron contra el piso. Los ojitos estaban cerrados y el cuerpo tenso apretaba piernas, puños y cejas.

Un halo de luz se coló por las cortinas iluminando y santificando la escena. Entonces la penetré sin esfuerzo ni resistencia; la putita no era virgen, ya no se puede confiar en nadie. Aún así, tenía el coñito bien apretado. Sé que no era necesario ya que bajo a mí tenía un cuerpecito petrificado, pero aún así la tomé del cuello para tener un punto de agarre y empuje. En las palmas de mis manos sentía sus gritos ahogados. También sentí cómo a su vida se le iban terminando los minutos. Mi ejecución era perfecta, magistral. Estaba encontrando la comunión con Dios en forma de embestidas y quejidos. La fuerza brutal hacía crujir nuestros huesos contra el piso, contra otros huesos, contra el alma.

En el momento que terminé mi deber, el ángel ya estaba con nuestro creador.

Me felicité por el trabajo bien realizado. Sin embargo, los vecinos, la policía y finalmente el gobierno no pensaron igual. Un juez le puso un plazo de terminación a mis días, fecha que libré con la intercepción de Nuestro Señor, quien impuso anomalías en la inyección letal de otro condenado a muerte.

Entonces entendí que yo tenía horas extras, que era mi obligación moral procurarlas. La señal divina estaba dada, por lo que hacerme de aquellas drogas y tomarlas horas antes de la nueva fecha tuvo el resultado esperado.

En unos momentos más es mi última cena: filete de pescado con almendras. Sé que Dios está de mi lado, nadie puso objeción a mi petición, a pesar de ser yo alérgico a estos dos ingredientes.

Mañana veremos cuántas horas extras más me habré comprado.





(Nota de la redacción: Aquí la historia hasta hoy de la
ejecución programada en Ohio para mañana)

Las horas obtusas.





Personalmente, no puedo conceptualizar horas extras sin imaginar trabajo. Todo ese tiempo invertido: desde desvelarte para ese examen difícil, hasta tener pesadillas la noche antes de una presentación importante.

Pero las horas extras per se tienen su encanto. No todo es trabajo, no siempre sale todo bien o mal, no siempre son cansadas y tediosas. Pueden pasar muchas cosas.

Trabajé-estudié un tiempo en investigación biológica*, y una característica que tiene es que los experimentos suelen ser tardados y en muchas ocasiones hay tiempos muertos, así que por lo menos en ese ambiente las horas extras son lo más común del mundo. Entonces como no estás solo trabajando como ostra sino que están muchos de tus compañeros sin el ojo jodón motivador de los asesores, puedes terminar jugando cartas, dominó (o cualquier otro juego que tengas a la mano), tomar fotos de tus compañeros-profesores en internet para hacer photoshop con los personajes a los que se parecen, hacer una guía de supervivencia zombie y demás entretenimientos ñoños.

Pero también –si los ñoños chismosos no se quedaron contigo- te puedes descubrir pisteando en la oficina de equis, besuqueandote con quien no debes, adoptando arañas o palomas que te encuentras (y escondiéndolas en tu oficina como si fueran tus mascotas por semanas) o saliendo a comprar algo porque tienes hambre y terminar en el cine que está cerca de la universidad.

Cuando es temporada de finales, o tienes trabajo urgente, las horas extras se transforman en algo más obtuso, más tipo ley de Murphy. Porque por alguna razón que desconozco todo se descompone en esas fechas (como si el estrés de los estudiantes de medicina y los de postgrado desmadrara los aparatos). Yo he visto el cafecito de maquinita caer lentamente ante mis ojos desesperados, a veces sin azúcar, a veces sin leche, veces sin café, a veces sin vasito.

Lo peor es cuando se va la luz a mitad de un experimento. Generalmente no puedes mandar todo a la chingada tomar tus cosas e irte, tienes que esperar a que vuelva o desmontar el equipo y limpiar el material a oscuras. A veces los muchachos de pregrado andan moviéndole a los encendedores buscando prender los focos en los pasillos donde estudian y te apagan todo. Y, en algunos casos sales, les gritas, les avientas una mochila, prendes todo de vuelta y ya. Pero en otros adiós experimento, y soluciones, y células, y datos, y horas, y mañana mi jefe me va a matar, ash mugres estudiantes, mugres sinodales, quiero a mi mamá y etc.

Independientemente, yo mis horas extras las prefiero en grupo (aunque estemos en distintos cuartos-oficinas-pisos-edificios). Cuando no, te puedes quedar encerrado en un laboratorio en Navidad, toparte al loquito que entró a preguntar si venden mascotas, alucinar que ves al fantasma que se aparece en los pasillos, quedarte dormido hasta el día siguiente, o ver al velador salir corriendo –desnudo- del baño de mujeres.

Snif.

domingo, 14 de marzo de 2010

Mario, duda.


Yo sé que Mario lo duda. Se mira al espejo, se limpia el rostro con una crema, unta un poco de labial en una servilleta y se lo pasa por las mejillas. Ahora, Mario tiene chapitas. Voltea ligeramente para un lado, voltea ligeramente para el otro, sonríe y tiene, un poco, de vergüenza. Toma otra servilleta y se quita el maquillaje. Ya sabes como tu padre tarda en el baño, que bueno que te bañaste primero, dicen afuera. Mario duda, pero continúa. Labial bermellón en la servilleta, repite el proceso, sonríe y esta vez, traga saliva. Le gusta. Le gusta demasiado. Ahora aplica la máscara de pestañas. Negras, bien negras, y un poco de sombra azul alrededor de sus ojos. Tarda más que yo ese hombre, dicen afuera, quien sabe que tanto hará. Tres cuartos derecho y tres cuartos izquierdo. Se toma una foto con su cámara digital. Mira la foto y se mira en el espejo, hace varias expresiones, Mario duda... sí, tal vez necesita un poco más de sombra. Aplica, acercándose mucho al espejo. Un lápiz ayuda a delinear sus cejas. ¿Cuántos años habían pasado con esas dudas en el espejo? Recordó una vieja canción y se movió a su ritmo: "Los muchachos del barrio le llamaban loca". Tarareó. Cada vez más fuerte. Tan fuerte como el maquillaje que se había aplicado. No señor, no lo estoy... lo estuve una vez. La canción le daba valor, las sombras azules y el labial bermellón, la máscara facial que humectaba sus poros. Respirando fuerte, abrió la puerta del baño e imaginó lo primero que le diría a su familia.

-No lo soy. Sólo me gusta maquillarme.

sábado, 13 de marzo de 2010

¿Cuál es cuál?

Amiguitos, ayúdenos a averiguar cuál de estos muchachos es el puto y cuál el metrosexual.


Respuesta: Son el mismo.

P.D. Bufandas cortesía del Falso Profeta.

viernes, 12 de marzo de 2010

Metal God



Cuero, Metal, Harley y el Infierno mismo transformado en la más aguda de las notas con las escalas de tu voz.

Nunca, ni siquiera en mi más tierna adolescencia, he sido siquiera algo parecido a un groopie ni he ido por la vida coleccionando autógrafos, pero creo que si hay dos tipos con los que me gustaría platicar y tomarme una chela algún día, es con Lemmy de Motorhead y contigo. Sí, te lo has ganado a pulso: Eres el auténtico Metal God, el Padre Judas de esta negra mitología.

Siempre recordaré 1991 por ese inigualable canto de cisne llamado Painkiller. ¿El mejor disco de Heavy Metal de la Historia? No exagero si digo que tiene méritos de sobra para estar entre los cinco mejores. Paradójico que ese álbum brotara justo cuando el Metal Clásico se decidió a dormir una larga siesta noventera que dio paso a alternativillos-grunges-happypunketos y bazofias similares que muy pronto acabaron ahogadas en su propia mierda. Lo dicho: el más bello e infernal canto de cisne.

Después te marchaste, mandaste todo a la mierda y luego… el acabose: Te confesaste puto. ¿El Metal God es puto? No, eso no va. Vaya, la putería es políticamente correcta en el new wave, en el brit pop, el electrónico y cosas similares, pero no en el Metal. Vaya, hasta hay blackmetaleros presos por matar homosexuales. Pero tú eres puto; de cuero, estoperoles y látigos, al puro estilo de Tom of Finland, pero puto al fin.

En 1998 entrevisté a tu sucesor y debo decirte, sin que te me ofendas, que canta cabroncísimo. Sus escalas son demoledoras. Aquella noche lo vi en concierto junto con Megadeth y acabé devastado por la potencia de su voz. En tu descargo aclararé que es mucho más joven que tú y no es lo mismo Sad Wings of Destiny que Nostradamus. Sí, el Ripper cantaba y sigue cantando (lo acabo de ver con Yngwie Malmsteen) ultra mega perramente cabrón, pero Metal God sólo hay uno y hay personalidades imposibles de usurpar… aunque seas puto.

Allá por el 2000 se me hizo por fin verte en vivo. Traías tu proyecto solista llamado simplemente Halford y le abriste a la Mejor Banda que ha Parido el Universo (no necesito aclarar que se llama Iron Maiden) Tus gritos agudos ya no eran tan extremos ni sostenidos, pero tu personalidad rajaba madres e imponía. Un señorón arriba del escenario.

El año pasado por fin se me hizo verte con el Padre Judas Iscariote en pleno, en el concierto de aniversario del British Steel en el Open Air. ¿Qué te puedo decir? Tú rifas compadre y rifarás siempre… aunque seas puto.

Este mundito moderno tan open mind te impone la dictadura de la tolerancia: ahora resulta que a los putos no les puedes decir putos porque se ofenden y sacarán adjetivos como homófono, machista e intolerante. Te lo voy a confesar: yo no los trago mucho que digamos o más bien dicho no los trago. Mi anterior trabajo (en un gobierno panista) estaba lleno de jotos y todos ellos me inspiraban una terrible desconfianza. Afectos a cizañas e intrigas, rencorosos, amargados, escandalosos, estridentes, siempre a la defensiva. Me costaría mucho poder tenerle confianza a algún homosexual o poder considerar a alguno mi amigo. Sí, ya se que en la época de los matrimonios de arco iris es terriblemente anacrónico decir eso, pero nunca me he caracterizado por ser absolutamente moderno (me perdonas Rimbaud)

En fin, toda esta perorata es para aclararte que eres el único puto del Universo por el que siento un respeto sacramental. Carajo, el único puto con el que deseo tomarme una chela y sacarme una foto. Hey, pero espérame tantito. Judas rifa y Tú rifas, pero tampoco voy a llegar al extremo de decir, como he escuchado a algunos, que por ti me haría puto.

jueves, 11 de marzo de 2010

Denisse



Siempre me he considerado una persona cursi, no lo puedo evitar, asi soy. Soy vanidosa y me gusta verme bien, cepillo mi cabello 20 veces por la mañana y 20 por la noche hasta lograr el alaciado perfecto que mis amigas envidian. Casi siempre uso ropa de colores claros y nunca salgo sin ponerme un poco de perfume en las muñecas y detrás del cuello, una nunca sabe cuando pueda encontrarse con el galán de su vida. Soy muy romántica, mi música favorita es la balada romántica y me gustan muchísimo los poemas de Mario Benedetti.

A la gente le es fácil deducir que soy alguien muy sensible, lloro con las películas de Julia Roberts, porque como a todas, también a mi me han roto el corazón un par de veces. A lo mejor soy muy ridícula, pero a mis 25 todavía colecciono cositas de Hello Kitty, tal vez es tonto pero creo que es importante evitar que a una se le amargue el corazón antes de tiempo.

Pero no por cursi y sensible dejo de ser un tanto fiera a la hora de los macanazos. Reconozco bien a los que piensan que por guapitos se pueden pasar de listos y mano larga, porque después de todo una no tiene la culpa de llamarles la atención, bueno si, a lo mejor una contribuye un poquito subiendole a la falda, pero nada justifica las patanerías.

Desde chica escuchaba a mi abuelita decir: "La mujer es la que decide". Ella decide si le habla o no al hombre, si le devuelve la mirada o si va o no a tomar el café que le invitan. Es la mujer quien da el "si" cuando quieren andar de novios, y el momento de mandarlos a volar si comienzan con sus patanerías. ¿Por que son así los hombres? ¡Ash! ¡me choca!

Todo este rollo vien a cuento porque ayer me pasó algo así con Juan Carlos después de salir del cine. Pensé que era diferente y me animé a salir con el, pero resultó ser como todos: un verdadero patán.

De regreso a casa ibamos caminando muy monos por un parque de la Colonia Condesa, me entusiasmó que le gustara la película porque no a todos los hombres les late las de Hugh Grant. Ibamos comentando la pelí cuando salió con la puntada de que, según él ,yo tenía la misma mirada que Renee Zellgewer. Por supuesto que le seguí el juego, porque a ¿quién no le gusta que le echen piropos? pero siguió insistiendo y hasta sacó de su chamarra una miniguía de cine que traía la foto de la Zellgewer en portada.

Yo le dije que no, que era ridículo y que por favor le parara, pero el seguía de necio, y sinceramente me comenzó a hartar. Pero faltaba lo peor, por que lo siguiente que hizo fue pedirme una foto mia para compararla con la de la actríz. Le dije que no traía pero siguió duro y dale, pues estaba seguro que por lo menos traía mi credencial de elector o mi licencia de manejo, de modo que me arrebató la bolsa y se echó a correr.

Yo lo seguí muy enojada, no corrí para no hacer el oso, creo que al estúpido se le hizo muy chistoso esculcar entre mis cosméticos, los kleenex y todo lo que traía en mi bolsa. Como me lo temía, la sonrisa de menso que traía se le borró cuando encontró mi credencial y se pusó a verla a detalle, se quedó inmóvil y creo que hasta se le fue el color de la cara. Fue ahí cuando aproveché para quitarle mi bolsa y darle un cachetadón que lo dejó viendo estrellitas.

Creo que no medí bien mis fuerzas, porque se fue de espaldas y cayó al suelo de forma muy fea. Bueno, el caso es que le grité cosas horrendas, le dije que era un estúpido y que no quería volver a verlo jamás.

Y ahí se quedó, sentado en medio del parque, como en shock... ¡como si fuera para tanto! Pero yo tengo la culpa, por tonta, por descuidada, porque no debería andar cargando la vieja credencial de elector, con esa foto viejísima en la que salgo sin pintar, con el pelo cortitito y con el nombre de antes. ¡Ay que horror! ¡Qué impresión! La verdad es que yo nací para llamarme Denisse.

La noche que 20 ancianas me puteraron


Corrí para alcanzar el último camión nocturno. Lo abordé y escogí entre los asientos vacíos el que quedara más lejos del estruendo reguetonero del chofer. En poco tiempo, la fatiga del día de chamba, el tráfico lento, el sonsonete imbécil de las bocinas y el diesel quemado proveniente del motor me adormecieron.

Me despertó el ruido de un cristalazo. Pedazos de vidrio, numerosos y diminutos, cubrían el suelo del pasillo central del camión. El parabrisas tenía un boquete del tamaño de un puño. El resto del vidrio se había vuelto opaco.

No era yo el único sobresaltado. En los demás asientos se revolvían alarmadas sus ocupantes. Todas ancianas. Me dí cuenta que los únicos que carecíamos de vagina en el autobús éramos el señor chofer y yo.

Todas estaban ilesas. El chofer estaba furioso. Sacaba la cabeza por su ventanilla y le gritaba algo a un peatón andrajoso que se alejaba apresurado por la acera. Para calmar su ira, el señor chofer que no era mucho más jóven que sus pasajeras, detuvo el camión, se bajó y persiguió al andrajoso, echándole cien mentadas. Del discurso histérico de las viejas que iban en la parte delantera del camión supe que el andrajoso había aventado una botella al parabrisas, sin razón aparente.

Yo reflexioné: el señor chofer va a cansarse de mentar madres y va a regresar al camión y va a reanudar su trayecto. Calculé que en menos de un minuto estaríamos de nuevo en camino.

Mientras yo hacía esas cavilaciones, dos de las octogenarias más cercanas a mí me echaban ojos lúgubres. Y luego dijeron:

- Ud es joven. ¿Porqué no va a ver si al chofer no se le ofrece nada? ¿Qué tal que le pegan?

En lugar de levantarme y salir en pos del chofer me quedé pensando en las preguntas que me hacían. Mi actitud fue juzgada como apática y cobarde.

- Qué puto es usted.

Las demás oyeron eso y coincidieron.

- Puto, puto, puto - corearon.

Ese mantra afectó alguna circunvolución cerebral en mí porque me volví a adormecer.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Hoy.



Me despierta el alarido de una alarma ajena a las 5:30 de la mañana. Le doy un manotazo al despertador y camino tambaleándome al baño. Mientras intento cagar (¿a esas horas quien puede hacerlo?) leo la etiqueta de una botellita de shampoo. En eso se suelta berreando la alarma de mi celular, que programé como respaldo a las 5: 40. Me resigno y salgo del baño a apagarla. Prendo la lap para checar un correo y resulta que el pinche hotel de 5 estrellas y 1200 pesos la noche, cobra el internet aparte. 60 pesos por seis horas. Por teléfono le explico a la señorita de recepción que sólo necesito conectarme cinco minutos, no seis horas. Me dice que son 60 pesos por seis horas, cuelgo. Desde la ventana veo un Vips en la calle de enfrente, en el que pagando un café de 10 pesos uno puede conectarse tres meses. Chinga tu madre Sevilla Palace.

Hago check out a las 6 am. Ya con la ruta de salida más rápida decidida, le hablo al cabrón con el que tengo que verme, Como está en Lomas Verdes, se le hace fácil decirme que salga por Periférico y pase por él, y como es mi superior, le miento la madre en silencio. Lo recojo a las 7:30. Regresamos a Querétaro.

A las 10 de la mañana desayuno la torta más insípida del mundo; apuesto mentalmente conmigo mismo que la fotografía del menú tiene más sabor. Regreso a la oficina y mi jefe me dice: “Necesito que te vayas al DF a las 2” Le digo que de ahí vengo; me responde con un: “Ah, mejor, así ya no vuelves a sacar viáticos, además, tú ya sabes cómo esta ese asunto”. Además, por si no lo había mencionado, mi jefe me detesta.

Salgo de nuevo a las 2 pm y después de 3 horas de camino y una en el DF, me encamino a Querétaro de nuevo. Claro, desde Polanco hago dos horas a la caseta de Tepozotlán. En un 7-Eleven compro un sándwich de carnes frías que sabe a esponja fría. Manejo otras dos horas por una carretera atestada de traileros empastillados que juegan a cambiarse de carril sin avisar. Llego a mi casa cayéndome de bruces a las 10: 30 de la noche. Me tiro sobre la cama y lloro un poquito.

Puto día de mierda.


Mis putos



Puto sol.
Puto teléfono.
Puta madre, ya me levanto pues.
Puto vendedor de telmex.
Putas ojeras.
Puto cereal aguado.
Puta compu lenta.
Puto ocio.
Puta sed.
Putos garrafones vacíos.
Puta ropa sucia.
Putos camiones.
Putos camioneros.
Puto reggaeton.
Puto calor.
Putos baches.
Putos charcos de agua puerca.
Puta multitud.



Puta soledad.



Puta madre, sin chillar.

martes, 9 de marzo de 2010

Puto vs Gay



1. “Puto el que lo lea”. Me acuerdo perfecto: yo tenía como ocho años, venía de la escuela y pasé junto a la pared grafiteada a un lado de mi edificio. Ustedes no lo van a creer, pero yo nunca, nunca, había escuchado la palabra “puto”. ¿Puto el que lo lea? Llegué a mi casa y le pregunté a mi tía Martha, quien finísimamente eludió la pregunta.

Como ocurre en estos casos, los que me sacaron de dudas fueron mis amigos. “Puto” era un insulto, aunque yo no entendía bien qué significaba; pero al parecer, había que cuidarse bastante de ser puto y de los putos en sí. También había que cuidarse de ser puta, ¿verdad? O por lo menos de parecerlo. Pero aparentemente, para los hombres en particular, “puto” resultaba gran ofensa.


2. Cuando los años pusieron ante mis oídos la gama completa de connotaciones de la palabra “puto”, la verdad es que me gustó. Me encanta como suena: es contundente, tiene dos consonantes fuertes, es cortita. Basta con que le digas “puto” a cualquier hombre para que le metas una insultada de aquellas, aún sin querer. Uno puede decirle puta a la mamacita del fulano en cuestión, incluso a la chava que va con él; ahhhh, pero no le digas puto a él, porque entonces se arma una de aquellas. Y en México, si quieres arruinar la carrera de un político, lo único que tienes que hacer es propagar el rumor de que es puto.


3. Lo curioso es que en la medida en que he ido incorporando el uso de “puto” a mi lenguaje cotidiano, he eliminado de ella cualquier connotación a la homosexualidad. En lo personal, para mí alguien puto es quien no tiene el valor de dar la cara cuando se equivoca; alguien que es hipócrita y no acepta sus responsabilidades; alguien que no tiene escrúpulos, que actúa cobardemente. Nada de esto, creo yo, tiene que ver con la preferencia sexual. Por ejemplo, el que se me cierra y me echa el auto encima cuando voy manejando, pero luego no se atreve a voltear a verme cuando paso por un lado: puto. O el tipo en mi oficina que cuando se pierde un objeto y le preguntan cuándo lo vio por última vez, dice no saber, por miedo a que lo culpen: puto. O el marido de mi amiga, que le dice que no sabe si quiere seguir con ella y lleva un año haciéndose pendejo jugando a que están separados y no. Grandísimo puto.

A veces también los que la llevan son algunos objetos, y ahí el género cambia indistintamente de masculino a femenino. Típicos casos para mí: me aprietan los putos zapatos; no encuentro las putas llaves; dejen de hacer ese puto ruido; paren el puto elevador; el puto Internet no sirve; hay que pagar la puta renta.


4. “Tengo algo que confesarte”. Vale madre, pensé. ¿Ora qué hizo este? Para mi sorpresa, me la soltó derechita: “Es que a mí me gustan los hombres”. ¡¿Juat?! No mamar. Éramos amigos desde hace tres años y fuimos cuates de peda durante al menos uno de ellos. ¿Cómo es que nunca me di cuenta? ¿Cómo carajos es que no me habías dicho? “Es que primero me tardé en aceptarlo. Después me dio pena que fueras a decir ‘este pinche puto’”.

Me dolió escucharlo. Lo quería –lo quiero, seguimos siendo amigos- muchísimo más allá de esa serie de clichés. Pero sobre todo, me dolió escuchar la palabra “puto”. Porque él es chido, noble, solidario; es tan alivianado a pesar de que luego me agarra de un pinche humor de la chingada; es sensible, talentoso, todo el tiempo metido en proyectos por amor al arte; un güey derecho y neto, pues. ¿Cómo se le pudo siquiera ocurrir que yo un día lo llamaría “puto”?

No, señores. Allá afuera sí que hay un montón de putos; mi amigo nomás es gay.

lunes, 8 de marzo de 2010

Puto el que lee esto


“Puto el que lee esto.”

Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennesse Williams, ni el pelotudo de Góngora.

Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. “Puto el que lee esto”, y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, mariposa. Hacete cargo y si no, jódete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…” Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no perteneces seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.

Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante.

Fontanarrosa, Roberto. Cuento: “Palabras Iniciales”. Libro: Usted no me lo va a creer. Página 7.


Caminaba con mi cara de mamona deshidratada por la famosa calle Corrientes cuando entré a una librería. Un pibe con gafas y melena desigual (por cierto, esas melenas me causaron traumas psicológicos, que me han hecho tocar cabezas sin permiso) se me acercó y amablemente se puso a mi disposición. Estos guapotes saben de lo que te hablan, porque más que buscar el título deseado en una computadora, te siguieren libros en base a tus gustos. Le pedí literatura argentina y me dejó frente a un enorme librero que hasta tenía una escalera para alcanzar los de arriba.

Usted no me lo va a creer, estaba ahí, sin necesidad de arriesgar mi vida. Lo tomé y leí las primeras palabras del cuento con el que abre el libro y que el autor aseguraba que no iba yo a creer. En efecto, no lo podía creer y tampoco podía dejar de comprarlo. Devoré el libro tomando caguamas de Quilmes y cacahuates en mi bar cerca de mi hostal/hogar de Palermo. Cuando les dije por chat a mis conocidos que había descubierto a un cabronazo llamado Roberto Fontanarrosa se burlaron de mí. “¿No conocías Al Negro?” me pendejearon.

Les regresé la mentada de madre con la valentía que adquiere una al estar en el coño sur del mundo y compré un par de libros más. Guglié su nombre con la esperanza de que el señor tuviera una presentación programada, en la que le daría a firmar mis tetas y mis libros con un “Señor Fontanarrosa, me enamoré de usted con el "puto" con el que abre su cuento de Palabras Iniciales”. Pero lo que encontré fue que La Flaca se lo estaba llevando en ese inicio del 2007, cosa que finiquitó unos 5 meses después.

Puto es no es más que una palabra. Mala palabra dicen las mentes retrógadas que intentan clasificar. Fontanarosa y su paisano Casciari escriben con muchas groserías, estilo que por supuesto me encanta y e intento copiar obscenamente.

Crecí en una familia en la que estaba prohibidísimo decir groserías. Me inculcaron que el respeto, la admiración, la inteligencia, el cariño, etcéteras están ligados a las palabras. Pero las puteadas que me ha dado la vida me han enseñado que esto no es 100% cierto. Que detrás de un pinche o un cabrona puede haber cariño o insulto por igual.

El darle la dimensión correcta a las palabras es un reto, ya que además de conocer la intención del que las dice (por su background, la intensidad de la voz, sus ojos y el momento), es necesario aceptar nuestras propias barreras y limitaciones.

Y eso es lo que más me gusta de las groserías. No crea usted que soy una pinche vulgar, corriente y poco fina porque no me ha quedado de otra. A huevo.

Supersticiosa.




- ¡Bájate putito!

Me estremecí. No sólo por el grito. También por el tono de su voz, la expresión molesta y lo repentino de la situación. Fue la primera vez que percibí violencia en él.

Llevábamos casi un mes y todo era bonito: la atracción física, los temas en común, el hecho de que me encontrara atractiva y me admirara. Todo esto era nuevo para mí. Ese día en particular caminábamos de la mano fuera de la Universidad y yo estaba platicando algo. Ni siquiera recuerdo qué. No me di cuenta de que pasó una camioneta llena de… ¿trabajadores? ¿albañiles? ¿jóvenes llenos de polvo que miraban por la ventana?. No me di cuenta que me gritaron. No me di cuenta ni qué gritaron. Lo que me despertó de mi burbuja y me hizo voltear fueron esas palabras gritadas hacia la calle:

- ¡Bájate putito!... no seas coyón pendejo, ¡BAJATE!

Atónita, vi que corrió tras del vehículo y que algunas de las personas a bordo también empezaron a gritar cosas pero no pasó a mayores. El chofer no se detuvo.

El incidente duró muy poco pero me sentí sumamente incómoda. De regreso, él caminaba furioso delante de mí. Mientras yo en silencio traté de no pensar –sin éxito- en el susto y en lo mucho que odiaba que me ignorara así. Empecé a divagar porqué no me gustaba la palabra putito, llegué a la conclusión que sonaba a cobarde. Y así me sentía yo, caminando detrás de él sin decir nada y con esa sensación de que existía una parte de él que yo no conocía. Que era capaz de pelearse a golpes con un montón de gente si alguien me decía algo… pero no preguntarme si me sentía bien. De hecho, parecía molesto conmigo.

Obviamente, todo quedó como una anécdota tonta.

Después de cinco años sigo sentándome a llorar en la misma banca, en el mismo parque. Llena de lágrimas quiero escribir una carta larga a mi misma. Quiero enlistar los sucesos tiernos y dolorosos, los plantones, las infidelidades. Quiero entender cómo todo llegó tan lejos, cómo se generó este psicótico juego en el que la violencia que observé ese día dentro de él se volvió en mi contra… Y no puedo dejar de pensar en ese día en particular. No puedo dejar de imaginar que habría sucedido si allí mismo, al hacer caso de mis supersticiosas percepciones, como el putito del camión, hubiera seguido de largo.

sábado, 6 de marzo de 2010

Separación de empleo



En una junta de trabajo, los directivos pidieron voluntarios para ir a Chicago, ya que con los recientes cambios en la economía, se había convertido en una hemorragia de presupuesto con sus sueldos altísimos, y en alguna junta durante un juego de golf, en el séptimo hoyo, alguien tomó un fuerte trago de whisky en las rocas y partiendo sus labios erradicó el futuro de quinientas almas y sus familias.

Siendo un joven ejecutivo ansioso por demostrar mi madera, rápidamente levanté la mano, con la mirada determinada y una pequeña sonrisa que he practicado frente al espejo, que demuestra una autosuficiencia y confianza en mí mismo que contradice mi edad, constante obstáculo. Me sorprendí al no ver otra mano en el aire de los 46 brazos presentes. Algunos entrecerraron los ojos intentando entender por qué me había ofrecido para semejante odisea, mientras otros se hicieron de la vista gorda, furiosamente escribiendo en sus Blackberries, como queriendo ahorcarles un cuello diminuto.

Recibí semanas de entrenamiento de recursos humanos, del departamento legal, de los gerentes, de los directivos, y presentaciónes de Powerpoint pasaron frente a mis ojos como carrusel, con los colores corporativos presentes en pequeños cuadros decorativos en la esquina inferior derecha en cada diapositiva. Me sentí como el elegido, aquel Perseo que preparaban para recuperar la cabeza de Medusa. Imaginé volviendo victorioso de aquel viaje de una semana, trayendo enormes noticias, hablando sobre cómo logre voltear completamente las actitudes de cientos de empleados que marchaban a la miseria, como en siglos atrás los ancianos hundían a las crías malformadas en gélidos ríos, trayendo paz para todos.

Conecté en Denver, me quité los zapatos y los puse en una caja, poniendo la laptop en otra. Yo me pregunto si el agente de seguridad se extrañó al verme sonriendo, tras ver tantas caras enfadadas el resto del día. "Voy a cumplir mi misión, y nada me puede detener", hubiera comentado si me hubiese preguntando, y si la declaración no me hubiera provocado un encierro de mínimo siete días sin abogado.

Instalándome en un Marriot tres estrellas, ordené cuidadosamente mis zapatos, pantalón, camisa y corbata, en el orden en el cual me los pondría. Ajusté la alarma para levantarme una hora antes, habiendo confirmado en el GPS un tiempo estimado de 22 minutos para llegar a la sede de Chicago, 45 con tráfico. Me imaginé un par de semanas después a la cabecera de la larga mesa en el salón de teleconferencias. La luz a medio ardor, e hileras de cabezas volteando en mi dirección, sonriendo en expectativa. Se prendería el enorme proyector frente a mí, y una silla alta de cuero negro giraría lentamente ciento ochenta grados, hasta que el CEO me recibiera con un afectuoso saludo, pronunciando mal mi nombre. Enlistaría mi gran valor en tiempos de adversidad, mi breve pero espectacular trayectoria, y tras tres o cuatro minutos, se disculparía por su breve intervención y se desconectaría, al mismo tiempo que elevarían las luces de la sala a su máximo nivel, y una ensordecedora ronda de aplausos me llenaría de orgullo, y por más que les dijera que pararan de aplaudir, se rehusarían, tomando turnos para darme un incómodo saludo de medio abrazo al estilo Americano, y alentándome con alguna frase corporativa genérica. Sentí un escalofrío de la emoción y me fui a dormir.

Estacionando mi Accord 2009 de renta en el estacionamiento, entré a la majestuosa sede de Chicago, en los suburbios al noroeste. Adornada en un estilo art deco, caminé por un largo pasillo hasta llegar a la oficina de unos de los directivos. Salvo por haberlo visto previamente en el directorio corporativo, jamás hubiera imaginado que era un director. Sin corbata, una barba crecida de tres días, y unos ojos rojizos delataban una persona bajo ocho kilómetros de presión marítima, a punto de colapsar. Para no sentirme incómodo, me metí a un ritmo de conversación practicada, fluyendo rápidamente y expresando mi agradecimiento tras haber sido seleccionado para la enorme oportunidad frente a mí, pero bien pude haber estado hablando del clima, o de mi familia, puesto que simplemente asintió lentamente, viendo a través de mi corbata algún punto del más allá. Ya no estaba ahí.

Me sentó en mi escritorio temporal y me pasó una serie de documentos que detallaban las diferentes olas de despidos, con el ingenioso y ambiguo título "Schedule of Separation of Employment", la cual tenía una larga lista de nombres y fechas, en las cuales habrían de correr a todos. Me explicó que varios de los empleados llevaban años trabajando en la empresa, y calificarían para un finiquito considerable, de lograr llegar hasta las fechas. De la forma más indirecta y políticamente correcta, me insinuó que era mejor encontrar motivos legalmente factibles para correrlos, y evitar dicho desembolso.

Patrullando los pasillos, estornudé constantemente por el polvo que levantaba el desmantelamiento de los cubículos, destinados a la nueva sede en algún pueblo de fanáticos de Nascar con sueldos risibles. El ambiente era tenso y amenazante. Nadie sonreía, e hice todo lo posible por no entablar una conversación con nadie, disparando mi sonrisa corporativa en ráfagas, quizá unos cuántos grados menos expresiva. Sentí navajas en mi espalda nomás pasaba las hileras, y supongo que varias veces recibí el saludo de un sólo dedo.

El primer día, logré separar tres empleos. Dos por uso de celular dentro de zona prohibida, y uno más por excederse por veinte minutos de su media hora de comida. La rutina era pedirles un minuto de su tiempo, llevarlos hasta afuera de la instalación en una sala de juntas, y una vez fuera pedirle a Seguridad que desactivara su tarjeta de acceso. En un cuarto, estaba la gerente de recursos humanos, lista para entregarles sus documentos de separación, y una extensión de su cobertura médica. Mi corazón casi estalla las tres veces, mi cuerpo disparando adrenalina como pozo petrolero, preguntándome si sabían a dónde los llevaba. Probablemente sí. Nada como caminar en silencio por un largo pasillo, un par de pasos más enfrente, mientras el condenado hace lo posible por arrastrar los pies, pensando en la conversación con su familia esa noche.

Informándole mis logros al final del día al director, en vez de darme las gracias, simplemente preguntó que si qué dijeron los empleados. Al decirle que no estuve ahí, simplemente los llevé con recursos humanos, murmulló algo que no alcancé a entender. Me sentí algo decepcionado al no recibir una felicitación, habiéndole ahorrando a la compañía un promedio de doce mil dólares por persona, calculando las antigüedades.

Al día siguiente, no logré captar ninguna violación de las políticas de la empresa. Nadie me regresó la sonrisa, pero curiosamente no sentí miradas hostiles. Listo para empezar mi día, llegúe a mi escritorio para encontrar una impresión de una foto de Hitler pegada con una tachuela en mi cubículo. Sentí como mi cara se tornó roja, pero no demostré ninguna emoción. Tranquilamente saqué mi laptop y me puse a trabajar. Decidí dejar la foto de Hitler donde estaba.

Al tercer día, no saludé a nadie, y me fui directamente a trabajar. Concluí que no lograría captar a alguien violando alguna política abiertamente, y me puse a analizar desempeños, monitoreando el flujo de trabajo. Bingo. Usando sistemas de monitoreo remoto, logré capturar varias violaciones de usos inapropiados de sistema- gente pendejeando en internet. Logré correr a dos, y una vez más volvió el orden. Tras revisar lo que probablemente fueron cientos de pantallas, no logré encontrar nada. En el estacionamiento, logré ver a un grupo de empleados reunidos, y cuando salí me voltearon a ver detenidamente. Me subí a mi carro y me fui, pero antes de entrar al hotel me aseguré de no encontrar rayaduras en la pintura.

Cuarto día. Un reporte me advirtió que un empleado no estaba en su escritorio como debía. Tras buscar por los pasillos, me lo encontré hablando en la cafetería por celular. Sostenía una conversación emotiva, y su voz desquebrajada indicaba mucha angustia. Interrumpí tosiendo levemente detrás de él, y al voltear, le indiqué que debería estar en su escritorio trabajando. Tras avisar que regresaría la llamada, se paró, y viéndome directamente a los ojos, me preguntó, "¿Qué me vas a hacer? ¿Correrme? De todas formas me van a correr en dos semanas." Quisiera haber reaccionado con mi rápido y entrenado léxico corporativo, pero me averguenzo al aceptar que no encontré las palabras adecuadas, y sentí que no era prudente agitarlo. Recursos humanos procesó su separación por insubordinación.

Esa noche, no pude dormir. Me desperté jurando que alguien estaba tocando la puerta. Puse la cadena y me asomé, pero los largos pasillos del Marriot estaban vacíos. Me entraron unas enormes ansias por fumar. En vez de bajar al estacionamiento, abrí la ventana, dejando entrar el frío aire, y pegué unas pocas fumadas antes de aventar el cigarro desde el séptimo piso, perdiéndose en la nieve.

El quinto día, decidí no buscar motivos por separar a nadie. Llegué con ropa semi-casual, como era costumbre los viernes, y me puse a trabajar en unos reportes. No accesé el monitor de empleado alguno, ni me molesté en revisar si todos estaban trabajando. Vagué por los pasillos un rato como fantasma. Todos ya sabían mi propósito, pero me habían aceptado como alguien acepta que las alcantarillas lleven ratas y los inviernos traigan cerros de nieve que cubren sus casas. Viendo el directorio corporativo, me puse por primera vez a ver las caras de los empleados. Caras felices y sonrientes, algunos con corbata desde el primer día, listos para trabajar, para forjar amistades, y para alimentar a sus familias. Para pagar la colegiatura de sus hijos, para comprar un segundo carro para sus esposos y esposas, para pagar la hipoteca de sus casas, para juntar fondos de retiro. Para tener seguro médico, para comprar las pastillas de sus hijos paraplégicos. Para alimentar su alcoholismo, para comprar más drogas antidepresivas, para ahorrar para un viaje a Europa. Para viajar, para escapar de la realidad, para vivir una vida plena. Para alcanzar la felicidad.

En la cafetería, me topé con un hombre cuyo chocolate se había atorado en una de las máquinas. Golpeaba el vidrio e intentó moverla, pero al verme acercarme, desistió inmediatamente y se dio por vencido. Mientras se iba yendo, le dije que se esperara. Compré el mismo chocolate, y la máquina escupió por fin el mío y el suyo. Le di su chocolate, estirando mi primer sonrisa en días, una sonrisa genuina, lejos de mi sonrisa practicada. Y el también sonrió, y me dio las gracias.

Fui a la oficina del director, pero se había ido a mediodía. El no perdería su trabajo, pero tendría que irse al pueblo rural, de menos de 25,000 habitantes. Dejé mi reporte en su escritorio, y salí a comer, atragantándome con un steak y camarones scampi, asegurándome de conservar mi recibo.

Al final del día, moría por regresar a Phoenix. Me sentí como un completo extraño, y entendí por qué mis compañeros con más experiencia se rehusaron a participar. Quise imaginar aquella conversación en el campo de golf, entre presidentes y vicepresidentes, entre accionistas y ancianos multimillonarios. Quise imaginar el preciso momento en el cual un grupo de contadores analizaron una hoja de Excel, y en vez de ver números negros, los vieron rojos.

Regresando a la oficina, decidí empacar e irme temprano también. Mi trabajo había terminado. En vez de sentir una enorme satisfacción, me sentí completamente vacío, sabiendo que bien no había sido necesario separar a los empleados de esa semana. Cierto, a las pocas semanas sus empleos se cerrarían y desmantelarían el resto de los cubículos, pero bien unas pocas semanas de sueldo podrían hacer una gran diferencia.

Empacando mi laptop, guardé unos cuántos documentos y trituré otros pocos. De pronto, me percaté de algo: ya no estaba la impresión de Hitler. ¿El hombre del chocolate? Sonreí y me fui en mi carro rentado, y no me molesté en revisar la pintura del carro.

En mi vuelo de regreso, no encontré las palabras que pensé que fluirían al llegar a la oficina al siguiente lunes. ¿Cómo estuvo? Me preguntarían. Viendo las gruesas nubes por la ventana, sentí un alivio al dejar la blanca ciudad de Chicago. Sentí también un alivio al saber que no me esperaba un Nazi en la oficina en Phoenix. En saber que al volar acumulaba millas para más viajes y premios. Al saber que habría comida en mi casa, y gasolina en mi carro. Atrás quedaron mis ilusiones de grandeza al ser el filoso joven ejecutivo, capaz de cumplir cualquier cometido, y de demostrar lo atrevido y objetivo que soy.

Simplemente, aunque lejos de tener el trabajo de mis sueños, es el trabajo que me permite crecer, aprender, y a la vez, soñar. Y ése es un lujo que por lo menos quinientos quisieran.
Blogalaxia