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domingo, 1 de noviembre de 2009

Instrucciones Precisas (3/5)


-No soy tu payaso -respondió el Presidente a la orden.

-Claro que lo eres -le dijo Rod, jugando con el libro del abuelo en las manos, recorriendo las páginas sin buscar en nada particular. Ya llevaba años estudiándolo. En ese tiempo, había dejado que las cosas corrieran de modo normal, pidiendo pequeñas cosas, algo de dinero y estudiando el libro. Sobre todo el estudio. Lisa había resultado una valiosa aliada y cuando Rod empezó a "jugar de manera inteligente", ella respondió mucho mejor de lo que él creía capaz.

Sabía que no había ser humano en el país que pudiera tocarlo. Mucho menos matarlo. Y aún si alguno de ellos lo intentaba, bastaba con tronar los dedos para que un rayo del cielo cayera y destruyera al hombre que intentara desafiarlo.

También sabía, conforme leyó el libro, que formaba parte de un juego cuyos alcances no reconocía aún, y sólo podía adivinar conforme a la práctica. Restaba descubrir todo lo que la intuición no podía responder: Exactamente, ¿qué era Rod? Porque no pensaba que fuera un humano común y corriente, sin embargo, tampoco podía ser un dios. Un dios no tendría como límite territorial uno o varios países. Si era un extraterrestre, su cuerpo hacía todo lo posible por esconderlo. Si había un juego de por medio, debía haber un árbitro, debía haber espectadores, debía haber una serie de reglas que nadie se había molestado en enseñarle aún. Necesitaba saber por qué.

Así que decidió hacer lo único que pensó podría darle respuestas: Ganarse los otros territorios.

Si lograba conquistar los otros territorios, entonces... alguien tendría que bajar del cielo, o aparecer de algún infierno, y felicitarlo. ¿No eran así los juegos? ¿Los deportes... humanos? Juegos divinales, cuyo premio es la verdad al final del camino. Sonreía cada vez que agregaba "humanos" a sus pensamientos. Poco a poco, Rod pensaba en sí mismo como una especie de ser omnipotente, aún cuando distaba mucho de serlo.

-No puedo hacer eso... habrá consecuencias... internacionalmente hablando.

-Puedo tronar los dedos hasta que venga un presidente que obedezca. Si obedeces, y no rechistas una vez más, serás bien recompensado.

El silencio que siguió a sus padres después de recibir el libro se solucionó unos días después, cuando Rod descubrió que estaban intentando matarlo. Lo estaban envenenando, primero con dosis pequeñas, hasta que llegaron a utilizar dosis ridículas y que ya no se molestaban en esconder. Para Rod aún es un misterio que el veneno no funcionara en su cuerpo.

Un día, su padre no soportó más y trató de acuchillarlo. Instantáneamente, un rayo cayó del cielo y lo evaporó. No sólo eso: el cuchillo tocó a Rod y no pasó nada. Negó por completo la acción de su padre. Su madre rompió en lágrimas, mientras que Rod llamó a Lisa para que hiciera los arreglos. Esperaba que algo así sucediera y entendió todas aquellas miradas recelosas, envidiosas, que se posaron sobre él en el funeral. Había reglas naturales que lo protegían, o tal vez, reglas de azar. Su abuelo no explicaba esto en el libro, sólo pequeñas cositas... por ejemplo: No intentes nada estúpido, al final eres humano. Su madre simplemente, le susurró que era una aberración y él prefirió abandonar la casa al día siguiente.

Preparó una cuenta de banco y una casa de retiro para su madre. Era lo menos que podía hacer.

Sabía que esta inmunidad sobrenatural lo abandonaría tan pronto él entrara en territorio ajeno. Eso, al menos, estaba explicado en el libro y de ahí supuso que la regla hacía tan difícil que "los otros" tomaran el territorio. La red de comunicación, en su caso, Lisa, avisaría tan pronto el oponente entrara en el país y viceversa. Lisa tenía la obligación de comunicar al asistente del dueño de otro país si Rod entraba en este. El entrar al país de otro, era pedir la muerte y regalar el juego. Pero había una oportunidad.

-Pido protección, y necesito saber si la conclusión de esto involucra que yo pierda mi puesto. En ese caso, me gustaría que me remuneraras... mucho, de ser posible.

-Lo haré. Te daré una fortuna que no te la gastarás en esta vida.

-Obviamente, ya tengo mucho dinero... pero... quiero saber si cuento con el suficiente para protegerme... después de esto, será imposible que mi vida no peligre. No importa cuanto dinero tenga.

-Claro que tu vida peligrará, pero no te preocupes... Te cuidaré bien -dijo Rod, prendió un cigarro, de la forma que hacía el abuelo y fumó. Alzó las piernas en un escritorio, la oficina estaba a oscuras, a través de la ventana, se podía ver la noche. La torre latinoamericana sobresalía entre algunos edificios. Fue cuando entendió, que muy dentro de sí, siempre aspiró al caos.

-Esta bien. Entonces seguiré el curso de acción. Buenas noches, mi familia me espera para cenar. Tal vez sea nuestra última cena tranquila.

-Provechito -dijo Rod, y colgó el teléfono. Se fumó el cigarro en silencio. Pensó en llamar al Presidente y pedirle que le contara un chiste, sólo para demostrar que sí era su payaso, pero contuvo las ganas. Quedaba todavía mucho por planear. El inicio, exigía rendir el país temporalmente y no tendría influencia sobre nadie, más que algunos grupos muy reducidos. El control de estos grupos sería vital como un escudo, y para mantener el flujo de información activo. Sólo podría depender de su ... supuesta inmortalidad, para que no lo mataran en medio del caos.

Vivir de otra forma sería aburrido, pensó Rod, aún a tiempo de negarlo todo y con el poder que le dieron, esta parecía la única forma de no aburrirse. No aburrirse, era la idea central. Eso, y buscar respuestas, pensó otra voz en su cabeza. Encontrar respuestas que posiblemente su abuelo, ni siquiera se había molestado en buscar y por eso no estaban escritas. Era muy probable que eso estuviera buscando él cuando le cedió el control, alguien que tuviera el valor de hacerlo.

Levantó el teléfono, llamó a Lisa y le dio la instrucción-: Es hora de empezar Lisa. Hagamos que México sea Tierra de Nadie.

-...está bien Rod... por si acaso, fue un placer trabajar contigo.

viernes, 30 de octubre de 2009

Cachacuaz encorbatado



Todos los que trabajamos nos prostituimos. Nos transformamos en patéticos payasos de un circo cruel. Uno es capaz de innombrables humillaciones con tal de asegurar su recibo azul de nómina y libramos todos los días una batalla a brazo partido para no abandonar el paraíso clasemediero.

Nuestra vocación de prostituirnos en cada jornada laboral tiene infinitas formas y manifestaciones, pero sólo un símbolo permanente capaz de transformarnos en solemnes cachacuaces: la corbata. En esta redacción portar una corbata significa tener la marca de la bestia. El equivalente a ser una res marcada con un hierro ardiente que certifique su pertenencia al hato. Es el salvoconducto hacia la esclavitud. La corbata es una horca eterna y nosotros unos condenados a los que ni la muerte es capaz de redimir. La corbata está aquí, omnipresente, lastimando mi cuello, haciéndome ver ridículo, clasemediero, payaso, prostituto. Un hombre que es capaz de amararse en su cuello un pedazo de tela que odia, es más decadente que quien abre el culo por una morralla miserable.

¿Para qué diablos sirven las corbatas? ¿Quién dijo que son sinónimo de elegancia? Sí, ya se que tienen su origen en el ejército croata. Pueden contarme la historia que sea. A mi no me sirven de un carajo.

Y aquí va una confesión sobre una de mis pequeñas rebeliones que aún tienen vivo su espíritu: jamás en la mi vida me he comprado una corbata. Jamás me compraré una. De mi cartera nunca saldrá un solo centavo para pagar por un repugnante pedazo de trapo destinado a estrangularme. Las corbatas que tengo, que son muy pocas, me las han regalado. Yo no he comprado una y aquí lo firmo: Jamás compraré una. De esta agua sí que no beberé.

Y aún hay más. No sólo nunca he comprado una corbata, sino que ni siquiera se cómo hacer el nudo, y lo que es peor: no tengo la más mínima intención de aprender. Tengo un par de corbatas con el nudo hecho guardadas en el cajón de mi escritorio entre libros y periódicos viejos. Son corbatas sin chiste alguno. La que más uso es gris. Me la pongo al llegar a la oficina y me la quito al salir a la calle. Casi todos hacemos lo mismo. No quiero una corbata nueva. No quiero cambiar de corbata. Me conformo con la que tengo. Me sirve para el único fin utilitario que tiene en mi vida: que los que me pagan vean que traigo corbata y certifiquen que estoy lo suficientemente prostituido por el sistema. La corbata me acredita como un solemne payaso de su circo. De ahí en fuera no me sirve de nada más. Así que nada importa si es la misma todos los días o si está cochina, rebosante de costras de comida y lamprones de cerveza. Mejor aún. Así mi aberración total por la prenda y lo que significa queda de manifiesto. Esta pequeña rebelión es un rinconcito de dignidad. Una forma de certificar que todavía no estoy tan vendido al sistema. Soy un payaso, sí, pero aún queda una mínima dosis de orgullo paseando por ahí. Sí, ya me han llamado mil veces adolescente retardado y promotor de rebeldías babosas e infantiles. Pueden ir sin escalas a chapotear en la mierda. Si ser adulto significa ser un servil payaso encorbatado, me niego a serlo. Sí, ya se que ya estoy muy grande para ciertas pendejadas. Mucha gente predijo que a cierta edad “maduraría”, pero la madurez no ha llegado y qué bueno. Según ciertas personas, para este entonces habría olvidado ciertos gustos musicales y literarios y me habría vuelto católico por conveniencia y comodidad social.

Y miren nada más. Cada día siento más placer cuando blasfemo contra todos los dioses monoteístas y sus iglesias. La idea de morir antes de los 30 años todavía me atrae demasiado y no descarto que mi suicidio sea antecedido de un arrebato al estilo del Eróstrato de Sartre. Si alguna vez dejo de depender de las cadenas esclavizantes de una nómina, mi pelo volverá a crecer sin límites, volveré a agujerar las superficies perforables de mi cuerpo y adornaré mi piel con más tatuajes. ¿Quién chingados tiene el derecho de impedirme un placer tan banal? DSB


P.D.- Epílogo, una década después- Este visceral berrinche lo vomité hace casi diez años para mi columna “Lucrecia mi reflexión” en la revista regia “Común” que dirige mi compa Jopyrrako Montero. En aquel entonces yo integraba el staff fundador de un periódico con ridículos sueños de grandeza, que aspiraba a ser Le Monde o el New York Times del Noroeste. Para ellos, la grandeza periodística se reflejaba en la formalidad de sus reporteros, por lo que era requisito indispensable usar corbata para trabajar. Tijuana no es el DF y en este fronterizo paraíso de la informalidad, los tipos entacuchados son aves muy raras. A ello hay que sumar que los tundeteclas siempre hemos sido por naturaleza fachosos y mal vestidos. Nuestras combinaciones eran realmente patéticas. Los reporteros de Frontera éramos reconocidos por ser unos tipos con una corbata de Mickey o el Diablo de Tasmania mal amarrada a una camisa de manga corta. Con los años la grandilocuencia de ese periódico se relajó y la corbata dejó de ser obligatoria (también el periódico dejó de soñar con ser grande y hoy en día es una gaceta de 28 páginas que trabaja con menos de la sexta parte de la nómina que alguna vez llegó a tener y paga sueldos de maquiladora). Los años han pasado, pero la verdad es que pocas cosas han cambiado. Aquí va una lista más o menos actualizada del estado actual de mis circunstancias:

-En mi actual empleo no utilizo corbata.
- Diez años después sigo sin comprar la primera corbata de mi vida. Aún no he gastado un centavo en esa prenda.
-Diez años después, aún no se cómo carajos se hace un nudo de corbata. Las poquísimas veces que he tenido que utilizar alguna en los últimos cinco años, me han ayudado a amarrarla.
- La última vez que utilicé corbata fue en abril de este año durante una gira de trabajo por China donde la etiqueta y el protocolo fueron rigurosos. Confieso que me tuvieron que ayudar a hacer los nudos.
- Cumplí 30 años y no me suicidé.
-Sigo experimentando placer al blasfermar contra el monoteísmo.
-Mi pelo ha crecido y ha sido rapado unas cuantas veces.
- No he vuelto a perforarme, pero sí a tatuarme. El último tatuaje, por cierto, me lo hizo mi madre.


jueves, 29 de octubre de 2009

Tres muertos y una obviedad



Hay 3 escritores a quienes les debo el entendimiento torcido que tengo del humor en literatura.

1. Marco Aurelio Almazán.

Mi mamá era fan y coleccionaba los libros de editorial Jus que compendiaban los artículos de Almazán. Escribia un humor muy blanco, casi albeante y lo descubrí cuando apenas había pasado media década de que yo superara a los “Clasicos Juveniles Ilustrados” y me adentrara en las obras no digeridas para mocosos. Fue el primer humorista que leí y me pareció muy bueno. Esa apreciación se debía en parte a mi inexperiencia leyendo textos de humor que no consistieran en puros chistes facilones y en parte por que Marco Aurelio Almazán tenía que hacer circo, maroma y teatro para superar las cláusulas contraproducentes de una ley de imprenta, añeja y victoriana, que prohibía a cualquiera en México publicar palabras como “culo” que a mi me suena muy clara, sencilla, breve y contundente para reemplazarlas por frases como “donde la espalda pierde su casto nombre”.

Había muchos libros de Marco Aurelio Almazán en el librero de mi mamá pero mis preferidos eran dos y fueron mis primeras aproximaciones a la parodia. Uno se llama “Una vuelta al mundo con 80 tías” y el otro “Episodios Nacionales en Salsa Verde”. Con el primero tomé gustó por la geografía y con el segundo por la historia de México que son dos materias que ahora domino bien y que yo creo que no me habrían interesado más allá del requisito académico si no fuera por Almazán.

Así que cuando alguien me dice que el humor es irrelevante y no sirve para nada suelo darle una patada ahí mero “donde la espalda pierde su casto nombre” en honor a Almazán.

2. Álvaro de Laiglesia

También de él había varios libros en la casa paterna pero esos los leí hasta que pude alcanzar los anaqueles altos sin tirarme el librero encima. Yo creo que mis papás, que tenían unas ideas muy raras que compartían con los censores de Oficina de Cinematografía gubernamental echeverrista, han de haber pensado que Alvaro de la Iglesia no era “adecuado” para su criatura y los pusieron en sitios inaccesibles.

De los textos de Alvaro de la Iglesia que me acuerdo más hay uno que trataba de unos bebés... o proyectos de bebé. Viajaban en un avión del Cielo a la Tierra para ocupar los cuerpos de los que estaban por nacer. Durante el viaje hacían reflexiones sobre la vida que les esperaba: un par se enamora y hace planes para reencontrarse en el futuro y casarse y etcétera, otro se quejaba amargamente de la monserga que tenía por delante pues la vida la vislumbraba como una larga suma de períodos interrumpidos sólo para lavarse los dientes y cagar. Antes de arribar a sus destinos, el encargado no deja salir a uno del avión (creo que saltaban en paracaídas) pues su madre había conseguido abortar el embarazo a último momento. El aspirante a recién nacido, que era el más entusiasmado de todo el grupo, se encabrona, echa espumarajos y se queda cómicamente amargado por ser el único al que se le negó el chance de nacer.

Ignoro si el texto es proderecho a abortar o no, pero su ambigüedad no la veo como defecto, al contrario; en estos días de estridentismo turulato proveniente de ambas trincheras del conflicto, se me hace refrescante.

Un buen día voy a sacar copias a ese texto y lo voy a repartir a los asistentes de algún mitin convocado por el sr. Serrano Limón y Provida. A ver si así se les quita tanta solemnidad execrable.

3. Jorge Ibargüengoitia

Este encabeza mi lista de autores que escriben en “guanajuatense distritofederalizado”. Entre las cosas que agradezco de la extinta Compañía de Luz y Fuerza es que mi papá, que chambeó ahí, tuvo de colega a un sobrino de Jorge Ibargüengoitia que le prestó sus libros. Yo, atraído por las acuarelas de Joy Laville en las portadas de las ediciones de Joaquin Mortiz, le apañé los préstamos a mi papá. La primera vez que lo leí me imaginaba a un señor que sentado ante la máquina de escribir, pensaba “esto que voy a decir ¿cómo le hago para que suene chistoso?”. Con las siguientes relecturas me quedó claro que así no era. Luego, en una entrevista setentera que Aurelio Asian le hizo a Jorge Ibargüengoitia hallé unos párrafos donde deja claro qué es el humor (el énfasis es mío):
El humor es algo que yo, francamente, no sé qué es. El termino “comedia”, por ejemplo, significa algo muy concreto:se trata de una visión parcial de las cosas, de ver la realidad en un sesgo en el que todo es un poco grotesco y presentarlo como tal. La comedia supone una simpatía del escritor con el personaje. La sátira es otra cosa: el escritor odia al personaje y lo presenta como una piltrafa. Pero el humorismo no sé qué es. Un señor que hace chistes no me interesa. Sé que ciertas cosas son chistosas, y puedo hacer chistes, pero no me parece que la risa tenga ninguna virtud ni que sea una ventaja. Lo que a mí me interesa es presentar la realidad y si la presentación puede ser chistosa está muy bien. Pero hacer un chiste de algo que no es chistoso me parece grotesco. La muerte de alguien, la muerte de un canalla por ejemplo, puede ser la cosa más chistosa del mundo. Pero en el momento en que la presentas así pierdes una perspectiva, la escena queda fuera de su dimensión particular.

Pero como se supone que soy un escritor chistoso, hay gente que se ríe de cosas que no tienen ningún chiste. En Las muertas, por ejemplo, hay ciertas situaciones que a muchos les dan risa. Hace unos días me hizo una entrevista Jorge Saldaña y según él le daba una risa tremenda que a una persona la plancharan. A mí no, francamente. Que alguien crea que se puede curar a una persona planchándola puede ser ridículo, pero la situación no deja de ser terrible, porque están matando a alguien. Es grotesco, pero no tiene por qué dar risa: no es una situación cómica ni un chiste. Hay miles de cosas grotescas que no son chistosas. Si el Presidente de la República se va a sentar en una silla, alguien le quita la silla y se sienta en el vacío, ha de ser chistosísimo (a mí me encantaría estar presente); pero si en cambio se trata de un elevador que no está, y se abre la puerta y el señor Presidente se va al hoyo, la cosa toma otra dimensión.

Yo creo que he sido un escritor cómico, pero no soy burlón. La burla supone algo de odio o de crueldad, o de desprecio. Generalmente trato de escribir sobre algo que me produce cierta simpatía. En Las muertas, por ejemplo, aparecen las hermanas Baladro, que son unas madrotas. Estas señoras, a pesar de lo que hayan hecho, tienen que tener una vida personal que sea simpática, porque no es posible vivir sin producirle simpatía a alguien. Siempre hay algún momento de ternura o de pasión interesante, o de otras cosas. Pero todo tiene que estar justificado, tiene que haber un equilibrio. Supongo que nadie en el mundo es totalmente despreciable y si tomo un personaje lo que me interesa es justificarlo. Por eso no creo en la burla.
Aunque sea fan no estoy de acuerdo con Ibargüengoitia. La risa sí tiene una ventaja (de hecho ese es el punto de discusión entre Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos en El Nombre de la Rosa). Sirve para ver las cosas sin el peso innecesario de la solemnidad y, desde mi punto de vista, eso le quita lo empañado a la visión de uno. Las figuras de autoridad innecesarias se derrumban con un poco de ridículo con buen tino.

No obstante, hay algo que yo procuro imitar de Ibargüengoitia y radica en la siguiente frase:
Si no voy a conmover a las masas, ni a obrar maravillas, me conviene bajar un escalón y pensar que si no voy a cambiar al mundo, cuando menos puedo demostrar que no todo aquí es drama.
Han desfilado por mi mesa de lectura otros, pero esos tres que menciono son los que más he leído y con los primeros que habría que irse a quejar por la manera en la que junto las frases en mi blog, aquí y en otros lados donde tienen la ocurrencia de invitarme a escribir. Lo malo es que los tres están muertos, así que a los inconformes les recuerdo una obviedad que quizá hayan pasado por alto debido a la ofuscación que les provocan mis bostas: ya se chingaron.

El chinito.


Me invitaron a una fiesta a la que es obligatorio ir disfrazado. No voy a ir.
Casi siempre, el primero en reírse de mí mismo soy yo. Y cuando alguien se ríe de mí, no pasa gran cosa.
Pese a que parezca que no tengo sentido del ridículo, pues sí lo tengo sólo que a veces pues... eh... este... uno cae (como en el 97.4% de mis posts)
Sin embargo hay niveles y si de algo estoy seguro es que eso de disfrazarme no es para mí.

Seguramente todo esto viene, como siempre, de algún trauma infantil que en esta ocasión es real.
Al estar en primero de primaria, en donde cada mes hay un festival de algo, a la maestra se le ocurrió hacer una representación con algunos niños representando países del mundo.

Fue un casting impecable: el niño güerito era el gringo, el pelirrojo sería el alemán, el morenito fue el africano, el desmadroso del salón interpretaría a México, a una niña rubia le fue asignado el papel de holandesa y así se fueron con casi todos.
Mientras, yo respiraba tranquilo, ya habían escogido al italiano y al suizo, donde podría dar el ancho. Ejem, ejem.
Pero no. La maestra me observó, entrecerró los ojos me escudriñó detenidamente y casi gritó aliviada: -¡Ya tenemos al chinito!

Obviamente toda la bola de mini traidores soltaron las carcajadas y a mi no me quedó de otra que enojarme un poco e ir con la maestra a solas para explicarle que había otro compañerito con los ojos más rasgados que yo y que además estaba gordo y lo podían vestir de peleador de sumo.
Pero me ignoró y a la salida le comunicó a mi madre la nueva misión de su vástago.
Mi mamá es muy lista y me conoce, así que le dijo a la maestra que no tenía con qué disfrazarme de oriental, la astuta profesora le contestó que la mamá de una compañerita tenía no sé por qué muchos disfraces y que seguramente tenía uno para mí.
Y sí, lo tenía.

Me sentía sin escapatoria, llegó el disfraz y era como una de esas batas que usaba Mauricio Garcés en su departamento de soltero. Me lo puse, seguramente mi mamá se aguantó la risa, y dijo que sólo me faltaba el sombrero, que ella misma fabricó con cartón.
A la mañana del festival, ya enfundado en mi papel de Kabe-San, mi mamá que es una sabia, me dio el toque final y me dibujó unos bigotes estilo mandarín.
El daño estaba hecho.

Llegué a la escuela y fui la sensación, todas las mamás me tomaban fotos. Pero mis compañeros se reían de mí. Si hubiera ido de payaso sería menos gracioso.
El acto en el que participaríamos era simple, formábamos un círculo, un niño (el que mejor leía en ese entonces) leía un texto y cada vez que nombraba un país, el niño o niña en cuestión daba un paso al frente.
Ya entrados en gastos y ridículos, en mi turno di el paso, alcé mis dedos índices a la altura de mi pecho e hice una reverencia, como según yo, hacían los chinos que veía en la tele.
Creo que ha sido la vez que más me han aplaudido en mi vida.

Con esto amortigué un poco la burla colectiva, pero lo que ya me urgía era largarme de ahí y quitarme el disfraz de hijastro de Lyn May.


P.D. Muchos años después, una chava que me gustaba mucho, me invitó a una fiesta de disfraces.
Era difícil negarse, era la mejor invitación que había tenido hasta entonces.
Me explicó que la temática de la fiesta eran disfraces de extraterrestres. Osea, más ridículo aún. Pero mi sagaz mente actuó y le dije: ¡Ah, ya sé! ¡me pongo un traje, me echo talco en el pelo y decimos que soy Jaime Maussan!
Creo que me desinvitó porque ya no me dijo nada.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Dicen que soy un payaso….



A pesar de la idea que muchos tienen de mí, nunca me he considerado gracioso; no en el sentido de contar chistes (soy malísimo) o hacer comedia física. Aun así, la mayoría de mis amigos me encuentran “divertido”. La primera explicación que me viene a la mente es que poseo la impecable habilidad para reírme de mí mismo. Desde hace muchos años, mi lema en la vida es: “Aquel que se toma demasiado en serio, esta condenado a que los demás se rían de él.” Es por eso que soy la primera persona en señalar mi propia estupidez. Eso, aquí y en china, se presta para mucha comedia, voluntaria e involuntaria.

Desde un principio, casi todo lo que he escrito en mi blog (y aquí) es malinterpretado por el pequeño pero insalvable foso que representa la dificultad de transmitir el tono de lo que se quiere decir al escribir. Si de algo se ríen mis amigos, es el tono de total seriedad y convencimiento con el que digo barbaridades y viceversa; el desenfado con el que abordo cosas realmente serias. Es esa incongruencia inconfundible lo que me hace gracioso en persona, y que al fallar al transmitirse en un escrito, me convierte en un mamonazo ególatra, misógino y amargado en Internet.

Pero me apego a lo que decía Erasmo de Rotterdam: “Reírse de todo es propio de tontos, pero no reírse de nada lo es de estúpidos.” De ahí que casi todo lo que escribo es, de una forma u otra, una burla. Una burla infantil si quieren, pero al final sincera, y sobre todo, una burla mí mismo. Supongo que es por eso que mucha gente por aquí me considera un bufón, que según Wikipedia es:

“Los bufones […] mayormente solían ser gente con unas características físicas fuera de lo habitual: jorobados, enanos, etc, y se solían reír más de sus defectos que de sus chistes.”

Si nos apegamos a la última parte de la descripción, no andan tan equivocados. Como dije al principio, no recuerdo cuando fue la última vez que conté un chiste, so, en todo caso la gente se entretiene con mi defectuosa forma de ver y representar las cosas. Esto no me incomoda en ninguna manera. Cuando escribo, lo único que me interesa es entretenerme a mí mismo; siempre, al terminar de escribir algo, lo releo un par de veces, no para buscar errores o mejorarlo, lo hago solamente para ver si, de haberlo escrito otra persona, me entretendría. Si no es así, simplemente lo guardo y ya. Ojo, esto no significa que todo lo que escribo sea bueno, no, sólo significa que me entretengo con casi cualquier cosa.

Al final –y se que los anónimos no me defraudaran- dirán en los comentarios “Diviértenos bufón” a lo que yo respondo: Por supuesto, siempre y cuando les diviertan las mismas cosas que a mí.

Lo cual, por otro lado, hablaría muy mal de ustedes.


…pero que le voy a hacer
uno no es lo que quiere
sino lo que puede ser.


martes, 27 de octubre de 2009

¿Somos tus payasos, o qué?



Así que muy serio y formal él, nomás se pitorreó de nosotros.




El video es de abril de 2006, cuando el tipo estaba en campaña.

¿Ya te cargó el payaso?



Soy quiropráctico como quien es dentista, cardiólogo, psiquiatra o cirujano plástico. Lo soy con tantísimo orgullo en un país de personas lesionadas en músculos, ligamentos y huesos. Gente gorda, cuyo sobrepeso termina por fincarles achaques en los cimientos fundamentales de sus cuerpos y articulaciones. Albañiles – los menos, pues mi prestigio es difícil de costear – que han cargado demasiados bloques, cubetas con mezcla, carretas de arena, de grava, hasta ricachones doblados por el peso algún televisor de cincuenta pulgadas, e incluso gandallas que no pudieron realizar suertes de bailongo con su gordita y fichera favorita.

Pienso en el devenir de esta ciudad, de Tijuana, y recuerdo cuando alguna vez quise estudiar filosofía, quise también ser sociólogo, luego psicólogo, y al final me conformé con ser quiropráctico, para quedarme con los pacientes de mi madre, que en realidad era más masajista que otra cosa. Masajista redimida, además, si saben a lo que me refiero. Si pienso en el devenir de Tijuana, pienso entonces en mi devenir, en como me volví quiropráctico, y como torcí mi camino para terminar resignado donde ahora estoy. Al principio despertaba frustrado y me dirigía a mi consultorio encabronado con la vida, enojado con casi todo. Con el tiempo entendí que algo se había perdido, y lo que no, debía perderlo cuanto antes. El perder me ayudó a ganarme y situarme en el aquí y ahora, concepto que adquirí después de simplificar mis criterios ontológicos y filosóficos a motivos más populares, a significados que podía comprar en cualquier librería Sanborns.

El paso del tiempo me cambió, pero también trastocó la clientela (y no me atrevo a decir o utilizar “mi" clientela, pues mi desapego es grande e iluminado). Y no voy a dorar ninguna píldora hablándoles de clientela oscura, o ni siquiera bizarra, ni de esos estereotipos que la gente de fuera imagina deambulando en esta ciudad. Basta decir que la gente cambió, y eso también es devenir. Todos pueden farfullar y presumir que Tijuana ha cambiado, y lo presumen desde su perspectiva personal y, más que nada, profesional. Hasta un jodido taxista deja callada a la concurrencia cuando se le ocurre hablar de sus días en los bulevares tijuanense para mencionar y maldecir del tráfico, de cómo los sinaloenses han jodido todo y que hasta los chilangos exiliados manejan espantosamente entre lo que alguna vez fue un clima cordial de automovilistas locales. Por supuesto yo también puedo llenarme la garganta de historias tijuanenses y recitarlas desde mi parapeto quiropráctico: a veces me apasiono tanto ladrando esas diatribas, que mis amigos bromean y me dicen que si yo fuera director de seguridad pública y también quiropráctico, enderezaría y aliviaría la columna vertebral social de esta ciudad.

Pero mis discursos son únicamente teoría, y en mi profesión, y en la medicina en general, es menester coleccionar casos clínicos y asuntos concretos. Lo clínico es percibir, y en esta ciudad en particular, es lo único que nos queda. El tipo de personas que cohabitan alrededor mio son meramente actores, víctimas, y espectadores. Por supuesto, la ciencia y el estilo estriba en convertirse en espectador; ello es elegancia y salud mental, y cuando pienso en eso imagino un consultorio Feng Shui, u oriental homeopático estilo San Francisco, y no mi consultorio al fondo de un pasillo en uno de los edificios más viejos de Tijuana ubicado en la calle Séptima y Niños Héroes. (Mi vecino es un psicólogo que sufre de una gravísima contractura muscular).

Uno de mis casos clínicos recientes apareció hace un mes cuando un hombre se presentó sin cita previa, y con tan buena suerte que me halló sin paciente, para decirme a rajatabla que su espalda estaba a punto de quebrarse. Le dije a mi asistente que nos dejara y le pedí al tipo que se quitara la camisa. Lo giré y me hallé con una espalda fortísima. Quien sabe si bella, pero en extremo fuerte y sólida. Un rombo. Sus trapecios eran magníficos, el acromion resaltaba enérgicamente, y los dorsales y mayores amenazaban con desplegarse como alas gruesas, o como un caparazón de carne. Revisé las apófisis espinosas, la lumbar y la sacra, pero me hallé que el verdadero problema estaba en el triangulo lumbar, que aparecía inflamado, como si fuera por fin a reventarse. Se lo dije y asintió. Asintió sin amargura, y supe que aún no me decía todo, y sin dejar de asentir se desabrochó los pantalones y me mostró, en el bajo vientre, una de las hernias inguinales más repugnantes que he visto en mi vida. Pero que jodidos le ha pasado, exclamé. Y me lo contó.

Lo de la espalda era un achaque relativamente viejo. Digamos que cargo gente, en peso muerto, me dijo; soy como muertero, alguien que tiene que mover cadáveres de un lado a otro, bajarlos por escaleras, subirlos a vehículos, meterlos a contenedores, acomodarlos dentro de ellos. Un trabajo difícil que jamás acaba, cuya demanda se ha disparado, y bueno, me pagan bien. A veces yo solo me encargo de bajar ocho, diez, doce cuerpos de una camioneta para dejarlos en lugares que no tiene caso contarle, y aunque mis compañeros pudieran ayudarme a ellos no les pagan para cargar nada, y los muy cabrones pueden contemplarme indiferentes e incluso enojados si me retraso.

Asentí. Le dije por supuesto que tenía que dejar de hacerlo. Lo que no me quedaba claro era la hernia que le colgaba de los huevos. Hábleme de la hernia, caballero, le dije.

Hace menos de una semana cumplió años mi hijo, doctor – comenzó – y yo le preparé una de esas fiestas donde se arroja todo por la ventana: contraté taqueros, hubo hot dogs, caramelos y frutas en salsa de chocolate, brincolines, juegos, un pony, y regalos caros para concursos infantiles. La fiesta era envidiable e invitamos a todos nuestros conocidos, incluso los compañeros de la escuela de mi niño. De esos cabroncitos no fue alguno; supongo que la reputación de mi trabajo es demasiado notoria y no los culpo. A lo que voy es que me disfracé de payaso, doctor, y viera usted que lindo se veía mi hijo riéndose de mis tonterías, que hasta yo me sentí mejor, menos estresado, menos adolorido de la espalda, menos matón y digno de él, de sus manitas, de su cuerpito y su carita. Yo parecía un payaso cansado, a decir verdad. Mi mujer me maquilló y no fue difícil: Incluso hasta la nariz roja la compramos en San Diego, junto con pantalones bombachos y zapatos largos, tal como debe ser un payaso.

El hombre continuó hablando de la fiesta, y por fin me dijo que al final comenzó cargando a los niños, llevándolos en brazos, jugando con ellos, lanzándolos a las colchonetas infladas de los brincolines. El esfuerzo fue tal que súbitamente sintió que se le desprendía uno de los testículos. Pensó que se le escurriría a lo largo del pantalón hasta el piso, y se detuvo discretamente. Fue hasta el baño y se encontró la hernia tal cual, que comenzó a dolerle sin control. La fiesta se había arruinado.

Ahora no puede carga nada. Sus jefes y socios sospechan de él, y necesita explicarles los porqués antes de que la sospecha se convierta en balazos. Yo me senté en mi silla, amplia y universal, y reprimí la risa, pensando en la imagen de un payaso cosmogónico que de tanto cargar se ha lesionado la espalda y herniado los testículos.

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lunes, 26 de octubre de 2009

6 años

Hoy es mi cumpleaños, por lo que mis papás nos hicieron fiesta a mi hermanita y a mí. Aunque yo soy de mayo y Berita de septiembre, nos celebran juntas porque así es más divertido y hay doble piñata. Llegamos a Chapultepec muy temprano para adornar el jardín con globos de colores y cadenas de papel que estuvimos haciendo toda la semana. Apartamos un lugar muy cerca de los juegos y del arenero para que los niños se diviertan más y no se pierdan de sus papás.

Mi mamá hizo regalitos para los invitados y mi abuelita le ayudó con la comida. En una mesa con mantel de flores están los dos pasteles: El mío es un conejo de color amarillo que tiene pintado un 6. El de mi hermana es un pato verde y dice 4. Pero por adentro son de chocolate, porque es mi sabor preferido del mundo. El de mi hermana también, pero eso es porque es muy copiona y siempre quiere lo mismo que yo.


Esta vez fueron todos mis primos y algunos amiguitos, la mayoría hijos de amigos de mis papás que siempre vienen a mis fiestas. Por fin mi mamá nos hizo caso y ya no nos vistió con esos vestidos ampones y estorbosos que hacen que se nos vean los chones al jugar, si no que llevamos un overol. El de Berita es verde y el mío rosa. Pero estamos igualitas, peinadas igual y ropa igual, solo que ella más gorda y chaparrita. Aunque todos nos dicen: están igualitas.


Cuando cantamos las mañanitas, mi tío nos carga a las dos para que alcancemos las velitas del pastel. Aplaudimos muy fuerte al apagarlas y vamos a romper las piñatas. Son unos animalitos de papel de colores y las cuelgan de los árboles. A mí me gusta mucho pegarle a la piñata y siempre quiero ser la que la rompa. Pero mi primo Jaime esta mucho mas fuertote que yo y me gana... Todo mundo piensa que mi momento favorito en mis fiestas es cuando le pego a la piñata, pero no. Es cuando sale mi papá payaso.

Mi papá siempre está haciéndole al loco y nos hace reír mucho. Mis primos lo buscan mucho para que les haga brusquedades y a los adultos se carcajean cuando les habla, aunque casi no entiendo lo que les dice. Dice mi mamá que desde mi primera fiesta de cumpleaños mi papá se ha disfrazado de payaso, pero yo no me acuerdo porque era muy chiquita.


Cuando va a comenzar el acto de los payasos todos nos sentamos en el piso en círculo. El nombre de payaso de mi papá es Tiliche y su amigo Jorge se llama Timbiriche. Primero comienzan con las magias. Mi primo dice que muchas son de mentiritas, pero yo me divierto mucho viendo cómo lo hacen. Sobre todo, cuando mi papá se mete una varita mágica por la oreja.


Después arman bromas entre los dos payasos y hasta se pegan con una tabla que suena muchísimo. También tiene un perrito de amentis que hace actos de circo. Ya casi para terminar, Tiliche organiza juegos para todos los niños, como jalar la cuerda o el de la silla. Pero a veces ellos son malos, le pegan y empujan. Eso no me gusta y les quiero pegar, pero mi papá me detiene.


Por la tarde, cuando se acaba la fiesta todos estamos muy contentos. Tiramos lo sucio a la basura y guardamos en el bocho los regalos que nos dieron. Apenas y cabe tanta cosa en el coche, por lo que tenemos que regresar a casa en de mi tío. Estoy muy cansada y no me doy cuenta que me duermo, hasta que mi papá me carga y me deja en la cama, dándome un beso en la frente.

Yo creo que Tiliche es el mejor payaso. También es el mejor papá del mundo.


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