No sé que estaba pensando cuando, ante la mirada interrogante del tío Pipo, le conté que habíamos visto a una mujer encuerada en el río. Supongo que fue para compensar que me dejara darle un largo trago a su cerveza, o bien, para que me tuviera mucha envidia, pero el asunto estuvo en que ese señor, viejo lobo de mar en cuestiones de faldas, agarró camino, riendo, hacia la ribera –“a ver, dejen le echamos un ojito a la sirenita” – los tres nos quedamos en el tapanco del estanquillo, expectantes. No se agotaba el peso en la rocola cuando ya venían de regreso. El tío, sonriendo y confiado, le mostraba una y otra vez con los brazos el camino, infundiéndole confianza a esa mujer, que traía arraigado un aire de animalito salvaje desde siempre, mirándonos con la barbilla pegada al pecho y los brazos cruzados. Los viejos que se juntaban a contarse cuentos de amores, parrandas y tiempos mejores, cuchichearon entre sí, riendo, con sus bocas clancuejas y sus caras arrugándose.
Tras de aquel encuentro, ambos tirados entre los bagazos de caña, convinieron que se iba a quedar Carmina en casa de mi mamá. Nunca supe el arreglo, la cosa está en que de pronto me vi conviviendo a diario con aquella mujer de extraño encanto. Mi mamá, le recibía cada viernes a su hermano Pipo las monedas que le llevaba por el hospedaje de su “amiga” y de paso, con el pretexto de ir a traer mangos, a apedrear iguanas y hasta de lavar ropa, se iban para el río a coger. Lidio y Checho ya me trataban un poco diferente, no era muy usual que los fines de semana dejáramos de ir a encestar algunos tiros, o a tender nuestros anzuelos en La Chimana buscando mojarras… yo estaba “estudiando”, y ellos, simplemente se fueron acostumbrando a mi distante ánimo. Y estudié. Aprendí los movimientos con los que el tío Pipo le dejaba ir entera la verga a Carmina, con ella debajo y las piernas bien abiertas, o bien con ella hincada en el suelo y él jalándola del cabello, de las caderas, metiéndosela hasta el fondo… me frotaba los huevos encima de mi pantalón, Carmina cabalgaba, chupaba, gemía. Yo tragaba gordo.
En la casa, Carmina y yo éramos muy amigos, al ser ella apenas unos años mayor que yo, encendíamos el radio que trajo el tío y simulábamos bailes de moda en el piso de tierra de la cocina, nos embebíamos en charlas sin sentido y hasta llegábamos a darnos golpecitos amables cuando uno exageraba en la chanza. Una vez, le jalé la trenza y ella se vino a pegarme, yo tropecé y caí de espaldas con ella encima. Quedó montada en mí e inmediatamente hizo una mueca de sorpresa al sentirme bien tieso, instantáneamente se bajó de un brinco, y yo, al fin mamón, agarré mi verga por encima de la tela, mostrándosela en toda su extensión y dije “¡quieto, Nerón!”… nos miramos… reímos y aquí no ha pasado nada.
De lunes a viernes, el tío se dedicaba quesque a vender en las rancherías, en su vieja y rechinante carcacha. Llevaba ungüentos, alfileres, hilos, estampitas de santos, frasquitos de alcohol oloroso, blanco de España, añil, piedras pómez para los talones rajados y las ollas percudidas… y llevaba, sobre todo, su semilla. Dicen las malas lenguas, que “Don Epifanio” tenía varios hijos regados y muchas, pero muchas “queridas” por todas partes. La mayoría, señoras con marido.
Carmina se daba cuenta, cómo chingados no, de aquello. Viernes tras viernes se arreciaban los pleitos con el tío. Hasta que un día, Carmina esperó y esperó a su hombre y él nunca apareció. Me cansé de verla ahí, haciendo pucheros y le llevé unos mangos con chile molido y sal. Bromeamos, ella, con amargura, yo, pícaro. Se acabaron los mangos entre chanzas y risas… hubo que ir a traer más. De camino al tecorral, ya sentía yo la dureza de la roca en los pantalones… bastó que se cayera uno de los petacones al piso, y al agacharse Carmina a levantarlo, ya no se incorporó. La agarré por la cabeza y ella se metió mi verga en la boca, chupaba de una manera inimaginable, llena de saliva caliente, me sentía morir cada que sorbía el exceso de baba de su boca, ella misma se mojó el vestido, se lo arremangó y me dejó ver sus nalgas morenas y duras, hincada, me dijo que se lo metiera todo, que estaba más grande y gordo que cualquier otro que había visto y yo, animado al grado de sentirme un superhombre, la penetré.
Y seguimos, a escondidas, en la casa, mi mamá roncaba y Carmina, a horcajadas, me exprimió todo hasta que cantó el gallo y nos quedamos dormidos. El tío llegó a mediodía, oloroso a cheve y muy “enojado” por los contratiempos que tuvo el día anterior. Carmina no dijo palabra hasta que él le extendió un par de aretes de oro y se acabó el enojo. “Lávame unos trapos”, le dijo el tío y se fueron a la poza a coger. ¡Maldita sea!... no podía siquiera imaginarla, mi visión favorita de ella cogiendo se convirtió en fuego vivo en mi cabeza, las cosas no podían seguir así.
En Rancho Corona, se rumoraba que Raquel Villegas había regresado a la hacienda. Ella era un mujerón que vino desde el norte a casarse con Don Andrés Mandujano, muchacho viejo, con mucho dinero y con muchas ocupaciones. Ambos se fueron por una temporada a atender asuntos a Oaxaca, donde, dicen las malas lenguas, su hija mayor había salido con premio, quien sabe, eso no lo sé. El asunto estaba en que el tío era por mucho el usufructuario de la señora, pues su marido siempre embebido, la tenía como una compañera, más que nada. Tan pronto se enteró el tío que regresó aquella señora, se acordó que tenía muchos encargos que llevar a Rancho Corona, ¡qué casualidad!
El miércoles en la noche, no pasó ni mucho tiempo, llegaron corriendo con la noticia: el tío había muerto a manos de Don Andrés. Llegó el marido en el momento justo en que su mujer “sostenía el techo” con brazos y piernas y le dio varios balazos al tío en las cagaleras, en la espalda, en la cabeza… eso sabemos los entendidos, a la gente le dijeron que lo asaltaron para robarle… si, un asalto en el que las balas traspasaron la ropa, si, como no. Nadie dijo nada, entendieron las razones del viejo Mandujano, supongo, así que el viernes, el tío quedó cristianamente sepultado en la huerta de los mangos. Para el domingo, igual de rápido, ya estaba Carmina chupándome de nuevo, a tres metros del montón de tierra. En esa ocasión, ya no le avisé tocándole las orejas, simplemente dejé que saliera todo el chorro en su garganta, causándole tos, y algo de molestia al salpicarle la nariz… hubiera querido sentirme mal por eso, pero el placer fue indescriptible… vaya, ni la culpa de haber ido de chismoso con el caporal de Rancho Corona con que se iban a coger a la patrona ha podido hacerme sentir mal… ¡que chingados!
14 comentarios:
Clap clap clap sonoro, el claroscuro del lenguaje lo merece.
Buenisimo...
de aqui a hacer competencia a garcia marquez o minimo a la mastretta
Que chingón cuento!
Clap, Clap, Clap (aplaudo de pie, más no parado)
Saludos
Es tan bello tu escrito que quiero chillar. snif.
Pegenle a Andrea por compararte con la Mastretta.
me gusto muchisimo, de los mejores que he leido en este blog
¡Muy bueno!
...me recordó a "El Llano en llamas"
¡muy chido tu cuento!
El deseo (carnal) produce muchos caínes y pocos son los abeles que adivinan el motivo de su muerte.
Como bien lo mencionó Lola, un relato bucólico muy al estilo de Rulfo o Traven.
Gracias por ello.
Enhorabuena.
Pinche Julio C324r, no cabe duda de que el que es chingón, pos es chingon y punto.
Aplaudo de pie.
20 puntos de chingoneidad, ya si despues los quieres canjear por algo, pues es tu pedo.
Saludos.
bravo cabron... me gusto! aplausos!!!
Guau... está muy bueno tu relato.
Ojalá pudiera expresar todo lo que siento de la misma manera que tú, pero no tengo ese talento.
Así podría decirte que escribes de poca madre, pero bonito :P
increible simplemente eso
de pie
clap clap
chismoso...
ji ji ji
Excelente, eres una verga.
awebo,que se joda el pinche tio puto
Publicar un comentario