martes, 14 de julio de 2009

Interpretando al Matricida



Cuando estudié criminología me gustaba imaginar una historia de venganza en cada uno de los 150 expedientes que el archivo del Centro de Readaptación Social me facilitó para aprobar una materia. El seminario de Sistemas Penitenciarios nos pedía un resumen y un medio perfil en ficha de cada interno, y una vez que el panegírico de delitos y reincidencias te deja de impresionar, la imaginación asume un control blando pero completo.

Y lo primero que imaginé en cada uno de las fotografías malencaradas de tanto criminal atávico eran los niños que alguna vez fueron, y sin precipitarme en sentimentalismos de baja estofa, terminé por imaginar que incluso fueron mis amigos de juegos, de largos paseos en bicicleta, de juegos de futbol y de travesuras e imbecilidades propias de la infancia.

Sin embargo, para aprobar Sistemas Penitenciarios II, era necesario ahora formar un expediente criminológico de al menos veinte individuos, que incluía una entrevista. La idea de platicar con aquellos mocetones me entusiasmaba, y evidentemente sabía que mis ridículos imaginarios de juegos infantiles eran una aproximación solipsista y torpe para entender el origen del mal, o al menos del mal como delito, y del delito como aquello que convierte a un ciudadano en lumpem e inadaptado social. Platicar con ellos fue incluso un preliminar para una aproximación que todavía no me satisface: me cuesta trabajo entender cuando son delincuentes peligrosos y cuando víctimas de circunstancias bien específicas.

Me gusta pensar en dos individuos bien específicos. El primero lloró en cuanto logré que me contara su infancia. Eso hice: me interesaba saber que clase de niños habían sido, incluso antes de leer sus expedientes para evitarme prejuicios. El hombre era de estatura corta, escuálido, feo, muy feo, pero de ojos tiernos y profundos. Tenía algunos tatuajes en los brazos y dos o tres en el rostro pero no parecía pandillero, sino más bien un mendigo adicto al crystal, al crack o al ice, pero no a la heroina. Le pregunté por su madre, pero comenzó hablando de su padre al que acusó de alcoholico y mujeriego. Le pregunté como era su relación con él y fue franco: lo despreciaba por haber abandonado a su madre. Era el culpable de todo lo que sucedió a su mamá, dijo. Volví a insistir con su madre, y evadió el tema hablando de su pareja, a quien acusó de haberlo entregado. No me interesa que me cuentes eso, le dije: háblame de tu mamá.

Su cara de piedra se deshizo y primero gimoteó confundido. Supe que lo había acorralado. No soy psicólogo, así que comprendí el error que había cometido. El tipo podía reventar y molerme a golpes por semejante imprudencia. En cambio, me contó como su madre lo había seducido cuando tenía doce años, cuatro días después de haberlo descubiero masturbandose en el baño. Durante cuatro años fue el amante de su madre, la relación amorosa y sexual más duradera en sus treinta y cuatro años de vida. Le pregunté por qué lo habían detenido: le había robado una podadora a una mujer que lo había contratado para cortar su cesped. Así pagaba su adicción al crystal. Me costó trabajo creer que lo hubieran detenido por semejante nadería. Es que la malilla me desesperó, me dijo, y ya no pudo esperar al final de la jornada por el pago y decidió robarse la maquina.

El segundo hombre era un empleado de almacén que había asesinado a su madre. En cuanto le pregunté por ella, me platicó torridamente que fue una mujer castrante - utilizó esa palabra, lo juro -, controladora, criticona e incapaz de satisfacerse con sus esfuerzos. Lo trataba como si fuera una bestia y un fracasado. Una tarde, después de volver del trabajo, mientras comía, la mujer comenzó a sobajarlo, a reprocharle cosas tan peregrinas que ya ni siquiera las recordaba. Me explicó entonces que después de veinticuatro años respetando a una madre injusta, a una mujer histérica y malvada, era comprensible haber perdido la paciencia y tomar la maquina de coser de la mujer para lanzarsela a la cabeza, con tan buen tino que la noqueó ahí mismo. Luego volvió a tomar el aparato y lo estrelló sobre la cabeza de su madre tantas veces como pudo hasta caer rendido. No era yo quien lo hizo, era otro; yo estaba fuera de mi, me dijo. Y en realidad es probable que sea cierto. Su perfil psicométrico y psiquiatrico describen a un hombre con buen control de impulsos, capacidad de razonar conflictos y problemas y enteramente conciente de lo correcto e incorrecto, de lo legal e ilegal. Físicamente parecía un almacenista de oficina, de esos que amablemente le suben el garrafón de agua a la secretaria guapa del cuarto piso.

No sé quien de los dos cometió un mejor acto de venganza, pues para mi todo delito es una venganza contra el estado y contra la sociedad. Muchos podrían decir entonces que, si tal es el caso, algunas venganzas están injustificadas, pero entonces no estamos asumiendo la visión del delincuente, quien la mayoría de las veces no planea vengarse - porque tampoco es consciente del resentimiento que le guarda a las estructuras sociales - sino simplemente avanzar trasgrediendo el orden de las cosas, provocando una escisión entre ellos y los demás.

Lo que si, es que todos los delincuentes probablemente puedan justificar sus actos, y si ahondamos, tendriamos que estar de acuerdo y sin embargo aplicar la ley. El absurdo entre las venganzas justificadas y aquellas que son exageradas, es cuando no tenemos la capacidad de ponernos en el lugar del delincuente (¿quien quiere ser delincuente o comprenderlo cuando es más sencillo juzgar, castigar y marginar?). Si no ¿cuál de los dos hombres arriba citados hubiera tenido mayor derecho de asesinar a su madre? ¿Y quién pudiera justificar a cuál?

6 comentarios:

a.be dijo...

Chale, que buena pregunta...
La realidad es que yo no sabría, creo que al oír esas historias lo único que podría sería entender los motivos...
No digo que esté bien que lo hayan hecho, pero lo entendería...
¿Eso que me hace, compasiva o empática?

La Rosy dijo...

Fuera de tema, eso de los asesinos pasionales me causa mucho interés. ¿Como amaneces un día sin saber que te vas a echar a alguien?

Uno que se cree tan civilizado y termina peor que un animal.

¡Buen post!

María dijo...

Aunque no sean delincuentes, creo que la infancia, aparte de ser una muy buena anécdota, a veces, es donde más puedes recolectar información para generar premoniciones conductuales.

Pensando cosas mil veces dijo...

Todos conciente o inconcientemente le hacemos la vida imposible a alguien y no esperamos que se venguen de nosotors por eso así que juzgamos, marginamos y castigamos porque aunque si quisieramos vengarnos en realidad vivimos esperando que nadie se vengue por nuestros actos

Anónimo dijo...

Al final nos damos cuenta que seguimos siendo igual de animales.

Juzgar quien de los dos hombres tiene mas motivos para hacer lo que hizo esta canijo, ni aún poniendonos en sus zapatos, hay quienes con una cachetada tienen suficiente para reaacionar de forma violenta por mero instinto de conservación y hay quienes necesitan media vida de palizas para reaccionar y salir corriendo. Saludos.


Pato

CÉSAR R. GONZÁLEZ dijo...

No hay que matar jefitas.Snif.

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