martes, 22 de septiembre de 2009

La Revolución de Balderas



El problema con este país es que todos seguimos creyendo que tiene futuro.

Y no lo tiene. Y entenderlo no debería resultar difícil, pero en lo personal, me gusta creer que todo comenzó con la constitución de 1917, esa enorme lista de regalos navideños, vil intentona para calmar los caldos y sus hervores que impedían la llana gobernabilidad de México.

De ahí en adelante, la historia le ha hecho creer a tantísimos - cortesía del libro de texto gratuito y otros enseres de la educación vasconcelista - que la nación posee un destino manifiesto, y que dicho destino se halla en el esplendor del pasado, como si toda nostalgia fuese la medida del rumbo, y en el horizonte se hallara también el principio, para quedar acorralados en ambas direcciones por glorias que a nadie que viva en el presente le benefician.

La holgura de mis reflexiones, y también la irresponsabilidad de mis argumentos, me quedan clarísimas cuando conozco, primero, a Julio, quien me presenta a José Manuel. Ambos son hermanos de Luis Felipe Hernández, el homicida de Metro Balderas.

He tenido que llegar al rancho La Tapona, ubicado entre Santa Teresa y El Zapote, en Unión de San Antonio, Jalisco, y ahí los hermanos, dos tipos mansos, barrigones de espaldas estrechas, me llevan con paso apresurado a la recámara de Luis Felipe, en un recorrido que ni siquiera les solicité pero que ya dieron a por lo menos tres medios de comunicación.

En la habitación, el desorden es el de un campamento militar que espera a sus soldados: hay ropa regada en una cama aparente, hay algunas imágenes religiosas – nada en exceso – y también hay botes, baldes, cajas; hay una máquina de escribir, enseres domésticos y una fotografía enmarcada cuyo contenido no percibo. Los hombres me quieren mostrar los pertrechos de su pariente: maíz y frijol. Los almacenaba para una crisis alimentaria, aseguran. Si se asoma, afuera tiene sembradas calabazas, me dice José Manuel. Le gustaba mucho comer calabazas, murmura el otro. Como a Michael K. de Coetzee, pienso. Como a nuestro abuelo, farfulla José Manuel.

Luego me aproximo a la máquina de escribir. Hay hojas mecanografiadas a un lado y encima. Enfrente, una ventana por donde pasa un becerro gris sobre un verde profundo, un verdor esplendoroso que no veía en años y que me recuerda mi infancia y lo que ya no fue en mi vida. En tercer plano, tras el pastizal, descubro una hortaliza con cobertizos y tejavanas a los lados. El lugar es hermoso, y al leer apresuradamente las hojas, descubro que solo fueron utilizadas en su mitad izquierda, sin sangría ni justificación. El contenido, así, parece un galimatías, pero habla de todo lo que la gente espera de un loco: gobierno, religión, calentamiento global y malos presagios.

El lugar y no la lectura, quizá también algunos sombreros y un Cristo circunspecto sobre una caja de medicamentos, me rememoran lo que nos contaba mi abuela materna sobre su padre, y sobre una enorme caja que resguardó bajo su cama hasta su muerte, cuando fue cosido a balazos por un malentendido de abarrotes en Atacheo, Michoacán.

La caja almacenaba dinero, monedas de oro (mi abuela lo jura categóricamente) y hasta dólares. Era el botín de su trabajo como mensajero y ordenanza del estado mayor de cierto lugarteniente de Villa, cuyo apellido era Fierro, y que utilizó cada vez que era necesario cubrir una emergencia o, en otro extremo, satisfacer los caprichos de sus hijas.

Los sacos de grano, la ropa apilada por doquier, los botes de avena sobre un tablón montado firmemente sobre la pared me ayudaron a imaginar cuando la madre de mi abuela echó mano de lo último que quedaba en la caja – una caja que imagino de madera, o de aluminio, o de acero para munición o parque – para sobornar a la policía cuando fueron a detener al hijo que vengó la muerte de su padre. En esto se fue el trabajo de tu padre, le dijo mi bisabuela, en pagar las tonterías de sus hijos.

Luis Felipe quizá contemple los próximos desastres nacionales en la cárcel; si todo resulta: comerá bien y no le faltará nada excepto libertad. Quizá lo suyo es parte de un plan, uno que elucubró en su ranchería, anónimo como el que más; un proyecto que emergió de todas esas conclusiones escritas en el lado izquierdo de la hoja; un lado simbólico, quizá, un simbolismo oscuro o quizá más lúcido que su locura. Si lo suyo fue un plan, será como reconocer que mi bisabuelo luchó la revolución para llenar esa caja y pagar los caprichos y tonterías de sus hijos.

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