miércoles, 25 de noviembre de 2009

Ansiedad



La noche en que velaron a Miguel Arrollo se dejó venir gente de todo el estado. Algunos, porque verdaderamente apreciaron a aquel señor. Otros, porque tenían el morbo metido de venir a ver que pasara algo sobrenatural. Miguel Palomitas, como era conocido en su infancia por su cruda pobreza y su eterno apetito, murió sin que nadie supiera explicar el porqué. Apareció tirado en la encrucijada a Trapiche Viejo, con la chaquetilla perforada por dos balas a la altura del corazón, saliendo por la espalda del infeliz, pero sin huella alguna de orificio, bala o sangre en el pellejo. Quienes lo encontraron, a falta de sangre, lo dieron por ebrio y le quitaron las cadenas de oro florentino que portaba con orgullo, llevándose en la maniobra el escapulario que, decían, lo resguardaba de una mala muerte.

¿Mala muerte? – Interrumpió entonces Alfredo, con gesto burlón – “ni que hubiera muerte buena, pendejo”. Santiago, haciendo oídos sordos a la leperada, continuó charlando con los demás, arrimados en torno a la botella de mezcal. Sabino Cuervo, fue quien empezó la charla de nuevo. El, al igual que muchos en la región, había escuchado la historia de cómo es que Miguel Palomitas se convirtió en El Señor Miguel Arrollo, acaudalado terrateniente, pero de sombrío aspecto. De entre el amasijo de versiones, chismes y comentarios, Alfredo pudo entender lo simple de la brujería que se decía, le dio a ese hombre una vida de ensueño.


Sin embargo, para Alfredo, eso de andar con un huevo bajo el brazo era una idea poco menos que pendeja, aunque… ¿y que si funcionaba? La cosa era conseguir ese huevo, puesto en noche de luna nueva y bautizado luego en el panteón con la tierra de una tumba, empollarlo en el sobaco era lo de menos, pensó. Y así le hizo. Vendió la montura que ganara echando suertes en Coaquimixco, compró nueve gallinas, gordas y nerviosas y se echó a esperar que pusieran todos esos huevos que le prometió el ranchero que pondrían. Señaló con anticipación las lunas en su calendario de cartón y se paseó como no queriendo por el panteón viejo, echando ojo a las tumbas más viejas y descuidadas… y un jueves que la luna estaba a punto, entró Alfredo al solar, echando gritos y chiflidos hasta que escuchó en el lebrillo el sonido del esperado huevo, golpeando el fondo. Ahí mismo emprendió la carrera y no se detuvo hasta que estuvo frente al montón de tierra que escogió.

Sin saber qué hacer entonces, se sintió como si hubiera llegado a la orilla del mar para solo darse cuenta que no sabía nadar… se sentó en un macetón roto y sobaba el huevo nerviosamente, pensando… hasta que se le apareció aquel sujeto, salido de la nada, a romperle el meditabundo silencio. Si no fuera porque él mismo cargó el cajón de encino hasta el hoyo, podría jurar que la voz del desconocido era la de Miguel Palomitas en su juventud, incluso caminaba con la cadera un poco chueca, justo como el difunto… apenas cruzaron palabra, pues Alfredo, pese a sentir que se le iban las criadillas al gaznate, medio escuchó, medio miró y se dio cuenta, que el bautizo del huevo era algo serio. Se ensalivó el pulgar y lo metió en la tierra húmeda de sereno… mientras intentaba hilar algunas súplicas, trazó con el lodito una cruz en el cascarón, todavía tibio y tan solo terminar de hablar, se escuchó un quejido dantesco y terrible, mientras, bajo la tierra, se sintió un golpe seco en el hueco del ataúd… Alfredo supo entonces que algo ahí había salido bien.

Y así, pues, desde aquella noche, siempre había algún ruidito inusual persiguiendo a Alfredo, alguna cosita en la habitación se movía, alguna tacita sonaba como campanita, algún trapo reptaba, despacito. Hasta los más recios de sus amigos sentían pesado el ambiente a su alrededor y empezaron a darle la vuelta. De cualquier manera, él ya andaba de nana del huevo y ya no iba a los toros, ni a ponerle un tostón a los gallos, mucho menos a bailar con las muchachas del Cotompinto a son de la pianola. Por las noches, sueños de extraña felicidad le acometían los sesos. Se veía a sí mismo besando a hermosas mujeres, o bailando en un salón enorme, con una soltura para él desconocida, riendo y compartiendo deliciosos manjares. Despertaba en su chinantli, bañado en sudor, palpaba que el huevo estuviera en su lugar y se volvía a dormir.

Evitaba a toda costa preguntas sobre su extraño cambio de hábitos, pero tenía de alguna manera que averiguar el tiempo restante de incubación, así que fue a ver a Sabino al ingenio, pretextando la miel de caña, hasta se compró unos bolillos de vapor. Caminó hasta allá, sudando y chapaleando con sus viejos huaraches de correa, pues renunció a montar en el burro, no fuera a caerse y se arruinara su fortuna. Del lado de la barranca, estaba Sabino Cuervo, pelando unas excelentes orquetas de guayabo. Se sorprendió de ver llegar al sudoroso y sonriente Alfredo hasta allá. Solo una vez había sucedido, y era porque le debía un dinero de una tirada de cubilete. Se sentaron, comieron bolillo con miel, rieron y hasta que se acabó el veinte de pan, es que se aventó Alfredo a preguntarle a Sabino todo lo que sabía de el encantamiento del huevo.

--- Sabino escuchó con su acostumbrado temperamento achaparrado, hasta que llegó Alfredo al punto de la cruz de tierra en el huevo aquel. Sabino se santiguó y entre molesto y espantado, preguntó si es que el impío Alfredo notó que la cruz de tierra de panteón ya no se borró del cascarón… al notar la cara de sorpresa de Alfredo, Sabino hizo una seña rápida para que no lo sacara de su sobaco para corroborar la marca. No lo sacó de muchas dudas lo hablado, pues tras aquella confesión, Sabino ya no dijo gran cosa, acaso que, de aquel huevo empollado en sus humores, habría de partir un diablo que sería el encargado de complacerle sus deseos, pero que también, en cualquier momento, sería ese mismo ente quien se encargaría de arrastrar su alma hasta el séptimo círculo del infierno.



Alfredo se mostró incrédulo, irreverente y hasta guasón ante aquel terrible castigo a su ambición, pero sintió que su alma se sobrecogía al notar que, la orqueta de guayabo que estaba jugando en las manos durante la charla estaba chamuscada en sus orillas y lo más inquietante: que al retirarse del ingenio, notó que las huellas que dejaran sus pies en el terregal, estaban ahí, claramente impresas en el camino, como si el suelo quedara marcado en donde él pusiera los pies.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Parece que a excepción del Huevo los demás colaboradores vienen con las pilas recargadas.A primera lectura no entendía bien el asunto de la chaquetilla perforada por dos balas sin que hubiese huellas de orificios, en el pellejo... de él. Qué wey me vi.

Rekiem dijo...

Que buen rollo maestro, buena inversión de tiempo leer tu contribución, gracias.

Hitman dijo...

"se dejó venir gente de todo el estado"

por lo leído, la calidad no es algo que vaya a caracterizar a diarios del fin del mundo.

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