jueves, 18 de febrero de 2010

Linda y los autómatas



Las 3 de la tarde fue por mucho tiempo mi hora favorita del día.
Con una puntualidad inusual en cualquier otra cosa, a las 3 en punto me instalaba a una distancia imprudentemente cercana a la pantalla de nuestro viejo televisor Hitachi Technicolor y oprimía el botoncito verde que me transportaba durante 30 minutos -menos comerciales- al mundo oriental del autómata mas grande del mundo.

No había poder humano que me moviera del televisor a la hora que daban Mazinger Z.
Por desgracia, la implacable autoridad de mi madre, que en aquellos días tuvó la ocurrencia de sincronizar la puesta a punto del arroz a la mexicana con el inicio de mi programa favorito comenzó a privarme de mi afición televisiva.

El primer día que me mandó a las tortillas antes de las 3 de la tarde me defendí como gato boca arriba. Agoté mis mejores argumentos, expuse la enorme arbitrariedad con que las mamás obligan a sus hijos a hacer los encargos. “¿Que pasaría -me atreví a decirle- si yo le pidiera que revisara mis ejercicios de quebrados justo a la hora de "Cuna de Lobos"?". Como era de esperarse, a mi madre no le importóm un comino e igual me mandó con la servilleta en la mano a la tortillería.

Realmente odiaba ir a las tortillas. Siempre había una fila enorme de señoras chismosas y hacía tanto calor en la calle que los chicles derretidos en la banqueta se me pegaban en la suela de mis tenis.

Uno de esos días, mientras esperaba en la fila con el berrinche claramente marcado en mi rostro, escuché tras de mi una vocecita:

-¡Qué fea cara! si no la quitas se te va a quedar así...

Me volví para reconocer a la burlona de mi desgracia y fue entonces que la vi por primera vez. Su voz era finita, y aunque daba la impresión de ser un poco más alta que yo me di cuenta que eramos de la misma edad. Llevaba puesto un vestido claro, tan blanco como la servilleta que cargaba para envolver sus tortillas, su cabello era largo, cafecito y olía a manzanilla. Cuando la miré a la cara, sus grandes ojos marrón me miraron divertidos.

- Ya te había visto antes, vas en el cuarto B, ¿verdad? Yo me llamo Linda, ¿y tú?

- Memo. ¿A poco vas en la Héroes de Nacozarí? Nunca te había visto.

- Seguro que no tontis, todo el tiempo estás jugando con tu Mazinger de plástico.

- ¡Claro que no! ¡Si... si ... a mi ni me gusta!

Linda fue la primer niña que de verdad me gustó. Nunca antes había tenido una sensación parecida, ni siquiera las retadoras de fut me daban tantas ganas de salir a la calle. Al día siguiente, justo antes de las 3, corrí al encuentro de mi mamá con la servilleta en la mano.

- ¿Me das para las tortillas?

- Todavía no termino de cocinar, espérate tantito.

- ¡No! porque si no voy ahora... ¡Después hay mucha gente!

- ¿Y ora? ¿Qué mosca te picó? ¿No vas a ver Mazinger?

- ¡No! Siempre pasan puras repetidas!

A partir de esa semana, Linda y yo coincidimos muchas veces en la tortillería cuando el reloj de la sala marcaba las 3 de la tarde y el aroma a guisado inundaban la sala de mi casa.

Aquellas tardes en la fila se convirtieron en momentos divertidos que redifinieron mi concepto de las niñas. Linda era diferente a las demás, con ella podía platicar de caricaturas, jugabamos “Basta” e inventamos juegos, como adivinar cuantas tortillas saldrían de la máquina en un minuto o esculpir con los dedos figuras de animales fantásticos que después nombramos de forma chistosa.

El vaporcito que salía de las tortillas al momento de caer sobre la báscula era la antesala para salir con el humeante kilo de discos comestibles rumbo a nuestras casas. El ritual de las tortillas resultó más divertido que ver los capítulos repetidos de Mazinger. La pasaba tan bien con ella, que la acompañaba a su casa mientras comiamos un taquito de sal. Linda dominaba como nadie el arte de enrollar la tortilla.

Como en mi casa ya no me creían lo de las largas filas, mi mamá amenazó con dejar de encomendarme el encargo debido a mis tardanzas. De modo que elaboré una estrategia para agilizar los tiempos de entrega: una vez que encaminaba a mi amiga a su casa, aceleraba el paso hasta alcanzar un trote con el que recorría con agilidad las 7 calles que separaban nuestras casas.

Una tarde, cuando me despedí, Linda puso una cara rara. Esa que usan las niñas para decir “tengo algo que contarte, pero no lo puedo hacer todavía”.

Con una voz medio nerviosa me dijo:

- Nos vemos mañana, no te tardes, te quiero contar un secreto muy secreto.

- Todos los secretos son secretos, si no no se llamarían así ¿no crees? – le dije-.

- Ya lo sé, Tontis, pero este es más, porque solamente te lo voy a contar a ti.

Al día siguiente, en la escuela se corrió el rumor de que estrenarían en el canal 5 los nuevos capitulos de Mazinger. Todos los niños hablaban de eso, y yo, como ellos, salí corriendo después de clases para encender el televisor.

Esa tarde Mazinger se enfrentó a cerca de 50 robots, todos ellos siniestros e imponentes, casi lo vencen, pero al final pudo vencerlos a todos. Apenas terminó el episodio salí corriendo para contarle a Linda, para decirle que había estado increíble, que se perdió de un hecho muy importante en la vida de cualquier niño, que digo niño, en la vida del mundo entero.

Por desgracia, el que se había perdido algo muy importante fui yo, porque Linda ya no estaba en la fila esa tarde, ni la del día siguiente, ni la del siguiente a ese.

No supe nada de ella hasta que una amiga suya se me acercó un día:

- Oye, ¿Extrañas a tu novia, Linda?

- ¡No es mi novia! Pero si, quiero saber donde anda... es que, tiene unas cosas mias.

- Uuuuy, pues ya dalas por perdidas, ayer se despidió del grupo, sus papás la cambiaron de escuela, se fueron a vivir lejos de aquí, dizque a la Roma.

- ¿A Roma? ¿Tan lejos?

- ¡A la colonia Roma, menso! Bueno, el caso es que se fue lejos y ya no va a venir.

No tuve la oportunidad de despedirme. Linda se fue de mi vida de la misma forma que llegó: en el momento menos esperado.

Aunque la fila de las tortillas siguió siendo enorme y llena de señoras chismosas, su ausencia me dejó un extraño sentimiento. Similar a haberme perdido el episodio final de una historia que jamás volvería a transmitirse.

13 comentarios:

Danielov dijo...

Awesome. No sé por qué siempre termino identificándome con estos post-remembranza, si no siempre son analogías de vivencias propias.

Tal vez porque, aunque en un contexto y situación distintos, pero hay anécdotas en nuestras vidas que nos dejan sensaciones similares.

Buen texto. Para el lector de a pie, no importándome un carajo lo que "Alejo Carpentier" (vaya pretensión hacerse llamar así) venga a decir. Si es que viene. Como que ya le aburrió pararse por acá a embarrar de mierda.

Saludos.

Alegría Buendía dijo...

y Linda, ¿pensará en ti?

lo más probable es que sí.

La Rosy dijo...

primero fue el mazzinger Z, luego los caballeros del zodiaco, nintendos, xbox, alcohol, trabajo...

Así pasa, ya que.

Rekiem dijo...

Me agradó, bien...

Guffo Caballero dijo...

Es como cuando aprendes a manejar, que quieres ir a todos los mandados, jajaja; pero por una nena da más gusto hacer tareas que antes nos ocasionaban hueva eterna, jojojo.

Anónimo dijo...

Sin palabras...muy buen post. saludos.

Daniel dijo...

Eres un buen narrador. Esos amores infantiles matan. DSB

YoSabina dijo...

Amor juvenil. Me agrada la forma en la que lo narra y me parece bella a traves de tus ojos. Muestranos mas. Yosabina

Dr.Marbolius Kempka dijo...

Es la primera vez que te leo y me quedé así petrificado, pues me sucedió algo muy similar cuando tenia 10 años.

Buen relato, realmente muy bueno.

Guillermo dijo...

no comments... i know what you mean....

Manuel Lomeli dijo...

A mi me gustaba Mazinger Z. Esa nave que se estacionaba en la cabeza siempre me ha resultado surrealista, de corte Magritteano...

Anónimo dijo...

¡Bravo! traslada hasta la infancia, la ingenuidad y....la fila de las tortillas y los taquitos de sal.

Anónimo dijo...

me parece falso tu relato, en fin, como si importara

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