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En un principio lo vi sentado en una banquilla apolillada, volteando hacia todos lados, sonriéndole al mundo con su cara de retrasado mental, con la cara llena de inocencia, con la cara de quien no tiene nada que exigir ni reclamar a nadie. Se levantó y se puso a jugar maquinitas.

Lo vi como se tambaleaba con el entusiasmo del juego, como soltaba carcajadas y sacudía su melena rubia para quitarse el pelo de la frente y relajar el cuello. Miraba a sus contrincantes, haciendo bromas de churumbel, cubría con una mano aquellos dientes perlados que iluminaban el mundo entero. Recordé a las doncellas celestiales de los cuentos rositas, inocentes, etéreas, burbujeantes, ligeras. . .

De repente me miró, me dedicó la sonrisa más perfecta y exquisita de todo su repertorio. Con un dejo de sorpresa me percaté de que se aproximaba cada vez más. Mis ojos no podían dejar de contemplar su aspecto puro y sublime. . .

Pura madre.

Puto.

Cuando él iba caminando como chola drogada de la calzada, observé con horror, que no tenía un bracito. Que asco. Patán. ¿Cómo se le ocurría pestañearme-coquetearme si no estaba completo? ¿Cómo me llevaría el desayuno a la cama? ¿Cómo me abrazaría en el cine? ¿Cómo haría mis masajes nocturnos? ¿Cómo me tomaría en la iglesia el día de nuestra boda? Hasta en la cama se ocupan las dos manos carajo. O sea, no tenía ni dos minutos viéndolo y ya lo estaba odiando. Y como no iba a odiarlo, si eliminó mis fantasías románticas mostrándome sus brazos desiguales.

Se sentó a mi lado, preguntó atentamente mi nombre, mis hobbies, si había leído el principito. Era una de esas personas que mueven mucho las manos hasta para hablar del pinche clima. Y movía su muñón a medio metro de mi cara. Decidí: ese muñón es mi enemigo. Muy a mi pesar intercambiamos teléfonos. Y se despidió con una retahíla de adulaciones cursis: besándome las manos, tocándome el pelo, acariciándome el vientre fofo que horas en el gimnasio no han podido matar. Como si así fuera a olvidar su muñón.

Llegué a casa. Me dolía el estomago. No se si fue por el vacío, por los nervios, (o el ver su brazo que no terminaba en unos largos y delgados dedos, si no en la punta de una salchicha de perro) o por unos chilaquiles grasosos que me comí en una fonda de lo más insalubre. Me daban ganas de llorar. De robarme el brazo de un maniquí y pegárselo con TOP 2000.

Me vi en el espejo. Quería desaparecer mis rollos de los lados, de hacer los muslos más delgaditos, de quitarme todo ese acné de mierda. Apetecí verme más bonita. Repasé toda nuestra plática, pensando que debí decir y que no. Llame a todo mi directorio completo, pidiendo consejos, opiniones. En ningún examen había pensado tanto.

Mis hormonas brincaban, movía los pies, estaba inquieta. Le llamé. Dejé que timbrara tantito y le colgué (pusilánime hija de la mierda).

Ya la segunda vez me armé de valor, me limpié el sudor del bigote, y solté un: Hola.

Así.

Así nomás.

Un pinche hola de lo mas mustio y forzoso. Yo ya sabía porqué; mustio por que recordaba su muñón viéndome a los ojos con fiereza, y forzoso, bueno, me quería hacer la difícil. Y me respondió de lo más cordial. Y como crees que iba a estar yo; feliz era poco. Me hizo un poema de lo más fúnebre, patético y lánguido. Pero yo me sentía Lady D. Lo escuchaba tan lindo, tan buena onda, y de repente: acuérdate, la imagen del muñón.

Me odiaba a mi misma por no dejar que esa imagen se fuera de mi cabeza. Pues total, si andábamos, que se pusiera un cartón, yo que sé. Eso si, con mangas largas siempre. Después de que me dijera hermosa, bella, chula, niña bonita, quiero niños contigo (güeros) quedamos en salir.

Llegue pálida. Nerviosa además. Con el corazón en chinga loca y sudando como ñil a las tres de la tarde. Miro hacia todos lados. Nada. Busco a mi adorado 1.5 brazos. Nada. Buscando una manguita flácida. Aún sin resultado. Con las ansias atoradas en la garganta, me senté a esperar. Un minuto, tres minutos. ¿Quince? Que poca madre. Ya me imaginaba yo como la del Muelle de San Blas, esperando a su amado, paciente, serena...

A la chingada que.

Yo no me quedaría en un muelle olorosa a sal, con la arena pegada en mi piel como un tenue recuerdo de mi espera feliz. . .

Yo me quedaría sentada en la banqueta, oliendo a tacos de carnitas y escuchando al piporro mientras las palomas se cagan en mi cabeza. Me levanté de ahí. Entré a una tienda donde venden chucherías inservibles, para que todos vieran que yo no esperaba al manco; yo no tenía que esperar a nadie. A varios metros (no sabría decir cuántos) vi a una masa de piernas y brazos entrelazados, una guerra de moluscos. Una pareja de lo más vulgar.

Algo de ahí me pareció conocido. Un brazo incompleto sobre la nuca morena de ella, una cabellera rubia sobre sus hombros, una sonrisa fulgurante sobre su cuello moreno. Naco. Vulgar. Que poca clase carajo. Tome los recién adquiridos artículos y me largué, indignadísima de ahí.

¿Comprendes qué fue lo que más me pico? Saber que por mis prejuicios, no me enteré que podía pasarla tan bien con un muñón.