El Chamuco no me hace nada.

La primera vez que le di un toque a un churro de mota tendría dieciséis o diecisiete años. Fue en casa del Boti y del Pollo. Su mamá tenía un frasco lleno de mariguana en alcohol para frotarse las reumas o algo así. Estos cabrones la sacaban, la secaban y se la fumaban en la banqueta frente a su casa. Su mamá se asomaba por la ventana y gritaba: “!Pollo! ¡Deja de quemar esa chingadera!”.

Ese día estábamos en su sala caguameando y a mí y al Javi nos rolaron el toque. El Javi, siendo de Sinaloa y teniendo un tío lejano que era narco de poca monta, ya tenia más experiencia, pero yo no tenia ni idea de cómo hacerle. Cuando le di un jalon y expulsé el humo, el Boti me cagoteo: “No seas pendejo, aguántatelo” y me enseñó cómo. Fueron sólo un par de fumadas y no sentí ni madres, total decepción. ¿Tanto escándalo por esto? Ni siquiera raspaba como el cigarro.

Desde entonces la mota y yo hemos tenido una relación antagónica.




Fue hasta la segunda o tercera vez cuando por fin tuve un atisbo de los mentados efectos de la mota; estábamos de nuevo en la casa del Pollo viendo televisión y después de unos toques, la imagen en la pantalla se ralentizó un poco, pero eso fue todo. En la madrugada, cuando el Javi y yo nos fuimos, nos pasamos diez minutos pateando un pet de Coca Cola por toda la calle. Llegando a su casa, nos tragamos unas hamburguesas medio crudas y nos quedamos jetones. Al otro día me dijo que Frida, su perra sharpei, le estuvo hablando durante la noche. Le dije que no mamara.

Después de eso, todas las veces que fume mota fueron un fracaso tras otro.

En Salvatierra, en una peda descomunal, después de haberme tomado un cuarto de barril de cerveza y otro tanto de tequila, alguien sacó un churro y le di unos jalones como si quisiera sacarle el tuétano. No tengo que decir que no recuerdo mucho más, sólo que amanecí en casa de no se quien, con restos de mi propio vomito en la nuca. ¿Cómo le hice? Hasta la fecha es un misterio.

Una vez en el Terreno de Pedro, también estando pedísimo, Jiral saco su omnipresente churro y yo, sin haber aprendido la lección, le volví a jalar como profesional. Recuerdo que de pronto, de estar sentado en la cama, me fui de lado y así me quede, sin poder moverme, viéndolos platicar de lado. Según yo pasaron unos cuantos minutos, pero Pedro dice que estuve así un par de horas, balbuceando incoherencias.

En el Vive Latino del 2005, mientras esperaba con agonía a que tocara The Mars Volta, junto a Pablo y a mí había un grupito de cabrones sacados directamente de los 70’s. Un tipo que andaba por los cincuenta años estaba quemando el churro mas grande que he visto en mi vida, lo juro; aquello era un habano gigantesco, largo, choncho y apretado. Nos lo rolo y yo con sincero horror le dije que no, gracias. Aun así, la nube que soltaba (que parecía aquellas de caricatura que siguen a un personaje a todos lados, soltando lluvia) me alcanzo a pegar e incluso Fobia sólo me pareció horrible. ¿Qué clase de droga es esa, por Dios?

Después de un par de experiencias por el estilo, en las que, o no me hacia ningún efecto o me noqueaba completamente, decidí dejar la mota por la paz y apegarme a lo mío, el alcohol.

Irónicamente, sólo hasta hace poco, después de años y años de churros intrascendentes, fue cuando por fin disfruté como se debe un churro de mota. Fueron dos horas de estarnos riendo de un pomo de Tequila con mosquitos dentro. Mientras agitaba la botella y los veía girar incontrolables en un remolino (para “armar el mosh pit”) les decía, entre risitas estupidas: “Que buen pedo traen, se los compro” pero nunca me respondieron, supongo que estaban demasiado ebrios.

En mis años mozos probé todo tipo de chingaderas, pero nunca les encontré gusto. Soy ortodoxo y lo mío, como dije, es estupidizarme con cantidades industriales de alcohol y ríos de hermosa cerveza, fría como manantial de la montaña.

¿Qué quieren? Soy un hombre sencillo.