martes, 21 de abril de 2009

A Great Place to Work 2.0



Casi todo lo que escribo es ficticio.

Donde trabajo hay una mujer - hay varias - que es relativamente guapa, solidamente deseable y fundamentalmente aburrida. Aunque no tuviera pareja, no perdería el tiempo pretendiendola; no es una mujer con la que pudiera lanzarme al precipicio, y su frivolidad ni siquiera es sofisticada, sino más bien deprimente.

Se llama Zimram, y no me molestaría si googleara su nombre y lo hallara aquí, por que tengo la certeza de que no perdería el tiempo leyendo ésto, o mejor aun, lo malinterpretaría y entonces armaría un escandalo vergonzoso que provocaría mi despido, y llevo semanas rezando para que me despidan de este fiasco laboral.

Como sea, mi asunto con ella jamás rebasó de mis habituales contemplaciones, o esas horas inacabadas donde intento ahondar en las personas que me rodean, viendolas, procurando hallar una justificación para un humanismo que cada vez me cuesta más trabajo sostener. La veía a ella, o a otras compañeras, absortas en sus computadoras, capturando, tecleando como chimpances embellecidos, y pensaba en los arquetipos de la belleza impuestos por las revistas de moda, o en sus ambiciones de pacotilla, sus anhelos de casa de dos pisos, hombre trabajador que pague todo, tres hijos y un perro en patio, y así lo hacía hasta lograr sentirme profundamente desolado, y comenzar a soñar que era paracaidista, pero que jamás aterrizaba sobre un pasto siempre verde y azulado, como los ojos de la amante secreta de dios.

El efecto que me provocan las mujeres de mi trabajo debe tener mucho de inefable, puesto que recurrir a él provoca que mi mente incursione en otros elementos, y si me alejaba del sitio donde ellas trabajan, pronto olvidaba sus rostros, sus senos o sus culos, y el mínimo esfuerzo de evocarlas implicaba no solo un fracaso exasperante, sino también olvidarme de mis genitales, quedando emasculado por completo. Todo lo anterior, eso sí, podía explicar con sencillez la indiferencia que me inspiraban, muy distinta a la indiferencia por despecho u orgullo, y parecida por completo a la que experimentas frente a especímenes disecados en un museo de historia natural.

(En tiempos victorianos, solían disecar a los animales y vestirlos con ropas humanas. Muy gracioso lo sé).

Ahora sé que debí contemplar mucho a esa soporifera pandilla de urracas por que un buen día se me acercó un tipo regordete que me provocó repulsión de inmediato. Era imponentemente feo, de una fealdad triste y añeja, que te hacía adivinar que su familia, paterna y materna, también debían ser horribles, como si carecieran a su vez de progenitores, por que verlos te hacia dudar que hubiese alguien dispuesto a engendrar semejantes adefesios. El fulano se aproximó con modos discretos, invitandome a una plática sesgada, privadísima y secreta, y en cuanto lo tuve cerca, me habló al oido y me dijo: he visto como miras a mi novia.

Quien es tu novia, le pregunté, y el señaló con su mentón - un abultamiento amorfo y cómico, como si su cabeza brotara de su torax - a Zimram. Reconocí que si, que tenía la costumbre de verla, pero no solo a ella. El gordito no vaciló y descargó un puñetazo sobre mi cara que me noqueó por instantes, durante los cuales le vi hablando y gesticulando, sin oir nada, o quizá oyendo pero sin entender o sin querer entender nada.

Trabajo en un corporativo imbécil, de tintes progresivos que suelen aplicar teoremas de psicología industrial, cursos de adoctrinamiento y mecánicas de imagen e identidad laboral, y pues bien, acabé en la oficina de talento - variante para llamar a recursos humanos - con la compañerita sentada a lado mio; en mi cabeza intentaba tararear una canción de Leonid Federov y Vladivmir Volkov, pero las explicaciones de la mujer me distraían desesperadamente.

Luego comenzó a llorar, a suplicar que no le quitaran su trabajo, y que hablaría con su novio, o pareja (creo que incluso habló de matrimonio), para que entrara en razón y pidiera disculpas a quien tuviera que pedirlas (no especificó mi persona). Yo aproveché la cercanía para estudiarla a conciencia, y noté tres aspectos que, de evocarlos de nuevo en momentos inadecuados, podrían aniquilar mi erección y entristecerme sobremanera:

- Su cabello decolorado parecía emanar de su cuero cabelludo, como humo pesado o gas luminoso. Diminutas, las raices negras asemejaban pequeñas chimeneas, escapes microscópicos donde todo brotaba.
- El rostro estaba cubierto con una decidida capa de maquillaje, que parecía desparramado sobre cicatrices de acne apenas disimuladas por una tolvanera de furor y apuro matutino.
- Al inclinarse, a la altura de los riñones, su blusa descubría levemente un trozo de carne que revelaba el vaivén de su peso y las preocupaciones respecto a éste, en una piel estriada y pálida.

Recordé la envidia que solían tenerle otras compañeras de trabajo, cuando rumiaban sobre ella, acusandola de golfa e interesada, y de como había viajado en secreto a Las Vegas con un cliente que la había invitado. En ese momento, frente a esas imagenes y memorias, mi pene era un borrego asfixiado entre ovejas lastimeras que se quedaron atoradas en el cuello de botella de los pasillos y establos de un matadero.

Sentí una piedad fortuita e inevitable, y entonces ella también habló de piedad, y dijo que por piedad no podía dejar a su novio, por que sin ella, él se mataba. La oficina se inundó de piedad: el encargado de recursos humanos la escuchaba con rostro piadoso, caricontecido; ella solicitaba piedad y repetía toda la que sentía por su hombre, y hasta yo era una emulsificación perezosa de la piedad. Piedad, una y otra vez, muchas veces en éste párrafo.

La piedad es la forma más barata de practicar el humanismo, me dije.

13 comentarios:

Luis dijo...

Chale, los del martes nos la dejan bien dificil a los del miercoles, snif.

Guffo Caballero dijo...

Podrías juntar todos los nombres de las viejas del Huevo, y ninguno le gana a Zimram, snif.

Chilangelina dijo...

Híjole colega, muy bueno.
Tu descripción de las pequeñas chimeneas de las que emana el cabello decolorado volverá a mi mente una y otra vez en esta ciudad tapizada de falsas rubias.

Unknown dijo...

"La piedad es la forma más barata de practicar el humanismo"... Gran frase y gran remate.

¡¡Felicidades!!

Genial Manuel, genial.

Enhorabuena.

Dámaso Pérez dijo...

qué deleite tu narración

no pude evitar asociarla mientras la leía con los relatos de chéjov o de gogol sobre las pequeñas gentes

borregata dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
MinnaSade dijo...

Eres muy llano para escribir, plano y misantropico.

MapER dijo...

Me gusto tu relato, como lo vas describiendo...sobre todo la parte de los sueños de las tipas cuando trabajan frente a la computadora...lo mismo pienso de la oficina donde trabajo.

Manuel Lomeli dijo...

Gracias por el halago, MinnaSade (wtf of a nickname, btw). Ser llano y plano es mi aspiración. Ahora que si pretendías insultarme, escoge bien tus adjetivos y analízalos. De verdad.

O de lo contrario, seguirás escribiendo misantrópico en vez de misántropo.

A todos los demás, pues gracias; se siente rebonito que a uno lo reconozcan y digan esas cosas chulisimas de las barrabasadas que uno escribe. Snifirili.

Simbad de la Porra dijo...

jajajajajajaja

te acabaste a la pobre vieja

buenas metaforas

La Rosy dijo...

El cierre es genial.

vientos

«danito» dijo...

¿y porque te atraía? Lo sé, solo eran culos y tetas para ver.

Me acorde de mis visitas a uno que otro Call Center, imaginando historias de cada wy/vieja que veía.

Todos intentando sobresalir de ese anonimato

bbrbrrr!!!

marcemars dijo...

excelente descripción de la asfixia que provocan los trabajos... y muy buen texto... la descripción del tipo horrible... uff!! buenísima

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