domingo, 28 de junio de 2009

Refranes Miserables: Contigo Pan y Cebolla.




Pablo y Lourdes vivían en un pequeño y deprimente departamento en la zona norte. Lourdes había estudiado filosofía y claramente llevaba meses sin trabajo. Trabajaba de meserá en un pequeño restaurante, actividad que no soportaba. Pablo, en cambio, tocaba en una banda, de esas qué persiguen llegar a su primer "demo", sin llegar nunca, variando su tendencia desde un claro metal, pasando por un sonido patético qué emula ser electrónico, hasta terminar (desesperados), en un franco intento de agradar a las masas. Obvio, esto último no era rentable.

La poca suerte de ambos no llegaba más allá de aquellos 500 varos semanales qué le rolaba la madre de Lourdes desde Michoacán.
Sólo ellos sabían lo difícil qué era vivir su amor. Pablo la veía ojerosa cada tarde des pues del trabajo, triste. Así, le ofreció recortar un poco más los gastos, buscar formas, todo con tal de que ella pudiera hacer lo que la hacía feliz: escribir.

Pablo pasaba los días vagando o ensayando con el grupo. Terminaban cada ensayo con una plática larga y densa, con muchas humaradas de mariguana, y con esa esperanza suicida de seguir su música. El hambre apretaba por debajo de la piel, y cada vez eran más miserables: alacena vacía, caminatas interminables a cambio de no gastar en autobuses, carencias y lo más importante: esperanzas marchitas. La emoción que los llevó a estar juntos para siempre, como repetían, se apagaba. Eran un par de autómatas de un precario sistema hecho para todos, pero menos para ellos, para ese par de amorosos incandescentes, revolucionarios, poetas.

Pablo por fin, a través de un buen amigo consiguió un trabajo. No cualquiera: consistía en pasar droga a Estados Unidos en una camioneta. Él estaría un poco menos expuesto, ya que no sería el conductor sino el copiloto de una Isuzu Rodeo '97. Hacerlo un par de veces por semana, representaba cerca de 500 dólares. Suficiente.

La trama comenzó con una reunión previa, en el multi-familiar panamericano. En un departamento en el tercer piso, donde los recibió un hombre de mediana edad, de pelo lacio, cortado a maquinazos para dejarlo evidentemente erizo. Era moreno, y tenía una camisa de "Los Padres", el equipo sandieguino de béisbol. Llegaron, y el amigo de Pablo lo saludó como si fueran grandes compadres, grandes pretéritos. Miró con desconfianza a Pablo, lo saludo muy tenue, observándolo. Prendió un cigarro, mientras apagaba la televisión que transmitía un programa de noticias. Hubo una plática entre ellos, hasta que un silencio prevaleció. Se miraron entre ellos, y pidieron claramente con el gesto, y con la dirección de la plática, que Pablo saliera unos segundos. Quién sabe qué acuerdos se hayan hecho dentro.

A la semana siguiente, hicieron el primer trabajo. Recogieron la camioneta en la colonia Libertad. Lista. Se instalaron cómodamente, y un hombre les dio instrucciones con mucha amabilidad. Les dijo que él cruzaría con ellos en otra línea, y les hablaría con el tiempo suficiente para que eligieran la línea correcta, aquella con el vista aduanal, que a ojo de buen cubero, se exhibiera como el menos arduo y minucioso en sus revisiones. También les habló de lo peor: una revisión secundaria probable, donde lo más importante eran los nervios. Para blindar aún más los errores, omitió decirles en qué parte del auto escondían los enervantes. Cruzaron, diligentemente y sin mayor problema. Ese mismo día recibió un adelanto de su primer pago: 150 dólares.

Regresó con rapidez al departamento, pensando en el camino cómo iba a explicar lo del dinero, pero quizá después de que fueran juntos al cine y a cenar. Quizá había muy poco que explicar y mucho qué hacer con ese dinero: pagar algunas cuentas pendientes, comprar comida y un pequeño lujo. Al cabo había más por delante. Le diría a Lourdes alguna mentira; que la banda había conseguido unas humildes fechas en un bar, o que de plano se lo había encontrado. No paraba de pensar en su cabello, y la caída tan finísima que siempre ha tenido en sus hombros. A verla sonreír una vez más, aunque sólo fuera por el efímero patrocinio de dinero fácil, pero qué importaba ya -pensaba -. Cuando llegó , recorrió la cortina de la entrada a su cuarto, y no había nadie. Encontró una nota:


Me siento miserable y sola, te lo he querido decir desde hace mucho, pero sé que en parte es culpa mía. No tengo dirección en la vida, y entenderás que esto es lo mejor. Te quiere, Lourdes.

8 comentarios:

CÉSAR R. GONZÁLEZ dijo...

Late, late , late.

a.be dijo...

Que bonito te quedó y que vuelo tan productivo!
Casi nunca escribes cuentos!
Me gusto, mucho, mucho!

Supongo que en lo tardío tengo algo de culpa...

Pensando cosas mil veces dijo...

Muy bueno, sobre todo la imagen de sonreír por el dinero
Saludos

B. dijo...

Bueno, ¿quién podría culpar a Lourdes?

Manuel Lomeli dijo...

El relato es bueno, hijo de la verga...

Es el primero que te leo. Bueno, una vez me leiste uno en tu loft, y era bueno pero cursi.

Este solo denota tu burguesía. Escribes como un Maupassant adinerado.

¿Quién te quiere?

Josuédric dijo...

¡Woo! Genial. :)

La.Angie dijo...

muy muy muy bueno!..

que bueno la lulu lo dejo!.. pinche batito ramaseca!!!.. jajajajjaja


saludancias!

El Contador Ilustrado dijo...

pobre Pablo

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