Años después me topé en la calle con una de esas viejas huevonas que se la pasan viendo televisión. Le reclamaba a un actor regiomontano -que era el malo de una telenovela- el porqué le hacía la vida de cuadritos a Edith González o a Itati Cantoral; una de ésas, no recuerdo. El actor, entre risas y vergüenza, trataba de tranquilizar y hacer entender a la señora que él era sólo eso: un actor.
Bueno, pues con los anónimos pasa lo mismo que en los ejemplos anteriores, la única diferencia es que los anónimos no tienen los ovarios de estas ñoras para enfrentan a sus odiados enemigos: los blogueros que les caemos mal.
Imaginen hacerse de enemigos virtuales por el simple hecho de que alguien “te cae mal como escribe”. Eso es estar mal de la cabecita, ¿no creen?
Me he topado con muchísimos anónimos en muchas partes. Sé que son ellos; no hay de otra: o son putos y les gusto o se me quedan viendo tanto tiempo porque me conocen de algún lado, y ¿de qué otro lado pueden conocer a alguien que no frecuenta lugares públicos si no es por su blog?
Te reconocen desde lejos y se les dibuja una leve sonrisa en el rostro; sonrisa que muestra admiración y miedo. Te siguen con la mirada y evaden la tuya cuando te das cuenta que te observan. Les tiemblan las rodillas, dudan en acercarse y mejor se pasan de largo, pensando: “Sí es… ése es el pinche Guffo”. Y uno sólo se queda pensando cuál de todos los anónimos será.
¿Miedo de sus amenazas? Nunca. A pesar de que hay mucho loco suelto, uno no va por la vida pensando que le van a sacar una pistola o un cuchillo por ser un “bloguero famoso”. Imaginen el grado de locura de una persona que eleva a alguien a nivel de “famoso” por tener un blog. También es estar mal de la cabecita.
Debo confesar que hubo un anónimo que sí llegó a intrigarme. Pasó de “molestarme” en el blog a mandarme correos electrónicos con pura pornografía infantil. Una vez lo reté, poniendo mis teléfonos en un post. Los dejé todo un día, pero nunca me llamó. Ni siquiera llamó y colgó. Tal vez, dentro de su locura, pensó que tenía detector de llamadas o rastreador de direcciones de esos que salen en las películas.
Nomás porque no tenía nada que hacer y un lector cibergeniecillo se ofreció a localizarlo, di con él y resultó ser alguien de aquí de Monterrey al que conozco. Es de las veces que más decepcionado me he sentido. Le mandé un correo con su nombre y una advertencia sobre la pornografía infantil. Me respondió con soberbia y carcajadas escritas que no era él, pero dejó de mandarme correos.
Sé que los anónimos disfrutan que les den por el culo (por algo son ano-nimos), por eso, para que vean que soy buena onda, les dejaré la verga adentro y no comentarán en este post. Disfruten cultivando su odio y acumulando rencores. Algún día me lo agradecerán.