martes, 27 de octubre de 2009

¿Ya te cargó el payaso?



Soy quiropráctico como quien es dentista, cardiólogo, psiquiatra o cirujano plástico. Lo soy con tantísimo orgullo en un país de personas lesionadas en músculos, ligamentos y huesos. Gente gorda, cuyo sobrepeso termina por fincarles achaques en los cimientos fundamentales de sus cuerpos y articulaciones. Albañiles – los menos, pues mi prestigio es difícil de costear – que han cargado demasiados bloques, cubetas con mezcla, carretas de arena, de grava, hasta ricachones doblados por el peso algún televisor de cincuenta pulgadas, e incluso gandallas que no pudieron realizar suertes de bailongo con su gordita y fichera favorita.

Pienso en el devenir de esta ciudad, de Tijuana, y recuerdo cuando alguna vez quise estudiar filosofía, quise también ser sociólogo, luego psicólogo, y al final me conformé con ser quiropráctico, para quedarme con los pacientes de mi madre, que en realidad era más masajista que otra cosa. Masajista redimida, además, si saben a lo que me refiero. Si pienso en el devenir de Tijuana, pienso entonces en mi devenir, en como me volví quiropráctico, y como torcí mi camino para terminar resignado donde ahora estoy. Al principio despertaba frustrado y me dirigía a mi consultorio encabronado con la vida, enojado con casi todo. Con el tiempo entendí que algo se había perdido, y lo que no, debía perderlo cuanto antes. El perder me ayudó a ganarme y situarme en el aquí y ahora, concepto que adquirí después de simplificar mis criterios ontológicos y filosóficos a motivos más populares, a significados que podía comprar en cualquier librería Sanborns.

El paso del tiempo me cambió, pero también trastocó la clientela (y no me atrevo a decir o utilizar “mi" clientela, pues mi desapego es grande e iluminado). Y no voy a dorar ninguna píldora hablándoles de clientela oscura, o ni siquiera bizarra, ni de esos estereotipos que la gente de fuera imagina deambulando en esta ciudad. Basta decir que la gente cambió, y eso también es devenir. Todos pueden farfullar y presumir que Tijuana ha cambiado, y lo presumen desde su perspectiva personal y, más que nada, profesional. Hasta un jodido taxista deja callada a la concurrencia cuando se le ocurre hablar de sus días en los bulevares tijuanense para mencionar y maldecir del tráfico, de cómo los sinaloenses han jodido todo y que hasta los chilangos exiliados manejan espantosamente entre lo que alguna vez fue un clima cordial de automovilistas locales. Por supuesto yo también puedo llenarme la garganta de historias tijuanenses y recitarlas desde mi parapeto quiropráctico: a veces me apasiono tanto ladrando esas diatribas, que mis amigos bromean y me dicen que si yo fuera director de seguridad pública y también quiropráctico, enderezaría y aliviaría la columna vertebral social de esta ciudad.

Pero mis discursos son únicamente teoría, y en mi profesión, y en la medicina en general, es menester coleccionar casos clínicos y asuntos concretos. Lo clínico es percibir, y en esta ciudad en particular, es lo único que nos queda. El tipo de personas que cohabitan alrededor mio son meramente actores, víctimas, y espectadores. Por supuesto, la ciencia y el estilo estriba en convertirse en espectador; ello es elegancia y salud mental, y cuando pienso en eso imagino un consultorio Feng Shui, u oriental homeopático estilo San Francisco, y no mi consultorio al fondo de un pasillo en uno de los edificios más viejos de Tijuana ubicado en la calle Séptima y Niños Héroes. (Mi vecino es un psicólogo que sufre de una gravísima contractura muscular).

Uno de mis casos clínicos recientes apareció hace un mes cuando un hombre se presentó sin cita previa, y con tan buena suerte que me halló sin paciente, para decirme a rajatabla que su espalda estaba a punto de quebrarse. Le dije a mi asistente que nos dejara y le pedí al tipo que se quitara la camisa. Lo giré y me hallé con una espalda fortísima. Quien sabe si bella, pero en extremo fuerte y sólida. Un rombo. Sus trapecios eran magníficos, el acromion resaltaba enérgicamente, y los dorsales y mayores amenazaban con desplegarse como alas gruesas, o como un caparazón de carne. Revisé las apófisis espinosas, la lumbar y la sacra, pero me hallé que el verdadero problema estaba en el triangulo lumbar, que aparecía inflamado, como si fuera por fin a reventarse. Se lo dije y asintió. Asintió sin amargura, y supe que aún no me decía todo, y sin dejar de asentir se desabrochó los pantalones y me mostró, en el bajo vientre, una de las hernias inguinales más repugnantes que he visto en mi vida. Pero que jodidos le ha pasado, exclamé. Y me lo contó.

Lo de la espalda era un achaque relativamente viejo. Digamos que cargo gente, en peso muerto, me dijo; soy como muertero, alguien que tiene que mover cadáveres de un lado a otro, bajarlos por escaleras, subirlos a vehículos, meterlos a contenedores, acomodarlos dentro de ellos. Un trabajo difícil que jamás acaba, cuya demanda se ha disparado, y bueno, me pagan bien. A veces yo solo me encargo de bajar ocho, diez, doce cuerpos de una camioneta para dejarlos en lugares que no tiene caso contarle, y aunque mis compañeros pudieran ayudarme a ellos no les pagan para cargar nada, y los muy cabrones pueden contemplarme indiferentes e incluso enojados si me retraso.

Asentí. Le dije por supuesto que tenía que dejar de hacerlo. Lo que no me quedaba claro era la hernia que le colgaba de los huevos. Hábleme de la hernia, caballero, le dije.

Hace menos de una semana cumplió años mi hijo, doctor – comenzó – y yo le preparé una de esas fiestas donde se arroja todo por la ventana: contraté taqueros, hubo hot dogs, caramelos y frutas en salsa de chocolate, brincolines, juegos, un pony, y regalos caros para concursos infantiles. La fiesta era envidiable e invitamos a todos nuestros conocidos, incluso los compañeros de la escuela de mi niño. De esos cabroncitos no fue alguno; supongo que la reputación de mi trabajo es demasiado notoria y no los culpo. A lo que voy es que me disfracé de payaso, doctor, y viera usted que lindo se veía mi hijo riéndose de mis tonterías, que hasta yo me sentí mejor, menos estresado, menos adolorido de la espalda, menos matón y digno de él, de sus manitas, de su cuerpito y su carita. Yo parecía un payaso cansado, a decir verdad. Mi mujer me maquilló y no fue difícil: Incluso hasta la nariz roja la compramos en San Diego, junto con pantalones bombachos y zapatos largos, tal como debe ser un payaso.

El hombre continuó hablando de la fiesta, y por fin me dijo que al final comenzó cargando a los niños, llevándolos en brazos, jugando con ellos, lanzándolos a las colchonetas infladas de los brincolines. El esfuerzo fue tal que súbitamente sintió que se le desprendía uno de los testículos. Pensó que se le escurriría a lo largo del pantalón hasta el piso, y se detuvo discretamente. Fue hasta el baño y se encontró la hernia tal cual, que comenzó a dolerle sin control. La fiesta se había arruinado.

Ahora no puede carga nada. Sus jefes y socios sospechan de él, y necesita explicarles los porqués antes de que la sospecha se convierta en balazos. Yo me senté en mi silla, amplia y universal, y reprimí la risa, pensando en la imagen de un payaso cosmogónico que de tanto cargar se ha lesionado la espalda y herniado los testículos.

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