martes, 24 de noviembre de 2009

Memorabilia Satánica



Es imposible llamar demonios a todas esas espeluznancias, remembranzas y recurrencias a las que acudes con deleite y disfrutas a carta cabal. Si aquello que te atormenta, o puede atormentarte, se convierte en un hábito, has logrado habitar tus demonios y deformarte con ellos. El asunto acaba cuando debes mirarte en el espejo y descubres que el hábito te ha convertido en otro.

Los demonios son el tiempo, y éste se compone de recuerdos. El tiempo es la locura, le dije a Borregata la otra noche. Le pedí que ese fuera mi epitafio. Y bueno, aunque no suelo hablar - ni hablaré - de lo que ahora soy, es válido compartir cómo solía evocar mis demonios para disfrutarlos en todas sus formas y esencias.

Descubrí que podía provocarlos cuando tenía 20 años de edad. Fue accidental, como Proust y sus magdalenas y su té de tila. Lo mio fue menos afrancesado, por supuesto; fue una albricia tijuanense, un eco de mis vagancias. Hallé el primero de ellos cuando entré a un vecindario gris de la colonia Libertad. Una amiga me pidió que entrara a uno de los departamentos abandonados donde había escondido dinero y fotografías. El apartamento estaba furiosamente vandalizado; todo adentro crujía, y apestaba a tierra, excremento y orina. Los cosas debían estar ocultas en los recovecos fracturados de una ventana. Para acceder debía arrancar sigilosamente la madera que sustituía el vidrio y los marcos. Al hacerlo se filtró la música que sonaba de un apartamento vecino. Era música que me emocionó hondamente, y que entró en mi como una piedra diminuta que se hunde a vaivén en aguas densas hasta depositarse sobre un lecho lodoso y abrillantado. La canción evocó así una imagen completa, y me trasladó al recuerdo de mi primer enamoramiento, un enamoramiento desdichado e ignoto, pueril y de catorce años. Cuando salí del vecindario para dirigirme a la casa de mi amiga, llevaba en mi chamarra dos mil dólares, fotografías de ella y su familia, y en el espiritu la certeza de poder regresar a una epoca penosa y solariega con el influjo de una canción. Así le di la bienvenida a mi primer demonio.

Sin embargo, los demonios también tienen forma de culpas y remordimientos. De asuntos desechos o malas decisiones, tomadas en albores que muchos evaden, o circunstancias que se convierten en traumas y tabúes pagaderos en psicoanalistas y terapias grupales. Yo no albergo demasiadas culpas, y antes prefería lamentar lo que no hice sobre lo hecho. Incluso merodeaba con muchísimo placer el recuento de mis pérdidas, la morosidad de los años que supuse perdidos o desperdiciados. Yo jamás requerí de trepanaciones emocionales para deshacerme de mis lamentaciones, y enseguida perfeccioné el método para acudir a ellos o invocarlos. Por supuesto no estoy sugiriendo un esquema, como si fuera yo un Szandor LaVey de la melancolía, las culpas y la tristeza; sin embargo es menester describirlo...

Cuando comprendí que la música me permitía reincidir habitaciones, personas y, especialmente, aromas y olores, me dediqué a vigorizar demonios que supuse inexistentes. Pequeños espectros que, incluso, acarreamos desde la infancia, y que son tristezas diminutas, cimbradas por la impotencia de la edad y aliviadas con la idea de algún día seremos adultos y menos vulnerables. Por supuesto, a mi la voz de Syd Barret me recuerda la infancia, y cuando escucho - y perdonen la ironía - Remember a Day, no puedo más que sentir la delicada tristeza de enterrar a un tortuga minúscula, de un verde esmeralda, que mi padre me regaló antes de despedirse para siempre de mi en la Ciudad de México, antes de irse a Noruega a trabajar y morir. La había depositado en un frasco de Nescafé, entre algodones húmedos y el cadaver de una mosca. El agudo estribillo de Barret me remite a la triste certeza de que la tortuga murió por mi culpa, por mi negligencia.

Eventualmente descubrí que el alcohol era un gran facilitador de la memorabilia, y pronto me descubrí frente al monitor, absolutamente solo en alguno de los departamentos donde peregriné, tomando whisky, vodka, tequila, cerveza, mezcal, agualoca y hasta brandy, mientras pasaba de un disco a otro, de canción en canción, y de click en click, releyendo correos electrónicos, fotografías (toda fotografía, diría cierto filósofo, es el pasado por antonomasia, y representan el recuerdo asible e inamovible), y tristeando espectros y figuras etereas, que rondaban las habitaciones como una casa tomada, si se me permite parafrasear a Cortázar.

La música y el alcohol eran los ingredientes esenciales de mi liturgia demoniaca. Dependiendo de lo que deseara evocar, recurría a fotografías, cartas viejas, libros pasados, ropa y fetiches sin valor aparente que coleccionaba en una caja maciza de aluminio. Tenía, por ejemplo, una jirafa de hule comprada en el San Diego Zoo, el empaque de un condón, un mechón cenizo de cabellos, un disco de vinil de siete pulgadas roto en tres pedazos, y los infaltables pases cortados a conciertos y festivales. Lo mio era un ritual consumado. Realizado con la mayor de las premeditaciones. Sabía, por ejemplo, que podía huir de una fiesta desangelada, o de una reunión insufrible o modosa, robarme una botella si era posible, y largarme a mi casa y preparar mi parafernalia. Era un placer inefable lo juro, y cuando me sorprendía en un lugar, rodeado de personas indolentes, congestionados de risa, de ánimos sociales, y comprendía que mis mejores acompañantes eran mis diablos, me largaba sin despedirme y me encerraba en el mejor de mis aquelarres demoniacos.

Porque hay algo de cierto en el procedimiento: entre la penas y congojas del pasado, están sentados también los demonios glotones de las glorias pasadas. Son estos los peores de todos, los más carnivoros y hambrientos. Son diablos ligeros, espigados pero con vientres de barril sin fondo. A esos había que evadirlos, o amaestrarlos, porque siempre he sabido que no hay peor costumbre o certeza que suponer que todo tiempo pasado fue mejor que este.

Es por eso que aprendí a disfrutar del recuerdo. Entre sus infinitas penas y la contabilidad de lo perdido e irrecuperable, se halla la definición de lo que ahora somos, y si como yo, disfrutas lo que ahora eres, entenderás con sumo placer que todo lo pasado - ni modo - tenía que suceder.

Comentarios y demás, en estos sus comentarios, o en: manuel@recolectivo.com

9 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Y cuál es tu demonio?¿El tiempo? Quizá ya te atrapó en un tarro de nescafé, para que rumies cada uno de tus segundos.

Que texto tan triste, pero al final el camino trazado con o sin demonios es lo que nos queda para exorcizarlos.

Anónimo dijo...

¿Y cuál es tu demonio?¿El tiempo? Quizá ya te atrapó en un tarro de nescafé, para que rumies cada uno de tus segundos.

Que texto tan triste, pero al final el camino trazado con o sin demonios es lo que nos queda para exorcizarlos.

Anónimo dijo...

callate viejo puto callate! puto literaro de cagada

ulises-82 dijo...

wak wak! asi es como llora la chilindrina chillona

Neni dijo...

es la primera vez que comento, me encantó como siempre, muy parecido a cosas que estoy viviendo ahora, por eso comento....

saludos.

Anónimo dijo...

chinga tu madre!

Daniel dijo...

Este simplemente me gustó...y un chingo. Simplemente conectó mis obsesiones y mis pinches demonios omnipresentes. DSB

Manuel Lomeli dijo...

Chingas a tu madreeee putoooo...

Ay guey... me equivoqué: este post lo escribí yo...

Jojojo.

Saludos a todos los demás.

Anónimo dijo...

ja, ja, ja, buenisimo falso profeta eres la verga

Blogalaxia