martes, 3 de noviembre de 2009

Oh C'mon...


Si gustan, pueden leer este post oyendo la siguiente rolita:



Aunque el tema semanal me parezca frívolo, y parezca en realidad un tema hecho para remembrar mujerzuelas o golfas de poca monta y fortuna, si yo tuviera que recordar mujeres dignas de apodos degradantes y sexistas, tendría que recordar a todas las grandes amigas que tuve durante mis años de punk adolescente. Por eso voy a hablar solamente de dos.

El internet no era una herramienta social, no había messenger, no había cámaras digitales, ni adiccion a los gadgets, y nadie posaba con el fleco caido sobre los ojos para su perfil de facebook, y solamente los fresas y wannabes aspiraban a tener un celular. Llamabamos por teléfono público, nos reuniamos en las calles, e íbamos a tocadas hechas en traspatios, casas abandonadas, agujeros tremebundos. Nos enterabamos de ellas por volantes, word of mouth, carteles pegados en tiendas de discos, y el aviso infalible de los organizadores, que prometían alcoholes baratos y drogas diversas. No había ipods ni existía el formato mp3. La buena música la hallabas en tiendas especializadas o te la grababa un amigo en un caset.

Yo me juntaba en la avenida Revolución, tan tijuanense, frente al Sanborns, y también me junté con los punks de la calle tercera. Entre unos y otros había punkos de toda categoría: desde pobretones que tomaban camiones desde colonias decimonónicas para llegar a donde nos reuniamos, hasta fresitas inadaptados que se disfrazaban al salir de sus casas ubicadas en Lomas Hipódromo. Pero todos nos mezclabamos, y los que aguantaban se quedaban. Unos no rendían cuenta a nadie en sus casas, y otros se rebelaban habitualmente contra sus padres.

Primero conocí a Ana, y ella era - o es, aunque ya no la he vuelto a ver en muchos años - una trigueña lacia de enormes tetas, que en comparación con sus nalgas, la volvían desproporcionada, en una desproporción que semejaba a rebosar los waffles en litros de miel, o endulzar demasiado el café: un exceso de puerco placero, de mal gusto, de pornografía cutre. Sus ojos eran bellísimos, y su boca era explícitamente punk: pequeña y maleable. Podía torcerla para emular los gestos más provocativos y también los más provocadores. Era como una Sid Vicious disfrazada de Joy De Vivre. Y por supuesto, era carne inalcanzable para las jerarquías insignificantes de la escena punk. Al menos que realmente le gustaras, la otra forma de tenerla era a través del trueque: música. Y vaya que era difícil hallar cierta música en aquellos años.

La única vez que estuve cerca de tenerla fue cuando tuve en mi poder un disco compacto de los Varukers, una rareza que apenas conseguí en una visita familiar a San Francisco, y que me había costado trece dólares, porque en realidad era una grabación ramplona hecha en los primeros quemadores de discos. Me dijo: pásame tu disco y cojemos. Tuve una erección inmediata, pero decliné. Ahora han pasado los años y ya no sé donde quedó el cd. Un disco que, por otro lado, bajé hace poco con relativa facilidad de un torrent, y que me hizo pensar que Ana se acostó para obtener música que ahora se obtiene en tres patadas en el internet. El único que no aprovechó el intercambio, al parecer, fui yo.

Luego recuerdo a Arlahe, y siento que sonrío en mi estómago. Y cualquiera que haya platicado con ella de verdad, probablemente también podrá sentir una sonrisa en alguna parte de su cuerpo. Yo la siento en mi abdomen, como si mi alma habitara mi esófago y estómago. Arlahe era una tipa pequeña, de piernas anchas y entrada en carnes. Tenía el cabello largo, pero se lo había rapado de un costado y se había hecho rayones azules y rojos. Se miraba horrorosa, pero también era fea, así que el atuendo tampoco la perjudicaba. Era como adornar con chispas de colores los mojones sólidos de un perro. Ella era, sin embargo, extremadamente sensible, y todos sabiamos que adoraba dos cosas: el cine y hacer sexo oral.

Yo hablaba con ella de cine, porque no me atreví jamás a pedirle que me la chupara. Muchos de los tipos que se juntaban hablaban de eso: de la avidez golosa con la que Arlahe se metía el falo en su boca, tomándote de los testiculos con amabilidad, sopesándolos y atendiéndolos. Tan chamaca y tan mamadora, decía Roberto.

Una vez nos quedamos ella y yo sentados frente al Jai Alai, y platicamos. Ella me contó muchas cosas. Me habló de su familia, me habló de Hitchcock y del cine Noir, especialmente de John Alton, a quien apreciaba sobremanera. Me sorprendió descubrir todo lo que sabía en tecnicismos y escenografía o producción. De pronto me compartió un secreto: había grabado a su abuelo mientras fallecía plácido en un sillón. La confesión me sorprendió, y le pedí que me la mostrara. En su casa vi un corto de seis minutos, grabado en una sola toma lateral, a blanco y negro y luz revolvente: aparecía un viejo que dormitaba en espasmos apenas perceptibles y titubeantes, y que luego se quedaba quieto, comodamente quieto, hasta que el video se detenía por falta de espacio. No eran imágenes morbidas, ni fatales, ni terribles; no parecía que alguien hubiera muerto: parecía un viejo que se quedaba profundamente dormido. Nos dimos cuenta de su muerte cinco horas después - me dijo ella - y yo supe que lo tenía grabado todo aquí; ver a mi abuelo morir me hizo sentir amor por la vida y por lo que me rodea.

Creo que nunca como en aquellos años me sorprendí tanto por el género femenino. No es que las conozca ahora - tampoco me quiebro la cabeza ni me como el coco conociendolas; ahora me da lo mismo y me limito a amar a una nada más -, pero en aquellos años, las que conocí, casi todas una pandilla de locas, inadaptadas, jodidas y acomplejadas, me resultaban personajes salidos de un libro de Henry Miller, Kerouac, Burroughs, Celine y Spanbauer. Además era un jovenzuelo inexperimentado que prefería la impresión sobre la experimentación. Deseaba ahondar los recovecos de una mujer, más que penetrarlos y extenuarme en ellos. Quizá por eso me enamoré más y casi no tuve sexo. Era más interesante conocer mujeres jodidas que joderlas.

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