sábado, 19 de diciembre de 2009

La húmeda verdad



Mr. Stevens era el encargado del primer piso del internado. Era un viejo simpático que acostumbraba levantarnos a las 7 de la mañana por los altavoces del pasillo: “¡Gooooooooood moooooooooorniiiiing!”, gritaba, para después dar un aviso o decir algún chiste que nos alegraba la mañana.

En una ocasión comentó que “no nos sonáramos las narices con las sábanas”, pues las monjitas mexicanas que nos cocinaban y lavaban se habían quejado de las manchas. Todos los residentes del edificio reímos.

Después de clases, “los mocos embarrados en las sábanas” fue el tema de conversación en los dormitorios. Mis compañeros decían que cuando se masturbaban, terminaban sobre un montón de papel higiénico o entre las páginas de alguna revista Vogue del cuarto de tele, pero nunca en las sábanas; que las veces que manchaban las sábanas era porque habían tenido un sueño húmedo, y ni cómo evitar eso.

Yo confesé nunca haber tenido un sueño húmedo. Había tenido muchos sueños eróticos, pero ninguno en el que acabara eyaculando. Tenía 16 años.

Ese viernes por la tarde, metimos un doce de cervezas y una cajetilla de John Player Special de contrabando en la habitación del Síncero, un compañero originario de Piura, Perú. Nos lo bebimos entre el Charal –un güey de Tabasco-, el Tontín –un güey bien orejón-, el Síncero –que así le decíamos porque repetía mucho esa palabra cuando se enojaba- y yo: el Calaca.

Esa noche me fui a dormir medio mareado –era de las primeras veces que probaba el alcohol- y soñé con una gringuita que me gustaba mucho, a la que sólo veía los miércoles en las prácticas de voleibol del gimnasio del instituto. Soñaba que la besaba en las gradas de la pista de atletismo, con sus shorts apretados de color negro con rayas amarillas. Durante el sueño recordaba lo que me había dicho mi abuela antes de viajar al internado: “Todas las gringas están locas, mijito”, y, siguiendo su consejo, le agarraba las chichis a la gringuita de mis sueños.

Al día siguiente desperté medio crudo. El colchón a la altura de mi cintura estaba empapado. “Tuve un sueño húmedo”, deduje al recordar el agasajo imaginario tan sabroso que me había aventado en la noche.

Metí la mano adentro del calzón. Me rasqué, la saqué, me la acerqué a la cara y la olí. Fue cuando comprobé que en realidad me había miado, ¡snif!
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