sábado, 23 de enero de 2010



Montserrat tenía una cicatriz parecida a un ciempiés blanco en el vientre. Esa no es cesárea, decían mis amigos, esa es una autopsia; y reían.

Cuando era su turno en la pista, bailaba como ninguna. Una vez, en uno de sus descansos, se dio cuenta que la veía desde lejos y me sostuvo la mirada. Se paró, se acercó a la mesa, se sentó a mi lado y me preguntó mi nombre.

No me pidió que le invitara una copa ni me ofreció un baile privado. Me confesó que estaba harta de su trabajo, que no soportaba a los borrachos ni a los hombres que se la querían coger a la fuerza o sin condón.

-Cada que vienes te me quedas viendo mucho, pero nunca me hablas; ¿por qué?
-Porque nunca traigo dinero -le respondí nervioso.
-Por platicar no cobro nada –dijo sonriendo.

Me habló de su hija y me aclaró que la cicatriz en su vientre no era por haberla tenido, sino por un accidente; me habló de los padres que había dejado lejos, de su matrimonio fallido a los 18 años, de su sueño de estudiar turismo y trabajar en un hotel en la playa.

A la media hora llegó un guardia de seguridad que le dijo algo al oído. Montserrat asintió.

-Me tengo que ir a cambiar porque ya sigo yo.
-Okey…
-Eres el mejor cliente que he tenido.
-Gracias…
-¿Aquí vas a estar o ya mero te vas?
-Aquí estaré un buen rato.

Me dio un beso prolongado en la mejilla y se fue envuelta entre el humo y las luces de colores que salpicaban su espalda.
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