martes, 19 de enero de 2010

¿Quién gobierna este país?



Cuando trabajé en Sinaloa, yendo y viniendo, entre Badiraguato y Choix, su presencia era como una sonrisa musculosa. Como la de un viejo amigo que te dispara después de hallarte con su mujer.

Íbamos y regresábamos. A veces soñaba con sorgo, soñaba con cacahuate, con piedras lisas que salían volando como bisutería de teatro bajo el paso del convoy. Los soldados y yo, me decía. Y también mi amigo el sociólogo - ¿o era antropólogo? –, y las vereditas entre los cerros y los naranjos solitarios, como árboles hechos para colgarse y no morir de aburrición.

Lo mío era nostalgia, le dije al sociólogo. Lo de estos perros es calentura, decía él. Ah, la soldadiza. Los guachitos chiquitos, con el rifle G3 en la espalda, más largo que su espinazo; hasta parece que van a arrastrar el cañón. Solo la verga la llevan bien arriba. Bola de cabrones.

Durante cinco meses deambulé el norte de Sinaloa haciendo un estudio de los desplazamientos provocados por el narco. Y en mis recorridos solía verlo, imaginarlo, a ese habitante de esta sierra, chaparrito y sonriente, invitando a todo mundo a ser como él, a gobernar el estado con esa sonrisa tan coqueta que posó cuando lo exhibieron en Almoloya y luego en Puente Grande con su chamarra caqui y su cabello al ras.

¿Dónde estará? Preguntaba el pinche sociólogo, tan chilango él, como si encontrarlo fuera un sortilegio de la casualidad en el Zócalo capitalino. Aquí está, licenciado, le decía un oficial, pero nomás hay que hallarlo. Y para hallar a alguien hay que ir primero a buscarlo.

Cuando ese capitán decía eso, cuando farfullaba su muletilla favorita, sonreía también. Pero no como él, de sonrisa entrañable, de estatura baja en una sierra de hombres alzados. El chaparrito, como cualquier chaparro, se ha de esconder bajo las piedras, cantaba un sonsonete que escuché en una fiesta de pueblo, la noche que a una tal Hilda le echaron cerveza en la cara por negarse a salir a bailar.

Una mañana nos subieron a las Dinas y corrimos hasta una ranchería miserable entre Surutato y Bacubirito, y solo hasta que llegamos ahí, el sociólogo y yo nos dimos cuenta que los soldados estaban rodeando una casona que parecía hecha de cascaras de aguacate. Una covacha grande pero miserable, rodeada por hombres cuyos uniformes combinaban con el color de sus paredes. De una camioneta brincó un coronel que en vez de ordenar un asalto, pidió que hicieran una fogata y prepararan el desayuno mientras la tropa se quedaba quieta y vigilante. Quietecitos y con el ojo y el arma apuntando los quiero, y pónganme este chingado cuchillo a calentar en la brasa.

De la casa un hombre gritó que no hacía falta esperar, porque no pensaba salir, y que todos nos podíamos ir a la chingada, pero que hasta las mujeres se iban a partir el hocico antes de dejarse agarrar. Luego disparó con pistola, y volvió a gritar. En el remedo de vivac, el coronel pedía tocino y cafecito, y huevos bien revueltos, mientras le ofrecía a los oficiales y al sociólogo y a mí, y nos conminaba a comer como la gente, antes de que aquel cabrón agarrara valor y empezara a disparar con metralleta.

Luego disparó con rifle automático, hasta que se cansó. Es como si fueran balas de salva, le dije al sociólogo. Nadie se inmuta. Todos están bien tranquilos, y nosotros aquí atrás del pedo, a trescientos metros, tragando tocino con huevos y café. Si, verdad, asentía él, como idiota. Yo ya no tengo miedo, le dije, y eso es lo único que me da miedo. Yo no sé que estamos haciendo aquí, me contestó él. Para qué quiere a los de nuestra dependencia aquí, coronel, le preguntamos al hombre. Y entonces el coronel se sacudió las perneras, nos dijo que sí mientras sonreía, y tomó el cuchillo rojo y pesado de las brasas mientras le ordenaba a todo su estado mayor a que lo siguiera. Díganle a toda la tropa que ya se metan a la casa, para que cuando lleguemos esté todo listo.

Y la orden se la dio un subteniente que echó a correr hasta donde estaban cuatro soldados parapetados tras un encino. Así de todas partes el círculo comenzó a cerrarse en torno a la casa, con una lentitud digestiva, como si todos hubiéramos estado desayunando al mismo tiempo y ellos llevaran en la boca el sabor del café y las manos calientes por la hoguera. El coronel y su séquito entramos a la casa como si los habitantes estuvieran esperando a un personaje ilustre. Al penetrar el umbral, la primera habitación era una cocina. En el suelo estaban sentadas tres mujeres, una de ellas acuclillada, como estuviera pariendo o defecando. El hombre estaba recargado sobre unos tablones, y medio pelotón deambulaba el resto de la casa, moviendo y arrojando todo a su paso, con método parsimonioso y sin estrépitos. Nadie gritaba, nadie estaba molesto, y creo que recordé el cuchillo de campaña del coronel cuando éste se acercó al detenido y se lo puso en la entrepierna. El único lamento humano de todo el operativo, el único herido, carajo, me dije. Y enseguida la peste a quemado, incluso antes que los chillidos de las mujeres.

Pero nada. Tampoco las mujeres sabían donde se había metido quien años después aparecería en la lista de los hombres más ricos del mundo. El sitio 701 de la revista Forbes. Ni lo conocemos, juró la más vieja, quien además había escondido una .380 en su vagina, para quebrarse al que intentara violar a sus hermanas. Venga y chíngueme a mí que le quemé los huevos a este cabrón, se burlaba el coronel. Pero fanfarroneaba: sólo le había quemado la cara interna del muslo.

Hace unos días, mi amigote el sociólogo, que todavía trabaja donde mismo, pero en una oficina interpretando estadísticas y picándose el culo como todos los que hacen trabajo de seguridad nacional en este país, me soltó por messenger, así de la nada: te acuerdas. Como si yo fuera un nostálgico o un maricón que vive recordando emociones del pasado mientras se contempla la panza que llegó desde hace un par de años.

Me acuerdo, si, pero no por el olor de la tierra sinaloense, ni por los mocetones gueros que subían y bajaban de los camiones rurales. Me acuerdo al preguntarme quién gobierna este país, y quien seguirá gobernándolo cuando Felipe Calderón termine de largarse en el 2012, si es que logra llegar hasta esas fechas.

Me acuerdo, si, de todas esas sierras, barrancos, planicies y caídas recorridas en Sinaloa, en Sonora y Nayarit. Me veo yendo y viniendo en sopor dentro de camionetas y camiones de redilas. Como ganado inteligente. Ganado con licenciatura y maestría. Veo los soldados y policías pasar y repasar; a sus funcionarios que supervisan con ojos que no miran más allá de sus bigotes. Pienso en el tiempo perdido, en el altero de información que se fue a ninguna parte. ¿A dónde te irás tú, Felipillo, cuando toda tu pantomima acabe? Quién sabe. Allá en Sinaloa, sobre sus sierras - te lo juro - todavía hay alguien que piensa quedarse un rato más.

(Pd: Vale la pena leer esta nota)

6 comentarios:

Unknown dijo...

Así es que no quede duda quien gobierna este país, los demás son polichinelas. Buen texto.

Anónimo dijo...

Calderón se irá cuando se tenga que ir.Ni un día más, ni un día menos.

Anónimo dijo...

Matarile al MAricon, PUTO!!!!!!!!

Anónimo dijo...

vaya vaya empiezas a escibir cosas interesantes, lástima que no son tuyas.

Llamemosle quasi-plagio.

vas bien jordy Rosado de tijuana, tal vez llegues a los 5 comentarios

Atte
tu mas odiado anónimo.

pd. te veo en la presentación diarios del fin de manuelito.

Estaré mas cerca de lo que te imaginas...

Manuel Lomeli dijo...

¿Mi más odiado anónimo?
¿Y vas ir a la presentación?

Eso no parece odio, eh. Suena a enamoramiento. Pero no, chato. Yo ya tengo pareja.

Si quieres, puedo firmarte una nalga. Snif...

Y que miedo, eh. Voy a estar bien paranoiqueado toda la presentación, asustado de que puedas hacerme algo. Brrr, que miedoooo...

(sigh)

Anónimo dijo...

Mande a este joto a mamar verman a otro laredo

Blogalaxia