1. “Puto el que lo lea”. Me acuerdo perfecto: yo tenía como ocho años, venía de la escuela y pasé junto a la pared grafiteada a un lado de mi edificio. Ustedes no lo van a creer, pero yo nunca, nunca, había escuchado la palabra “puto”. ¿Puto el que lo lea? Llegué a mi casa y le pregunté a mi tía Martha, quien finísimamente eludió la pregunta.
2. Cuando los años pusieron ante mis oídos la gama completa de connotaciones de la palabra “puto”, la verdad es que me gustó. Me encanta como suena: es contundente, tiene dos consonantes fuertes, es cortita. Basta con que le digas “puto” a cualquier hombre para que le metas una insultada de aquellas, aún sin querer. Uno puede decirle puta a la mamacita del fulano en cuestión, incluso a la chava que va con él; ahhhh, pero no le digas puto a él, porque entonces se arma una de aquellas. Y en México, si quieres arruinar la carrera de un político, lo único que tienes que hacer es propagar el rumor de que es puto.
3. Lo curioso es que en la medida en que he ido incorporando el uso de “puto” a mi lenguaje cotidiano, he eliminado de ella cualquier connotación a la homosexualidad. En lo personal, para mí alguien puto es quien no tiene el valor de dar la cara cuando se equivoca; alguien que es hipócrita y no acepta sus responsabilidades; alguien que no tiene escrúpulos, que actúa cobardemente. Nada de esto, creo yo, tiene que ver con la preferencia sexual. Por ejemplo, el que se me cierra y me echa el auto encima cuando voy manejando, pero luego no se atreve a voltear a verme cuando paso por un lado: puto. O el tipo en mi oficina que cuando se pierde un objeto y le preguntan cuándo lo vio por última vez, dice no saber, por miedo a que lo culpen: puto. O el marido de mi amiga, que le dice que no sabe si quiere seguir con ella y lleva un año haciéndose pendejo jugando a que están separados y no. Grandísimo puto.
A veces también los que la llevan son algunos objetos, y ahí el género cambia indistintamente de masculino a femenino. Típicos casos para mí: me aprietan los putos zapatos; no encuentro las putas llaves; dejen de hacer ese puto ruido; paren el puto elevador; el puto Internet no sirve; hay que pagar la puta renta.
4. “Tengo algo que confesarte”. Vale madre, pensé. ¿Ora qué hizo este? Para mi sorpresa, me la soltó derechita: “Es que a mí me gustan los hombres”. ¡¿Juat?! No mamar. Éramos amigos desde hace tres años y fuimos cuates de peda durante al menos uno de ellos. ¿Cómo es que nunca me di cuenta? ¿Cómo carajos es que no me habías dicho? “Es que primero me tardé en aceptarlo. Después me dio pena que fueras a decir ‘este pinche puto’”.
Me dolió escucharlo. Lo quería –lo quiero, seguimos siendo amigos- muchísimo más allá de esa serie de clichés. Pero sobre todo, me dolió escuchar la palabra “puto”. Porque él es chido, noble, solidario; es tan alivianado a pesar de que luego me agarra de un pinche humor de la chingada; es sensible, talentoso, todo el tiempo metido en proyectos por amor al arte; un güey derecho y neto, pues. ¿Cómo se le pudo siquiera ocurrir que yo un día lo llamaría “puto”?
No, señores. Allá afuera sí que hay un montón de putos; mi amigo nomás es gay.