La palabra fin es, como las palabras amor, felicidad, dios y sexo, un camino amplio y sencillo a la malinterpretación. Es una palabra que sugiere que las cosas en el universo son una larguísima linea y, como la historia humana, es el punto último de la raya recta y rígida de los destinos.
Yo no lo sé, y no porque sea un relativista de mierda o un borreguito confundido varado en la cúspide de la nada. Lo que si, es que adoro los finales. Para mi son augurios. Son albas cuyos rayos penetran a través de la cerradura de la próxima puerta. Basta abrir y caminar hasta la siguiente, y aunque ese procedimiento parezca lineal, o rutinario, es muy probable que las cosas del hombre y su mundo sean, en realidad, la apertura recalcitrante y necia de la misma puerta, una y otra vez.
El eterno retorno, dirán los más taimados. Pero como tampoco simpatizo demasiado con Nietzsche, he decidido no ponerle un puto nombre a esto de acabar y volver a comenzar. Solo digamos que está en nuestra naturaleza la posibilidad de reiniciarnos, aun cuando nos neguemos a eso, y nos aferremos a una linea inacabable de sucesos distintos que eventualmente terminan con todo, contradiciendonos. Aun cuando nos neguemos a renunciar, a poner un fin, e hinquemos dientes y uñas a lo que creemos tener o ser. Siempre y siempre hay posibilidad de tener otra cosa, de ser otro.
Este es el tema número cien de Recolectivo, y el capataz de este congal, Luis, nos previno: sería el último tema, y lo mejor es despedirse. Sonreí al leer su correo, tan frugal, concreto y sin tapujos, pero con aire veleidoso. Me dije: ¿qué debería escribir para despedirme? Y pensé, por supuesto, en nada. Pero al final me vencí y decidí venir a ser, por primera vez, sincero con todos ustedes, los que leen, trolean, insultan o guardan silencio.
Jamás he escrito sobre mi en este sitio; todo lo que así ha parecido han sido mentiras bienintencionadas. No lo haré tampoco ahora porque probablemente acabe siendo injusto conmigo o con ustedes, y les muestre una mentira hilvanada de lo que esperan leer, lo que creen saber de mi por lo que han leido y el patetismo que todos los seres humanos arrastramos y que tratamos de ocultar con pretenciones, ambiciones, logros y el ruido de nuestra verborrea e intelectualidades. Al final olvidamos que somos seres que cargamos con tres a seis kilos de mierda en los intestinos, y todos los días compartimos con el ser de a un lado, la honrosa necesidad de sentarse a defecar o de dormir para soñar, al menos que seas un estreñido o un insomne, y entonces eso también lo compartes con alguien más.
Pensé escribir un relatito para los trolls. Uno sobre su famoso muerte al puerco joto latino. Imaginé que ese vituperio se escuchaba en los patios de un palacio, por una turba encrespada dispuesta a linchar a un hombrecito que, hace mucho, se quedó sordo y se resguarda del odio de los demás en sus reflexiones y demonios. Sentí la necesidad de darle ese honor a los pacientes anónimos que vienen e inundan estos posts con sus debrayes, como monzón veracruzano. Pero al comenzarlo, era tanta mi risa que se transformó en enfado, y el enfado truncó mis intenciones de rendirle pleitesías a todos esos locos cuyo humor - por desgracia - nunca pude comprender o disfrutar. A ellos, les pido una disculpa por no poder sentir cualquier cosa por sus retahilas: ni risa, ni odio, ni coraje o irritación. De verdad, disculpenme. Fuí insensible
Luego quise hacer una exposición de motivos. De los mios para venir a escribir aquí. Pensé en disculparme por todas esas veces que soné arrogante, escolástico o soporífero (las más, lo sé), pero entonces hubiera tenido que disculparme por suponer que alguna vez no lo fuí. Pensé también en disculparme por aquella respuesta que di a la entrevista que nos hicieron en no recuerdo que blog. Pero luego supe que mi respuesta fue un realidad mi esfuerzo para nutrir la dinámica, y que escupir una respuesta llena de suficiencias y considerandos me hubiera hecho sentir como un mentecato con investiduras de merengue y papel picado.
Quizá lo que debería hacer es pedir una disculpa por venir a escribir aquí una opinión sincera. Siempre pensé que se me invitó para ficcionar y entretener con relatitos impersonales, al que quisiera venir a leer. Que mis opiniones irrelevantes y espumosas me las podía guardar para cualquier reunión de imbéciles en fin de semana. Mi obligación - creí siempre - era espulgar mi imaginación en busqueda de un relato salido del tema semanal. Y eso es un asunto que obedece al esfuerzo y la reflexión, no a inspiraciones, musas o espasmos de genialidad. Yo nunca he sido un hombre inspirado ni genio, y más que musas, tengo serías motivaciones para salvarme a través de la escritura. Cualquiera que se halle sometido al hierro rutinario de la vida, sabe que existen esas pequeñas pasiones que salvaguardan nuestra integridad y nuestro espiritu. En mi caso, venir a escribir a Recolectivo me complacía sobremanera.
Como sea, me he extendido demasiado. No voy a pedir disculpas por eso porque quizá el que se las merezca ni siquiera llegó hasta éste párrafo. El que haya llegado no aceptará mis disculpas. Quizá sonreirá conmigo y, si tuvo la osadía y paciencia de leerme, podrá por fin percibir con esto último que escribo aquí, un pedazo de mi, que soy, de verdad, muy patético, humano y habitual, y que cago y duermo como el que más.
Y bueno, acabo diciendo que si, esto es el final. Y como dije al principio, todo final invita a renovaciones. Los que sobrevivimos a este proyecto, en verdad, ya estamos pensando en otros escenarios, en nuevas voces, en otro rumbo. Es la misma puerta, al menos yo no me engaño, pero el placer de abrirla de nuevo me hace sentir que toda renovación es una esperanza modesta. De esas que aun tenemos cuando vamos a votar cada seis años, incluso los desengañados, los cínicos y los criticastros a ultranza.
Prometo pronto, abrir con los que nos acompañen, la próxima puerta hacia el otro Recolectivo. A los que me leyeron para odiarme o disfrutarme, les doy las gracias.