sábado, 8 de mayo de 2010

El Regicida



Érase una vez, existía un rey malvado. El monarca gobernaba a través del miedo, intimidación, opresión y destrucción. Escondido de la luz misma en su decadente palacio, nadie mas que sus más cercanos súbditos realmente lo habían visto. Los rumores decían que por sus horribles deformidades, pasaba meses enteros enclaustrado en su macabra corte, la cual estaba atestada por podredumbre, heces, y cadáveres en descomposición en los rincones de la corte. Cuerpos de sus enemigos y familiares por igual, puesto que este rey carecía de sentimientos de un hombre, y era tan cruel y despiadado que era capaz de matar a su propia sangre si su voluntad no se hacía. Historias contaban como después de batallas, el rey bajaba al campo de guerra entre sus soldados, caminando sobre los cuerpos de sus contrincantes, e incluso hay quienes decían que llegaba a consumir las mismas carnes de sus enemigos.

Su reina era descrita por aquellos pocos desafortunados que habían logrado verla y sobrevivir, como una horrible, obesa, y decrepita bestia que no podia moverse por sí sola. Su torpe cuerpo permanecía casi inmóvil en su trono, mientras sus múltiples cortesanos, de alguna forma conteniendo el vómito, le servían platillo tras platillo, la comida de los banquetes cayendo al sucio suelo, a su vez siendo pisada y revuelta hasta formar gruesas capas de decrépito lodo con excremento. Los pobres esclavos tenían que fingir que todo estaba perfectamente en orden, al no ser que fueran ejecutados. La reina recobraba vida por ratos sólo para que llegara un asistente y le detuviera abierta la boca, mientras los demás la alimentan por rondas interminables, mientras se defecaba sobre sí misma. El hedor y viscosidad del proceso de masticación de la monarca revolvería el más fuerte estómago de hierro de cualquier desgraciado que osara verla comer.

Los banquetes eran ocasionalmente interrumpidos por días consecutivos de orgías masivas. Al parecer el rey tenía docenas de concubinas, lo cual no pareciere importarle a la reina, quien pasaba la mayoría de los días dormida en un estupor tan profundo que sus asistentes la movían por turnos para evitar que se ahogara con su propio vómito. El promiscuo rey pasaba horas enteras copulando con sus múltiples hembras. La cantidad de bastardos que esas noches de perversión procrearon sólo se podrían contar usando las estrellas en el firmamento.

Sin querer buscar problemas, yo, al igual que el resto del reinado, me limitaba a agachar la cabeza y ocuparme de lo mío, puesto que aquel que osara convertirse en enemigo del rey sufriría las más graves consecuencias. Yo mismo vi como expulsaba a familias enteras, mandando a sus soldados del mal a destruir cualquier hogar o poblado que le causara placer. Vivía en constante miedo a ser el siguiente, y temía que cualquier noche el ejército tocara también mi puerta, destruyendo todo por lo cual había trabajado toda mi vida.

Los guerreros de su realeza estaba constantemente en la marcha de guerra. Como el dedo de Dios, las legiones se ennumeraban en los millares, y aplastaban sin piedad todo lo que tocaban, arrasando hogares y robando y destruyendo todo lo que sus sucias manos podían alcanzar. Un verdadero ejército de bastardos sin piedad, ante el cual poblados enteros nos postrábamos por temor a llamar la atención de las hordas de destrucción.

Una tarde, tras llegar de un arduo día de trabajo, encontré mi humilde vivienda completamente destruída. El ejército real hizo de las suyas, sin la menor provocación de mi parte. Dejé caer una canasta de víveres, y me colapsé en el suelo como infante, sin poder controlar el llanto. ¿Por qué había sido castigado? ¿Qué hice en otras vidas para merecer semejante destino? ¿Quién escucharía mis súplicas, defiendiéndome del tirano? Sin tener otro lugar a donde recurrir, pasé esa noche de rodillas en las ruinas, rogándole a mis antepasados que me enviaran a un héroe para salvarnos a todos. A un salvador con el valor, astucia y coraje para enfrentar y derrocar al temible déspota y a su corte infernal.

Un buen día, tocaron la puerta de lo que restaba de mi casa. Al abrir, una imponente y fornida figura me llenó de miedo, pero después me invadió una ola de tranquilidad. El extraño me dijo que había llegado a ayudarme y librarme de mi opresor. Mi regocijo fue tal que por poco caigo ante sus pies, besándolos en agradecimiento, pero no quise incomodarlo y lo invité a que pasara a mi humilde choza.

Lleno de emoción, y revisando por la ventana en constante temor de que fuéramos a ser descubiertos, le conté entre lágrimas cómo los soldados del rey habían llegado ausencia y a destruir mi propiedad sin ninguna provocación. Le enseñé dónde sus armas habían cortado en pedazos mi pobre vivienda, hasta que me llené de emoción y no pude continuar. El héroe no hablaba mucho, y aunque me escuchaba y me veía a los ojos, yo sabía que su mente estaba en otra parte. Aunque no era precisamente como me lo imaginaba, me transmitía mucha confianza. Venía de tierras lejanas y aunque no pude colocar su acento, supuse que era del medio oriente. Cargaba consigo diversas armas que nunca antes había visto, y me sentía como niño mientras me enseñaba sus armas y me platicaba historias de cómo había cambiado la historia de otros desafortunados, tras su precisa y meticulosa intervención en otros conflictos en otros imperios.

Tras darme cuenta del potencial letal del héroe, mi compás moral me indicó que algo estaba mal, y pregunté temerosamente, “¿Eres entonces, un asesino a sueldo? ¿Trabajas para quien te pague?”. “Sí,” contestó, “pero no cobro hasta estar terminado mi labor”. Sentí mi pulso acelerarse con adrenalina. Héroe o villano, decidí contratar al asesino con los últimos de mis ahorros, y simplemente se limitó a decir que volvería en una semana tras completar su misión.

Esa noche, tras revolcarme en mi cama por horas, logré conciliar el sueño. Soñé que caminaba por un largo pasillo, sobre una alfombra roja de orillas doradas, ambos lados del pasillo adornados con las cabezas de antiguos opresores, siguiéndome con la mirada, observándome atentamente con unos ojos completamente negros, sus labios secos y retraídos, mostrando una mueca estirada mientras caminaba hacia el final del pasillo, donde me esperaba una luz placentera. Las bocas de los reyes se abrían y se cerraban lentamente, diciendo algo en una voz tan baja que me tenía que acercar a ellos, pero un pavor me inundó cuando súbitamente todos los monarcas expulsaron unas largas lenguas como tentáculos que me rodearon, finalmente estrangulándome sin yo poder moverme. Desperté sudando frío, y maldije el día que me vio nacer en estos tiempos.

¿Qué si los soldados del rey se enteraban de mi complot contra su majestad? Seguro vendrían a vengarse. No se quedarían con los brazos cruzados tras ver a su líder y amo asesinado frente a sus ojos. ¿Habrían testigos, o lo haría de noche? ¿Estaría despertando a un gigante, provocando mi propia destrucción? Poco a poco me fui convenciendo yo mismo del error tan grave que había cometido, pero era demasiado tarde para retraerme. El asesinato estaba ya en marcha, y no habría fuerza en el mundo para detener al asesino de cumplir su objetivo

Exactamente una semana después, mientras reparaba lo que quedaba de mi vivienda clavando unas tablas de madera, vi una silueta en el horizonte, oscurecida por el sol. Temiendo por mi vida un momento, me di cuenta luego que el héroe había regresado. Venía cansado y sucio, pero no logré detectar heridas. Se limitó a decir que el trabajo había sido completado. Se me vino a la mente una horda de soldados, decapitados y sin rumbo, con sed de venganza. La misión había sido cumplida. El asesino declinó mi oferta de pasar a mi casa y tomar algo de agua, diciendo que llevaba prisa a otro lugar.

Aún sintiendo algo de tristeza porque se iba, comprendí que su propósito era ayudar a todas esas personas que aclamaban ayuda, y que su trabajo nunca terminaría. Entendí que era una promesa que él mismo se había hecho años atrás, y nada que yo pudiera decir lo haría cambiar de parecer. Su noble búsqueda, derribando a monstruos de sus torres, cambiando a la historia misma en la oscuridad, alterando destinos de imperios enteros, no tendría un fin. Con algo pesadumbre agridulce, le pagué lo prometido hasta darle mis últimas monedas, precio que pagué con gusto a pesar de que sabría que vendrían tiempos difíciles.

El guerrero se dio la media vuelta, simplemente inclinando su cabeza. Quise decir algo que tuviera algún significado profundo, alguna frase de agradecimiento que le diera ánimos en sus horas de soledad, pero no encontré nada que fuera digno de sus oídos.

Simplemente pensé “Gracias, valeroso héroe regicida.”

“Gracias, Ahmed de Terminix.”

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen relato, me dieron ganas de cogerme a la reina

Anónimo dijo...

Al contrario que sus antecederos fue un sultán afectuoso y sensible, y mostró su lado más humano, cuando rechazó asesinar a su hermano Mustafa, quien finalmente le sucedió. Tuvieron renombre sus habilidades en la esgrima, la equitación, y el conocimiento de numerosas lenguas...

...Ahmed se abandonó a los placeres y el lujo de la vida de palacio durante el resto de su reinado que finalizó en 1617, y la desmoralización y la corrupción se hicieron tan comunes tanto en todos los estamentos públicos como en las filas del ejército

Anónimo dijo...

Felicidades, gnomo barrigón.

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