Crónica de una Muerte Dilatada

“Mutaciones autosómicas dominantes.”

Quizá si camino a lo largo de esta avenida… no. Nada me es familiar, vuelta de 180º y… no. Tal vez si avanzo una o dos calles en cualquier dirección reconozca algo. Ese edificio es bastante peculiar, ¿cómo es que no me genera algún recuerdo? Seguro lo he visto cientos de veces, quizá hasta sirva de punto de referencia para volver a mi casa.

“Mi casa.” Nunca te pones a pensar en el trasfondo de esa expresión. Parece algo tan simple, tan común, tan terrenal. No lo es. Se los dice alguien que no tiene siquiera la imagen mental de cómo luce su “mi casa”. Mucho menos alguna idea de cómo llegar a ese lugar que debiera representar paz y comodidad.

No es que nunca haya sabido, no es que no tenga hogar. En un principio comencé a perder esa magnífica memoria que siempre me caracterizó. No estaba mal, simplemente ya no era “sorprendente”. Ahora podrían pensar que estoy loco y no se equivocarían.

Alguien me toma del hombro, volteo y veo a una señora, mayor. Nada. No la conozco.

-Ay muchacho, te has perdido de nuevo. Tienes suerte de que te haya encontrado, ven. Sujeta el brazo de esta viejecita que ya te llevo a tu casa. ¿Qué no me reconoces?

-Eh… no, disculpe señora, no sé quién es.

-Sí sabes, nada más que ese cerebrito tuyo te está jugando bromas de nuevo. Soy la señora Mendoza, tu vecina. Ay muchacho, y tan inteligente que eres. Sólo Dios sabe por qué hace estas cosas.

No contesto nada, camino a su apacible ritmo durante diez minutos, hasta que ella se detiene y toca el timbre. Es una casa grande, blanca, de dos pisos, reja blanca a media altura y pasto, mucho pasto. Sale otra señora, más joven. Tiene lágrimas en los ojos. Me besa y abraza, no entiendo qué pasa. Me llama Javier, pero ese no es mi nombre, yo soy…

No sé quien soy.

“Mutaciones autosómicas dominantes.”

Mi nombre es Javier Madeira, tengo veintidós años y hoy es un buen día. Hoy recuerdo todo. Desde hace un lustro me diagnosticaron Alzheimer, el caso más joven en la historia de la humanidad, vaya honor.

No sé porque llamo “buen día” a aquel en el que soy capaz de saber lo que me está pasando, son los peores, sé que estoy muriendo. La enfermedad no matara mi cuerpo, pero mi mente ya no estará ahí, dejaré de ser yo, mi existencia se desvanecerá y aquellos a quienes quiero cuidarán de un recipiente añorando algo que ya no está ahí. No quiero que ellos sufran noches en vela, no quiero que mis hermanas vean cómo la infancia que compartimos significará nada, seré un estorbo, un ente sin consciencia que adoptará las funciones de cualquier animal: comer y dormir.

No quiero que cuiden esa carcasa que quedará, la verán y me verán a mí, pero no seré yo. Dentro de treinta años voltearán hacia atrás y habré sido una carga.

No me permitiré convertirme en una molestia para ellos, tampoco pienso dejar que mi recuerdo sea el de un cascajo. Me estoy yendo, pero aún puedo decidir como irme, y quiero hacerlo por completo y no en abonos.

No tengo el valor aún, pero sé que a partir de ahora haré que cada momento cuente, pues la próxima vez que tenga “un buen día” será mi último día. ¿Morir de a poquito? No gracias, no me voy al final, me voy al principio.