Fue en una peda que prometimos construir la máquina del tiempo

Alejandro llegó al salón con el pelo rapado. No pudimos evitar cagarnos de la risa. El rostro se le pintó de rojo y se limitó a tomar asiento en el pupitre.

Durante el receso nos contó que fue su padre quien le había cortado así el cabello, pues cualquier pelo mayor a los 2 centímetros de largo lo consideraba "de mujercita".

El apodo que mejor le acomodó a Alejandro, por encima de “Pelón”, “Cabeza de Kiwi” o “Cabeza de mi Huevo Izquierdo”, fue “el Cabo”. Era un apodo discreto, pues se lo podíamos decir delante de su novia –tenía novia- sin que se enojara.

Una de las primeras pedas que me puse –con tequila Zauza y Joya sabor toronja, ¡buákatelas!- fue con el Cabo. Hablando de todo y de nada, el Cabo mencionó lo de los viajes en el tiempo. Hablaba y hablaba con terminología científica que de seguro había leído en alguna revista Muy Interesante o visto en la saga de Star Trek. Que si el plutonio, que si los hoyos negros, que si la cuarta dimensión, que si el tiempo es relativo, que si Bibi Gaytán aún era virgen o ya se la había cogido algún Timbiricho, etcétera.
Acabamos con la botella y en nuestra peda prometimos, algún día, construir una máquina del tiempo.

El lunes, durante el receso, el Cabo nos dijo:

-Volviendo a lo de la máquina del tiempo que platicamos el sábado, que a ustedes: pinches borrachos, de seguro ya se les olvidó… ¿Cómo ven? ¡Vamos a hacerla!

Las papas con salsa y los tacos de frijoles reglamentarios de la tiendita del patio casi se nos atoran. Por su mirada y la seguridad en su voz, el Cabo hablaba en serio.

-¿Cómo que “vamos a hacerla”? No mames, pinche Cabo.
-¿Qué, güey? Es bien fácil, pero el gobierno hace que parezca difícil para que nadie las construya y escape del presente, vaya al pasado y cambie el futuro.

Le dimos pamba loca por mamón y culpamos al tequila Zauza de la atrofia mental causada en nuestro compañero. El Cabo escapó de los manotazos sobándose la cabeza, como si se peinara el pelo que no tenía.

En el segundo receso vimos al Cabo platicando con el profesor de Laboratorio de Química.
Al ver que lo observábamos, se despidió y corrió rumbo a la tiendita. Nos acercamos al maestro.

-¿Qué le decía el Cabo, profe?
-Su amigo es muy inteligente, deberían tratarlo con más respeto.
-Díganos qué le decía Alejandro, profe.
-Pues su amigo quería aprender más sobre el plutonio y...

No pudimos evitar cagarnos de la risa. Pinche Cabo aferrado.

Siempre pensé que la idea del Cabo y su máquina del tiempo era una chifladura. Cuando nos hicimos más amigos, no me pareció tan descabellada.

El Cabo llegaba al salón con el pelo cada vez más corto. Cuando le llamábamos a su casa, siempre estaba castigado, y a diario su padre lo reprendía por cometer la falta más estúpida. Una vez lo castigó una semana sin salir de su cuarto por manchar la camisa del uniforme escolar con leche achocolatada. Desde entonces, comprendí su mirada perdida y esa necesidad de refugiarse en una puñeta mental; de huir del presente, viajar en el tiempo y desear no haber nacido.

Así es que ya lo saben. Si llega a existir una máquina del tiempo, mi amigo el Cabo la construyó.