miércoles, 30 de septiembre de 2009

Abercionario




Ha llegado la orquesta, han puesto a los ilustres miembros de la filarmónica al final de la escalera, junto a la piscina. Desde hace seis horas los invitados no dejan de llegar, y presentimos que nunca dejarán de hacerlo. O, más bien, el último invitado llegará cuando la fiesta, la honorable fiesta, dicen -todos los que llegan y se sientan, para celebrar y tomar fotografías-, haya concluído. Nuestros padres -tíos de Rosenda, Eugenio, Marco, Antonia, Susana, y tantos primos más- se empoltran, y no salen, obviamente jamás saldrán de ahí, de la parte central de su mesa. Se levantan, para variar, y les toman fotografías -les han pagado, cuentan todos -después yo rectifiqué- para que aparezcan en todos los diarios, revistas, en el noticiero -hemos comprado una flamante televisión con el único fin de ver esta velada, una noche después, a nivel nacional- y casi se me olvida -pero seguramente a ningún otro más que yo, cuentan, dicen por ahí, pero sé que habrá otro por allá- casi se me pasa recordar que ni yo, ni la abuela, ni el abuelo, Renata, Rosenda, Eugenio, ni todos nosotros, tenemos por qué ver -y ¿por qué habríamos de?- ver -veremos, pues- un evento en el cual nosotros estuvimos. Tuvimos que hacer reencarnar a Napoleón -o hacernos de la vista gorda- para situar las mesas en lugares estratégicos, de tal manera que la familia Piña no tuviera que lidiar al lado ni con la familia Duarte ni con los Farfán, aún así, debían estar, al igual que los Lugo, cerca de los Garibay, que ahora son practicamente familia después de que Garbie Lugo -amiga de Rosenda, mi prima- eligió por tercer novio -aunque único, debemos afirmar ante la sociedad- a Fernando Garibay. Así pues, los G. y los L. pueden convivir, pero jamás estar cerca, y nunca por sobre todo, por ningún motivo debíamos situarlos junto a los Farfán y tampoco a los Villa -que son muy amigos de los Piña, y nosotros creemos que es porque Piña y Villa se parecen, -aunque no riman-. Después de tres mil ocho mil vueltas -no tantas como debería y más de las que estaba dispuesto a hacer- se nos ensarta el banquete; y a comer todos, mis primos cuentan, a nadie le gusta la comida, pero al perro le gusta y si a la mascota le gusta entonces a todos les gustará -como cuenta mi abuela, que odia a todos, detesta a los invitados, y le parece sencillo relacionar a los presentes con cachorros de cruza entre macho callejero y perra fina- ; sopa de calabaza -la hago mejor que yo, y a nadie engañan: sopa enlatada a la que quitan la etiqueta, y cobran mil por plato; quinientos y quinientos por mezclar talento con etiqueta -etiqueta que han quitado, aunque no me consta, de la lata-. Latas, latas, qué latas; y qué bodrio, como dirían en los programas doblados, qué horrible -como diría mi abuela- y qué culero -como rectificaría finamente yo- ver bailotear por ahí a mis primitos hijos del diablo, con celular para hablarle a sus compañeritos, y otro celular para comunicarse con santa -y santa ebrio, en el polo norte, ha roto relación con su esposa -se fue en uno de los renos, se llevó el trineo completo- Santa contesta sus mensajitos -jojojo, feliz navidad!- ¡Feliz feliz! les dirá a mis padres, y aun así no me imagino a Santa llegando en mitad de la noche para abrazar a mis padres y vomitarle en el hombro a mi madre -líquido blanco, con vestido azul, y qué pésima combinación, diría la familia, dirían las revistas, diría la televisión Nacional- "Wow, estoy en televisión Na-cio-nal". Tocan con enjundia -diría alguno de mis tíos rancheros -que son casi la mitad- los honorables miembros de la Filarmónica -agregarían mis otros tíos, el cuarto de tíos que me quedan, esos que mandan a sus hijos al extranjero para que aprendan inglés y conozcan Disneylandia- ; tocan fabuloso cada uno, y por sobre todo, todos juntos, pero también cada uno, los agraciados miembros de la Filarmónica, la canción favorita de mis padres, con la cual recuerdan, así sin más, ya para no perder la costumbre, aquél lejano día de abril en que se conocieron, y aquél lejano día de abril en que me concibieron, y después, aquél lejano dia de junio cuando contrajeron nupcias, con el vestido blanco como el vómito de santa, blanco como la nieve, blanco como una estrella, blanco como la horchata, blanco como las perlas -perlas en el vestido de mi madre, que figuraba, tal vez, como forrado del vómito de santa, o con los restos de la Horchata de una tal Michoacana-. Toquen entonces, la cancioncita, iluestres miem-bros de la Filarmónica; toquen esa que se saben de memoria de mis padres; la que mi madre pone cada día, cada noche, después de pelear con mi padre, porque de nuevo llegó ebrio, y porque la ama y la quiere tanto tanto tanto que hasta le confiesa que la ha engañado. Esa cancioncita, esa misma cuentan -no me consta, dicen por ahí, mi madre lo afirma, mi padre podría corroborarlo- que él coloca, él recuerda, cuando ve a Marissa, hija de los Duarte -que odian a los Piña y se llevan con los Villa- y la invita una copa, dos, todo el fin de semana, y ahora piensa, la ve desde ahí, cerca de los Camarena, en su mesa platica con Armando, "Lo odio tanto, a él no lo quiero"- le dice a él, y él piensa, mi padre ha de pensar, que no ha olvidado la canción, así como tampoco a mi madre; y la ve a su lado y es vomitiva, horrible, despreciable; una avestruz constipada con cara de tuerta; y gracias a todos por la visita, gracias a todos por pasar por aquí; por celebrar esta unión, este momento. Por celebrar a mi esposa, ave de corral, y lo mucho, poco, nada que me importa, ni recordaré, gracias a sus aplausos, a la Filarmónica; a mi razón atiborrada por los años y por si acaso, creo que tal vez, por una desmesurada cantidad de alcohol.
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