domingo, 13 de diciembre de 2009

Los libros que cambiaron mi vida



Yo crecí entre libros, lo digo sin pretensiones y con un leve enfado.

Sí, mi padre lejos de ser un bouquiniste respetado, desde que abandonó sus estudios universitarios tuvo que vender libros y enciclopedias para mantener a su estirpe.

Siempre fui muy apegada a mi padre, así que los recuerdos de mi infancia oscilan entre sábados lluviosos etiquetando ediciones carísimas y las paellas de Santa Rosalía en Eje Central después de ayudarle a verter los reportes de ventas en una IBM más vieja que la Atlantis.

Mi padre trabajó para muchas editoriales, Bruguera, Espasa Calpe, Océano, Marín, Alfaguara, Anagrama, FCE y por último Atrium de la que nunca más se supo nada.

Sobra decir que en mi casa había más libros que inmobiliario, los ejemplares amarillentos se apilaban a lo largo de la vivienda: debajo de la cama; sobre la mesa y bajo ella para nivelar una pata; en la cuna de mi hermana; en la sala; sobre la barra de la cocina; pero donde nunca nunca había era en el baño, pese al grandísimo placer de cagar y leer un entretenidísimo tomo.

Para mi padre había cierta mística en los libros, “los libros no se rayan”, “los libros no se prestan”, “los libros no se recortan”, y yo debía creerle, después de todo “los libros me daban de comer”.

¿Y éste de que se trata?— le preguntaba a mi papá cada viernes cuando llegaba con un libro nuevo, así obtuve por respuesta, “es Cosmos, de Carl Sagan”, “El símbolo en el niño, de Piaget”, “Trópico de Cáncer”, “Las cartas de Ayahuasca”, “Epistemología Neuronal”, “Poesía rebelde Latinoamericana II”, “Lotus 1, 2, 3”. Los títulos eran tan dispares y se acumulaban sin orden en casa que con empeño me gustaría pensar que hasta el Necronomicon se hallaba perdido en algún rincón.

“Velos bien Tania, son el único legado que voy a dejarte cuando me vaya”— le gustaba decir a mi padre, señalando hacia todas las direcciones donde hubiera libreros.

Con empeño quise leer tanto como me fuera posible, aunque tuve un desafortunado comienzo, por meses rumié el Capital el cual nunca pude pasar más allá de la Introducción, hasta que lo encerré en el cuarto de artículos inservibles de donde nunca debí sacarlo.

Fui de las desafortunadas niñas que en lugar de la Barbie astronauta, azafata, maestra o supercabello, tuvieron por regalo la colección más lujosa del Códice de Borgia. Para desgracia de mi nula popularidad, mis cumpleaños eran celebrados en las múltiples ediciones de la Feria Infantil y Juvenil del Libro, a donde acudíamos religiosamente y sin posibilidad de soplarle a las velitas.

En la escuela siempre fui objeto de burla, me decían desde “Pitufa Filosofa”, “Hija de Gutenberg”, hasta “Zuly- Brito”, para convertir en gramema mi apellido y hacer más desdichada mi existencia. Sin embargo, siempre fui respetuosa del destino que me tocó vivir, nunca renegué de los libros y lo poco útiles que me serían en un país como este, obedecía con diligencia las especificaciones de mi padre.

Pero cuando el muy cabrón nos abandonó en 1994, para irse a vivir a Cuba y pelear por una Revolución que sólo sobrevivía en los afiches, decidí olvidarme de todos los rituales, junté los libros que me heredó, algunos los subrayé, hice anotaciones y dibujos de zombies follando, recorté fotografías e ilustraciones y con el dinero que obtuve de vender el resto, baratísimos, muy por debajo de lo que costaron, me compré una Barbie y una televisión, después de todo “los bienes son para resolver los males”, y eso también me lo enseñó mi padre.

5 comentarios:

arboltsef dijo...

Y después de todo... al parecer, terminó muy bien. Hubiera hecho lo mismo. (Tal vez cambiando la Barbie por un He-man).

KrizalidX1 dijo...

y que culpa tenian los libros digo yo

Unknown dijo...

Muy bueno, captaste el sentido de la hija de un vendedor de libros, excelente y fluido. Buen trabajo

Anónimo dijo...

Buen relato, de cierto: linda vida la tuya. Saludos.

Panshio dijo...

me agrada leerte.

Gracias por todo

Blogalaxia