martes, 23 de febrero de 2010

Banderas Absurdas



A mi padre lo detuvieron en 1971 por fabricar LSD. Lo apañaron en el estacionamiento de la galeria Poppyfield en Kansas mientras intentaba ajustar su miserable Ford del 43, que tenían por defecto de fábrica, un carburador con un calibre inferior a la máquina. Cómo es posible que no encierren mejor a estos fabricantes y timadores, les espetó a los federales.

Sus declaraciones llevaron al FBI a un laboratorio instalado en un reducido granero en las afueras de Westmoreland, también en Kansas. Adentro había treinta y seis kilos de tartrato de ergotamina, precursor del LSD, y 800 gramos cristalizados de dietilamida de ácido lisérgico. Con la ergotamina, mi padre hubiera podido fabricar, además, de cinco a seis kilos de ácido. Un total de 120 millones de dosis; las suficientes para poner a alucinar a todo México.

El ruco no tenía sueños de narcotraficante. Como muchos, probablemente influido por Grateful Dead y los Merry Pranksters, era un hippie con estudios de bioquímica que soñaba por un mundo libre, cuya conciencia alcanzara el paroxismo de la iluminación, más todos esos sueños pachecos de hoyo funky que ahora se nos antojan trasnochados y ridículos, pero que en aquellos tiempos eran tomados tan en serios como hoy lo hacemos con el futbolista Cabañas, el Ipad y el retuiteo de la bloguera favorita. Sin mencionar la matanza de chamacos en Ciudad Juárez y asuntos de estola parecida.

¿Pensabas vender todo ese LSD, apá? Si vendieramos la dosis a 40 centavos de dólar, estimado Manuelito - me explica el viejo -, sin contar que en realidad vale hasta 20 dólares, aun así podriamos ganar hasta tres millones por kilo. Si lo hubiera vendido, tú hubieras estudiado en mejores universidades, y probablemente me hubiera casado con una mujer más guapa que tu madre; no lo tomes a mal...

Pero no va confesar. No a su hijo. Aún cuando estoy seguro que lo suyo era otra cosa excepto la venta y el lucro. Si, estoy orgulloso: me enorgullece que mi padre haya estado casi dos años encarcelado por fabricar LSD. Me gusta imaginarlo: cabello largo, flaco, con su nariz violenta de judio emancipado, sus ojos diminutos, sus dientes desviados, jeans y camisa a cuadros. Me gusta especular: probablemente contaminaría los contenedores de alguna lechera mexicana, los depósitos de agua del Congreso de la Unión; quizá regalaría dosis en los cumpleaños, o mandaría cartas de amor remojadas en LSD.

Ahora bien: Mi suegro también ha roto la ley, y todavía lo hace.

Cuando supe que, agregado a sus actividades como editor y psicólogo, era también un pirata, un canalla de los que clonan, graban, venden y distribuyen películas, me lo imaginé saliendo de alguna editorial crepuscular en la Ciudad de México, para instalar un tenderete de lona anaranjada en los linderos del Eje Central, y ofertar el galimatias cinematográfico de vampiros, chick flicks y grabaciones de los moteles más picosos de Tlalpan. El hombre en realidad es un tipo mediano, flacucho como su hija, con rostro de haberlo visto todo, poco probable para el arquetipo de comerciante informal. No tiene sentido, me dije al enterarme.

Pero el suegro vende pirateria exquisita. Siendo yo un adorador de todo lo que le haga el caldo gordo a las corporaciones, le pedí que me mandara un catálogo. El buen hombre me incluyó en su exclusivísima lista de correo electrónico, y me ha enviado lo siguiente, a escoger:

Vampyre Lesbos de Jess Franco.
The Drummer (soporífera) de Kenneth Bi
Big Man Japan de Hitoshi Matsumoto
La Chica del Puente de Patrice Leconte
Cerezos en Flor de Doris Dorrie
Still Smoking de Thomas Chong
El Ciclista de Mohshen Makmalbaf
Desnudo entre lobos de Frank Beyer
Las Cenizas de la luz de Majid Majidi
Besos Robados de Francois Truffaut
Una Mujer es una Mujer de Jean Luc Godard
Escandalo de Akira "Voy a dormirte" Kurosawa
Splinter de Toby Wilkins
Y hasta el clásico de Fritz Kiersch, Los Niños del Maiz

Le respondí, intrigado: Su selección es otra clase de cine, suegro. El infeliz me respondió, y puedo imaginarmelo, frente a su computadora, con entreceño fruncido, irritado de tener un yerno tan "perspicaz": Efectivamente, Manuelito.

Apantallado por tanta sofisticación, ya no me sorprende que su hija sea la mujer que es. Yo, supuesto criminólogo, acostumbrado como tantos a que todo lo ilegal sea, además, de pésimo gusto y calidad, debo vermelas ahora con un ruco, contemporaneo de mi padre lisergico, que vende piratería para sommeliers cinematográficos. Debo admitir que el modus operandis de mi padre político es digno de orgullo, y cada vez que vea publicidad contra la pirateria, voy a imaginarlo, adusto y grave como es, grabando la colección completa de Ingmar Bergman y Eric Rohmer.

Pero he descrito dos casos relativamente graciosos (¿¿??) de leyes rotas y actos sancionados por las instituciones judiciales y censurados por la opinión pública y las buenas conciencias. Ambos asuntos, más que actos de lucro y delincuencia, son en realidad delitos inspirados por una forma de pensar, por idiosincrasias definidas con propósitos determinados. Yo quiero en realidad aprovechar para hablar de mi gran amigo Carlos, quien me prohibió dar apellidos y hasta descripciones físicas. Pero si eres muy guapo, hermano, le dije. Es una lástima que las lectoras de Recolectivo se pierdan la oportunidad de imaginarte.

El asunto de Carlos no tiene la truculencia de los dos viejos acidos y piratas, sino el absurdo de nuestra modernidad complicada. Ha sido demandado por tres empresas programadoras por violación de derechos de autor, modificación de productos sin licencia y traspaso ilegal de información.

Haciendo un lado la mengambrea legal, mi compadrito se ha dedicado, primero, a modificar los códigos fuente de diversos programas y sistemas operativos para hacerles cambios de idioma y protocolo, y segundo, a distribuir copias de esas modificaciones a etnias y poblaciones marginales o rurales.

Por ejemplo, ha traducido diversos programas y plataformas a lenguas indigenas, o recortado su carga para que puedan ser utilizados en maquinas con poca memoria o que no pueden contar con mantenimiento técnico continuo. Las empresas exigen indemnizaciones millonarias con dinero que Carlos ni sus colaboradores tienen. El trabajo que todavía realiza lo hace sin recibir beneficio económico, y las organizaciones civiles que financiaban su proyecto se niegan a continuar apoyandolo mientras las demandas existan. Para colmo, el mentecato ni siquiera puede pagarse un abogado.

Supongo que no pasa a mayores, me explica muy sonriente, y abunda: En realidad ya no podré cruzar a Estados Unidos. Se quedará en latinoamerica, yendo y viniendo mientras trabaja en proyectos que algunos consideran insignificantes e inútiles, y otros ilegales y nocivos. Pero yo no trabajo en la clandestinidad - explica -; lo mio es una bandera al aire, una bandera pequeñita, con símbolos y colores que significan algo, como todas las demás banderas e ideas del mundo.

Yo, que poco sé de computadoras y demás, estoy muy de acuerdo. Incluso hasta yo tengo banderas...

6 comentarios:

Unknown dijo...

No se trata de seres a los que la necesidad los empujó a la ilegalidad; son convicciones profundas llevadas al extremo; la lana pasa a segundo término, aunque la remuneración económica se antoja como una consecuencia exquisita por hacer lo que te gusta, y de pilón enmedio de la adrenalina del riesgo...... cabronsísimo!!!.... Es una lástima que el espíritu gregario sea más popular.... y es que no cualquiera se atreve....

La Rosy dijo...

Dile a tu amigo Carlos que pa' eso está el opensource y si está tan guapo mándamelo ;)

Me gustó el humor (¿¿¿???) del texto y no se cómo no se me ocurrió uno de las banderas computitas. ASH.

Anónimo dijo...

No estaba en el catalogo tu favorita, la de 5 contra 1???

salaverga dijo...

Nada como leer uno de tus textos como para sentirse analfabeta tres días seguidos, enhorabuena, tesaurito!

Anónimo dijo...

Inguesulandia

.... dijo...

eres cagada de perro OOOAAAARRRR

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