viernes, 2 de abril de 2010

Venganzas





Todo comenzó cuando era niño; debí tener siete años cuando ella me mordió. No recuerdo el dolor pero puedo asegurar que era horrible y ella era aún peor: Roja, enorme, de cabeza ancha, tenazas malévolas y sonrisa cínica. La desgraciada huyó y jamás pude atraparla.

Inicié con mi venganza. Me senté horas frente a la salida de su colonia, observándolas, estudiándolas, evaluando las estrategias más efectivas. Aprendí a esperar pacientemente, a dejar que la ira se añeje y pensar con la mente fría: Desarrollé un plan de ataque.

Entonces decidí comenzar el exterminio. Cada día rapté a una de ellas y la torturé hasta acabarla. Le arranqué una a una las antenas y las patas, la ahogué en cloro, la quemé lentamente con un encendedor o le quité la cabeza para que corriera sin sentido por unos segundos. Pero al poco tiempo entendí que a ese paso jamás lograría aniquilar a todas. Entonces aceleré el plan: Envenenamiento masivo patrocinado por mi madre bajo el pretexto de proteger el jardín.

¡Había vecido! Por fin pude descansar...

Nunca le conté a nadie. Incluso entonces sabía que eso no era bien visto, que nadie entendería. Imaginaba que me señalaría y se burlarían o se alejarían de mí con miedo porque yo hice lo que los demás sólo se atrevían a pensar. Decidí que era mejor no admitirlo; no compartí con nadie lo bien que se sentía.

Crecí y olvidé, por lo menos hasta hace un año. Volví a ver ese cuerpo rojo brillante, esa cabeza enorme, esas tenazas diabólicas, esa sonrisa sádica: podría jurar que era la misma de hace treinta años. No pude esperar. Caminé a toda prisa y la aplasté.

Ese fue sólo el inicio. Comencé a ver las tenazas enemigas en todas partes, tuve miedo, terror de las mordidas. Me quedó claro que la guerra no había acabado, los ataques seguirían sucediendo a menos que me encargará de ponerle un fin.

En una estrategia preventiva comencé a envenenar colonias de hormigas en donde quiera que las encontrara; imaginé que era mejor matarlas a todas antes que tuvieran la oportunidad de encajarme sus tenazas. Pronto mis ansias crecieron y transferí mi miedo a todos los insectos que pude encontrar.

Enloquecí, seguramente, pero era un loco inofensivo. Si lo piensa usted bien podrá darse cuenta que hasta beneficiaba a mi comunidad entera con un servicio de exterminio de plagas como ningún otro.

Cada día que pasaba, cada colonia que destruía, cada animal que caía muerto ante mi veneno me daba una sensación se seguridad y poder impresionante: Comenzaba a sentir que estaba a salvo. Por supuesto, mi sensación de estabilidad era falsa y mi obsesión me cegó por lo que jamás pude ver de dónde vendría el próximo ataque.

Fue esa niña la que me trajo aquí. A diferencia de las hormigas su apariencia era inofensiva, su piel era blanca, su cabeza perfectamente proporcionada, su cabello rizado y su sonrisa aparentemente inocente. En ningún momento imaginé la especie de demonio que era esa pequeña.

Primero sonreía tímidamente y se escondía, después saludó con la mano, después se acercó poco a poco, aún conservaba la timidez y cuando llegó a donde yo estaba le extendí mi mano en señal de amistad. Entonces atacó. Una mordida en el antebrazo, rápida, certera, profunda, seguida de una risa diabólica mientras corría hacia su madre quien ni siquiera se tomó la molestia de disculparse.

Por supuesto que la seguí a su casa ese día y la observé por una semana más. Aprendí sus movimientos y los de su familia, memoricé sus horarios y costumbres. Esperé pacientemente, añejé la ira y con la mente fría desarrollé un plan de ataque.

El veneno habría sido una muerte justa, acorde con su especie, pero los niños de hoy saben que no deben aceptar dulces de extraños; era simplemente imposible hacerlo. El cloro, el encendedor y el desmembramiento también eran métodos demasiado complejos para el tamaño de este insecto...

Tuve que idear un plan más sencillo, más clásico y trillado pero no por eso menos efectivo: La asfixié. La rapté una tarde que los padres no estaban, la llevé a mi casa, le amarré las manos, le puse una bolsa en la cabeza y la cerré en su cuello y la vi correr sin rumbo, llorando, gritando, retorciéndose cada vez con menos fuerza hasta que dejó de respirar.

Después me entregué y confesé mi supuesto crimen. No lo hice porque me sentí culpable, al contrario, me siento orgulloso y pleno: Sé que no gané la guerra, pero esta batalla fue suficiente triunfo para mi vida entera.

La verdad, merezco reconocimiento pero sé, como cuando tenía siete años, que no se me dará. Sé que seré repudiado, sé que seré temido, sé que todos se aterrorizarán porque yo hice lo que otros sólo piensan hacer, sé que usted me condenará, me dará la pena más alta posible y aún así pensará que no hizo suficiente para castigarme.

Sí, señor juez, sé que nadie entenderá. No puedes entender si no te han mordido.

3 comentarios:

Unknown dijo...

pa' su madre, qué rencorosito, ¿eh?

SirenNa dijo...

Jejeje diente por diente...

La.Angie dijo...

:O mataste a paulette???..


jajajajajaja

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