sábado, 27 de febrero de 2010

Honores a la bandera


viernes, 26 de febrero de 2010


Lo frágil de mis banderas

Justo ahora que he abandonado un trabajo en el gobierno panista y alguien me ha echado en cara mi deslealtad y mi absoluta falta de compromiso con su causa, me puse a pensar en la autenticidad de mis banderas para caer en la cuenta que fuera de mi enfermiza afición por los Tigres y mi fidelidad matrimonial tras once años de casado, he traicionado demasiadas cosas. A igual que Sabrina, personaje de la Insoportable levedad del ser, a veces encuentro un ácido y delicioso saborcillo en la traición. Aquí va una breve historia de mis traiciones.

Mis endebles convicciones políticas

Cosas de la vida. En el terreno político es en el que más aplico esa frase de Groucho Marx: “Estas son mis convicciones ¿no le gustan? Pues no se preocupe, aquí tengo otras”. Aunque en teoría soy un periodista con más de 14 años de experiencia en cobertura política y dicen que hasta me pagan por hacer una columna sobre el tema, la triste realidad es que mis propias convicciones políticas son el monumento a una esquizofrénica inconsistencia.

En 1985, durante la campaña electoral de Fernando Canales en Nuevo León fui un panista rabioso y convencido. Tenía 11 años de edad y ser panista se me hacía lo más cool del mundo (habiendo nacido en un hogar burgués y regiomontano la influencia era grande). Hasta acompañe como voluntario a Alejandro Páez en su campaña por la Alcaldía de San Pedro. No estaba mal para empezar una carrera política. Empecé más temprano que muchos que ahora son funcionarios. Siendo constante, chance y a los 21 me colaba como regidor en algún municipio. Pero no.

A los 14 años abrí los ojos y tuve un breve periodo de marxismo-leninismo declarado que mis padres trataron de combatir a toda costa y después de algunas lecturas básicas (por supuesto me fleté el Manifiesto pero nunca El Capital) mi mayor involucramiento en movimientos radicales me hizo empezar a adentrarme en Bakunin, Guerin y Malatesta.

Pero a mis 18 años, siendo alumno de la Facultad de Ciencias Políticas de la UANL, tuve el deseo de cambiar al mundo militando activamente en el FJR del PRI. Como siempre se me ha dado cierto don natural para los debates y los concursos de oratoria (he ganado tres), allá andaba yo en foros, discusiones y certámenes defendiendo al tricolor. Era la época en que Colosio era presidente del PRI. Mi militancia activa duró menos de un año, pero aún así tengo buenos amigos en el PRI de Nuevo León.

En 1994 celebré con beneplácito el nacimiento del EZLN e incluso acudí a algunos mítines de apoyo. Hasta presenté en 1995 una ponencia sobre la creación de zonas autonómicas. Hoy pienso que hay que salvar a los indígenas de los indigenistas y el moderno zapatismo se me hace, en el mejor de los casos, una reminiscencia que sólo alguien muy iluso y romántico se puede tomar en serio. Voté por primera vez en 1994. Mi voto fue para el PRD. El Cuatemochas Cárdenas. En 2000 voté por Rincón Gallardo y en 2006 el exceso de trabajo no me permitió votar, aunque confieso que pensaba votar por Calderón.

Siento especial respeto por los anarquistas y anarcoterroristas españoles de principios de siglo (de los pocos seres totalmente limpios que ha arrojado la política) aunque mis textos políticos favoritos son los de la Ilustración (hablando de Historia Universal) Como quien dice, son mis ideas rectoras. Pero me gusta más la antigüedad que el presente. Yo sentía especial respeto por Anthony Gidens, el politólogo de cabecera de Tony Balir y miren las babosadas que acabó haciendo ese lacayo de Bush.

Mi doble vida futbolera

Para mí el futbol se divide en Tigres y el resto. Con Tigres soy un simple aficionado irracional que es capaz de torturarse con juegos pésimos o simplemente soporíferos y aún así seguir apoyando incondicionalmente a su equipo. “Me aficiona quien me convence”, dice Phuy. Tigres no me ha convencido en miles de juegos, pero esto va más allá de una afición. En mi fase Tigre, no me precio de ser un conocedor, sino un vil hooligan barrabravero que se parte el alma por su equipo.
Con el resto de los equipos del planeta (con excepción de rayados al que odio con fervor), me precio de ver el futbol con mentalidad de director técnico ajeno a toda pasión.

Por ello disfruto más viendo el futbol de otras latitudes que el de mi país. En promedio, veo más partidos de la las ligas de Argentina, Inglaterra, la Champions y la Libertadores que de México. De ahí el único imperdonable es el de Tigres.

Se que es absurdo empeñar buena parte de la energía y las endorfinas en una camiseta que hace 28 años no gana una liga en Primera División, pero igualmente absurdo es matarse por una religión o por un partido político. La vida en sí, es absurda y el absurdo, amigos míos, no tiene categorías.

Los orígenes de mi ateísmo

Nací en un hogar católico y en la infancia cumplí con todos los sacramentos. Tengo insoportables tías del Opus Dei y mis padres son católicos practicantes, aunque no radicales. Mi Abuelo fue un filósofo seguidor de San Agustín y Santo Tomás, el mayor filósofo cristiano que ha parido México y el que tiene una obra mayor. De él heredé la pasión por los libros desde temprana edad. De los libros, principalmente, nacieron mis dudas sobre la existencia de Dios. Desde los 16 años soy totalmente ateo. Nada de que creo en Dios pero no en la iglesia. No. Yo no creo en una puta madre. Considero a las religiones monoteístas, principalmente la maldita trilogía judeocristiana- musulmana como la mayor peste que ha padecido la humanidad. Mis convicciones pueden mutar, pero mientras no suceda lo contrario, que se me aparezca la Virgen del Comal o algún milagrito por el estilo, sostendré que ningún Dios existe. No voy a discutir aquí de teología. Prefiero hablar de futbol.


Aborrezco las convicciones literarias.

En la literatura no tengo convicciones. Punto. Me gusta, me divierte, me aburre o la aborrezco, pero no la clasifico. Disfruto lo mismo a Emilio Salgari que a Mario Bellatín y considero que Julio Verne vale tanto como un José Revueltas y me hipnotiza por igual un Rafael Ramírez Heredia que un Ricardo Piglia, y respeto tanto a Tolstoi como a Milán Kundera sólo por hablar al azar. Me aburren los teorréicos y a los maextrozos y toda esa horda que se masturba con Roberto Bolaño y similares. Sufren demasiado haciendo clasificaciones, tanto, que se olvidan de leer y sobre todo, de disfrutar.

La música es mi mejor pasatiempo

De música ya he hablado mucho y no tengo convicciones. El Metal es un planeta central en un universo donde giran muchos otros géneros. Chavela Vargas, el Piporro, el rock argentino, la música colombiana, el tango y Bach son bienvenidos por igual en mis bocinas en donde Iron Maiden, Black Sabbath y Motorhead son soberanos absolutos.

Cioran y Juan Escutia.



jueves, 25 de febrero de 2010

Centímetros cúbicos



“Somos como somos, por eso nos va como nos va”.
Xavier Velasco


Carlos introdujo la llave, accionó el botón de arrancado y giró la muñeca muy suavemente, tal y como le enseñó el gerente de la agencia unos días antes. Cuando el combustible ardió en el pequeño motor de 500 centímetros cúbicos entre sus piernas, el corazón se le aceleró al ritmo del sólido rugido del escape.

Era la primera vez que sacaba la moto de su garage. El estruendoso sonido le provocó una enorme sonrisa que disimuló bajo el reluciente casco que había adquirido junto con el vehículo unas semanas atrás, en una exposición de motociclismo. Por supuesto que no sabía nada de centímetros cúbicos, cárters modificados y frenadas compensatorias. Mucho menos sabía conducir una motocicleta, pero la carga de adrenalina y el sentido de libertad que le proporcionaba su nuevo vehículo, lo hacía alejarse varios años luz de su ordinaria vida y su rutinario empleo en el corporativo de paredes gris penitenciario.

La moto avanzó con precaución en las calles circundantes a su casa. Aunque tenía cierto temor a ser arrollado por los automovilistas y los imprudentes conductores del transporte público, Carlos no podía disimular la enorme emoción que le provocaba, ahora si, manejar por primera vez su motocicleta. La experiencia se complementó con la música que lanzaba su ipod. Nada más apropiado que los potentes riffs de guitarra de Black Rebel Motorcycle Club para meter la tercera velocidad de una buena vez y subir la moto a más de 90 kilómetros por hora cuando llegó a la carretera federal.

Su tendencia a mudar de entusiasmos no era nueva. A lo largo de su vida, Carlos había coleccionado un gran número de pasiones que le dieron una bandera y el acceso a cofradías que le permitieron conocer a otros tipos como el. La música fue la primera y la más persistente de sus pasiones, una religión personal que conoció cerca de los doce años, cuando se forjó una personalidad con los discos de vinilo de su padre, cuyas tapas terminaron tapizando las paredes de su cuarto junto a imagenes de Black Sabath, Police y Iron Maiden. A veces, recordaba con añoranza su adolescencia, los años en que se dejó crecer el cabello, aspiró hacerse un tatuaje e intentó, sin éxito, tocar la guitarra.

Nunca supo el momento en que se convirtió en “una persona normal”. Un tipo ordinario compremetido con un trabajo para saldar los gastos de su departamento, sus deudas bancarias y costear sus esporádicas relaciones personales. Carlos coleccionaba pasiones para escapar de los lugares comunes que una vez detestó y que ahora formaban parte de su vida cotidiana.

Recorrió la carretera federal rumbo a Villa del Carbón con el entusiamo a tope y una velocidad crucero de 100 kilómetros por hora en los tramos rectos. En el camino, la experiencia física de sentir el aire sobre su pecho y percibir los aromas a bosque y tierra mojada le hicieron imaginar que se desplazaba a bordo de un veloz caballo de acero que relinchaba cada que pisaba el pedal izquierdo y cambiaba de velocidad. Conducir su motocicleta era un placer solitario en el que los pensamientos ordinarios se quedaban atrás, como rabiosos perros que corrían detrás de su moto, ladrando furiosos, pero sin opción de alcanzarlo.


Se entusiasmó pensando que al fin había encontrado una bandera con la cual identificarse, imaginando los maravillosos lugares a los que podría llegar en su veloz vehículo. Se imaginó renunciando a su trabajo: Carlos motociclista renunciando a todo compromiso para recorrer el pais en moto desde las costas de Nayarit hasta las de Oaxaca, Carlos motociclista acampando a pie de carretera y haciendo amigos en el camino, Carlos motociclista cruzando la frontera de Belice para internarse en centroamérica -igualito que el Ché pero en dirección inversa-, Carlos motociclista acelerando demasiado en una curva y… estrellándose contra un camión estacionado a la vuelta de una cerrada curva.

Su vida no pasó frente a sus ojos, no entró en un shock que bloqueó el dolor en su cuerpo, nada de eso ocurrió. Pudo más el instinto de supervivencia para levantarse como resorte y hacerse a un lado de la carretera antes de ser auxiliado por algunos automovilistas que se detuvieron alarmados. Carlos montó de nuevo su moto hasta la gasolinera más cercana para limpiar la sangre de sus raspones. Se miró al espejo antes de que el color volviera a su cara y sonrío.

En ese momento supo que no necesitaba más identidad que su propia definición como consumidor de pasiones. Ya habría tiempo de intentar una nueva faceta, de portar un nuevo estandarte para saborear nuevas emociones y ver la vida desde un ángulo diferente.

Después de todo, nunca se llega tarde a ningún lado.

"La Patria Entre Mierda"


Hace unos pocos años me enteré de la existencia de un señor poeta de Campeche llamado Sergio Witz. Según leo en la wikipedia ha sido becado del FONCA, enseña literatura y ha ganado premios.

Supe de Sergio Witz no porque sea yo seguidor de poetas campechanos (la poesía me parece incomprensible y cuando alguien me quiere convencer de lo contrario y hago un intento por leer medio verso, me quedo atorado en la primera metáfora sin sentido que encuentro). Sino porque un poema suyo titulado La Patria Entre Mierda llegó a ser tema de discusión en la Suprema Corte de Justicia de la Nación en Octubre de 2005.

El poema de Sergio Witz va así:
Yo
me seco el orín en la bandera
de mi país,
ese trapo
sobre el
que se acuestan
los perros
y que nada representa,
salvo tres colores
y un águila
que me producen
un vómito nacionalista
o tal vez un
verso
lopezvelardiano
de cuya influencia estoy lejos,
yo, natural de
esta tierra,
me limpio el culo
con la bandera
y los invito a hacer
lo mismo:
verán a la patria
entre la mierda
de un poeta.

La discusión de la Suprema Corte consistió en determinar si la, ay qué manoseada está, libertad de expresión que tiene cualquier mexicano para publicar, sin que lo metan al bote o lo multen, "me limpio el culo con la bandera", tiene prioridad sobre el respeto a los símbolos patrios.

Sergio Witz no llegó a pisar la cárcel por escribir esto. Pero algunos magistrados de la Suprema Corte en aquellas fechas pensaron que convenía proteger a la moral nacional y que el poema de Witz era "un ultraje a la bandera que afecta la estabilidad y la seguridad de nuestra nación".

Algunos de uds dirán "no mamar no es posible que tengamos magistrados tan tarugos" pero eso fue lo que pasó.

Yo, por supuesto, no me voy a poner a discutir los valores literarios del poema de Witz pero lo que sí voy a decir es lo siguiente:

Vivir en una país donde sea delito escribir "me limpio el culo con la bandera" es vivir en una patria de mierda.

pd. Un día de estos le voy a mandar a la magistrada Olga María del Carmen Sánchez Cordero Dávila de García Villegas un paquete de rollos de papel de baño tricolor que tengan impreso el escudo nacional en cada cuadrito.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Negro, rojo y dorado.



Una canción en repeat y en cuanto se aparece el silencio me descubro pensándote.
Negro, rojo y dorado. Frío.
Y te pienso por horas, te siento y recuerdo, me retuerzo de ansiedad: lo que fué, lo que no fué, lo que soy y no digo... nunca te lo dije y ya nunca te lo diré.
Horas.
El sueño incrementa cada vez más, me esfuerzo por no caer, mi cuerpo responde tarde, mis ojos se cierran y cada vez me cuesta más trabajo mantenerlos abiertos, no quiero dormir, te quiero seguir pensando, si he de llorar, que sea ya.
El peso de mis párpados está por ganar la batalla y en un desesperado intento por mantenerme despierta, en esos instantes en los que ya no distingo, comienzo a arracarme las pestañas una por una y así empiezo por fin a sentir que poco a poco pesan menos, tal vez lo logre. Arden. Arden mucho los ojos y las lágrimas comienzan a brotar lento... muy lento pero más me arde el pecho y esque ya no espero que lo entiendas porque ahora no lo puedo explicar, pero es sólo el dolor en la boca del estómago que me mantiene despierta.
¿entiendes que me dueles?
Negro, rojo y dorado. Invierno largo con post-its que uno a uno vuelan por la ventana.
No te duermas.
No te duermas.
Quiero gritarte que vuelvas sólo para correrte a golpes ésta vez. Quiero que te ahogues en mis lágrimas y ya muerto abrazarte fuerte.
Escúchame porque ya no puedo: cuando en verdad mueras, te quiero ver. Tan pálido y apacible... más bello que cualquiera.
Negro, rojo y dorado. Todo un año escondidos bajo ese rectángulo de tela; yo ya no sé como vivir fuera de él. Al sol y sin ti.

Por un pedazo de tierra (y tela).



Alguna vez Chilangelina me regañó porque le dije que yo me consideraba apolítico. “Todos los humanos somos políticos, tu eres un apartidista.” me dijo levantando la voz. Yo respondí que sí y agaché la cabeza temeroso, como siempre hago cuando una mujer furiosa me habla.

Pero dejando a un lado aquel traumatizante ataque, me sigo considerando apolítico. Pueden llamarme como les plazca y tendrán razón. No me interesa en lo absoluto nada que tenga que ver con los tejes y manejes de la política –en corto- del país y menos aún –en largo- de la mundial.

De hecho ni siquiera pienso mucho en ello, pero si una mujer furiosa –ejem- me obligara a dar cuenta de tan terrible tara mental, podría achacársela a la ciencia ficción que leí cuando era niño. En las primeras Space Operas que devoré, la trama invariablemente giraba alrededor de la Humanidad (ya fuera en conjunto o representada por un sólo individuo) luchando contra una lejana y malvada civilización extraterrestre. Sospecho que en esas primeras lecturas, mi juvenil subconsciente quedo marcado por la imagen de una Humanidad unida enfrentándose al universo. En esas viejísimas novelas, la Tierra era regida por un Gobierno/Consejo/Federación/ Mundial, todos compartíamos un lenguaje y no había grandes diferencias entre, digamos, un alemán y un zulú. La humanidad avanzaba hacia su destino (que bien podía ser Marte o la Nebulosa de Andrómeda) y raramente el escritor se detenía a mencionar algún conflicto interno entre la humanidad.

Supongo que con esa torcida idea crecí y nunca me preocupé por actualizar y madurar mi visión de la realidad y de cómo la política divide al mundo (Aunque después leí a escritores tan politizados y controversiales como Robert A. Heinlein, esa primera impresión jamás cambió). ¿Dónde está mi Gobierno Mundial? ¿Aún no existe? Bueno, entonces no me interesa. De nuevo, llámenme como quieran, les doy la razón.

Y esto me lleva a lo de las banderas. Al ser apolítico *esquiva un zapato de la misma talla que usa Chilangelina* las banderas y todo lo que representan me parecen algo incomprensible, una necedad y un estorbo para lo que mi infantil interior aun cree que es nuestro destino; unirnos bajo una misma bandera, la de la humanidad, y salir y explorar y reclamar todo eso que nos espera. Sí, así descrito es infantil, simplista y maniqueista, pero ¿Qué le voy a hacer? Discúlpenme si me parece ridículo que llevemos miles de años matándonos por pedazos de tierra cuando allá afuera tenemos todo el espacio que podríamos necesitar por toda la eternidad.

Yo no tengo banderas; no me gusta cobijarme bajo un pedazo de tela cuando allá arriba están las estrellas reprochándonos nuestra tardanza.



martes, 23 de febrero de 2010

Banderas Absurdas



A mi padre lo detuvieron en 1971 por fabricar LSD. Lo apañaron en el estacionamiento de la galeria Poppyfield en Kansas mientras intentaba ajustar su miserable Ford del 43, que tenían por defecto de fábrica, un carburador con un calibre inferior a la máquina. Cómo es posible que no encierren mejor a estos fabricantes y timadores, les espetó a los federales.

Sus declaraciones llevaron al FBI a un laboratorio instalado en un reducido granero en las afueras de Westmoreland, también en Kansas. Adentro había treinta y seis kilos de tartrato de ergotamina, precursor del LSD, y 800 gramos cristalizados de dietilamida de ácido lisérgico. Con la ergotamina, mi padre hubiera podido fabricar, además, de cinco a seis kilos de ácido. Un total de 120 millones de dosis; las suficientes para poner a alucinar a todo México.

El ruco no tenía sueños de narcotraficante. Como muchos, probablemente influido por Grateful Dead y los Merry Pranksters, era un hippie con estudios de bioquímica que soñaba por un mundo libre, cuya conciencia alcanzara el paroxismo de la iluminación, más todos esos sueños pachecos de hoyo funky que ahora se nos antojan trasnochados y ridículos, pero que en aquellos tiempos eran tomados tan en serios como hoy lo hacemos con el futbolista Cabañas, el Ipad y el retuiteo de la bloguera favorita. Sin mencionar la matanza de chamacos en Ciudad Juárez y asuntos de estola parecida.

¿Pensabas vender todo ese LSD, apá? Si vendieramos la dosis a 40 centavos de dólar, estimado Manuelito - me explica el viejo -, sin contar que en realidad vale hasta 20 dólares, aun así podriamos ganar hasta tres millones por kilo. Si lo hubiera vendido, tú hubieras estudiado en mejores universidades, y probablemente me hubiera casado con una mujer más guapa que tu madre; no lo tomes a mal...

Pero no va confesar. No a su hijo. Aún cuando estoy seguro que lo suyo era otra cosa excepto la venta y el lucro. Si, estoy orgulloso: me enorgullece que mi padre haya estado casi dos años encarcelado por fabricar LSD. Me gusta imaginarlo: cabello largo, flaco, con su nariz violenta de judio emancipado, sus ojos diminutos, sus dientes desviados, jeans y camisa a cuadros. Me gusta especular: probablemente contaminaría los contenedores de alguna lechera mexicana, los depósitos de agua del Congreso de la Unión; quizá regalaría dosis en los cumpleaños, o mandaría cartas de amor remojadas en LSD.

Ahora bien: Mi suegro también ha roto la ley, y todavía lo hace.

Cuando supe que, agregado a sus actividades como editor y psicólogo, era también un pirata, un canalla de los que clonan, graban, venden y distribuyen películas, me lo imaginé saliendo de alguna editorial crepuscular en la Ciudad de México, para instalar un tenderete de lona anaranjada en los linderos del Eje Central, y ofertar el galimatias cinematográfico de vampiros, chick flicks y grabaciones de los moteles más picosos de Tlalpan. El hombre en realidad es un tipo mediano, flacucho como su hija, con rostro de haberlo visto todo, poco probable para el arquetipo de comerciante informal. No tiene sentido, me dije al enterarme.

Pero el suegro vende pirateria exquisita. Siendo yo un adorador de todo lo que le haga el caldo gordo a las corporaciones, le pedí que me mandara un catálogo. El buen hombre me incluyó en su exclusivísima lista de correo electrónico, y me ha enviado lo siguiente, a escoger:

Vampyre Lesbos de Jess Franco.
The Drummer (soporífera) de Kenneth Bi
Big Man Japan de Hitoshi Matsumoto
La Chica del Puente de Patrice Leconte
Cerezos en Flor de Doris Dorrie
Still Smoking de Thomas Chong
El Ciclista de Mohshen Makmalbaf
Desnudo entre lobos de Frank Beyer
Las Cenizas de la luz de Majid Majidi
Besos Robados de Francois Truffaut
Una Mujer es una Mujer de Jean Luc Godard
Escandalo de Akira "Voy a dormirte" Kurosawa
Splinter de Toby Wilkins
Y hasta el clásico de Fritz Kiersch, Los Niños del Maiz

Le respondí, intrigado: Su selección es otra clase de cine, suegro. El infeliz me respondió, y puedo imaginarmelo, frente a su computadora, con entreceño fruncido, irritado de tener un yerno tan "perspicaz": Efectivamente, Manuelito.

Apantallado por tanta sofisticación, ya no me sorprende que su hija sea la mujer que es. Yo, supuesto criminólogo, acostumbrado como tantos a que todo lo ilegal sea, además, de pésimo gusto y calidad, debo vermelas ahora con un ruco, contemporaneo de mi padre lisergico, que vende piratería para sommeliers cinematográficos. Debo admitir que el modus operandis de mi padre político es digno de orgullo, y cada vez que vea publicidad contra la pirateria, voy a imaginarlo, adusto y grave como es, grabando la colección completa de Ingmar Bergman y Eric Rohmer.

Pero he descrito dos casos relativamente graciosos (¿¿??) de leyes rotas y actos sancionados por las instituciones judiciales y censurados por la opinión pública y las buenas conciencias. Ambos asuntos, más que actos de lucro y delincuencia, son en realidad delitos inspirados por una forma de pensar, por idiosincrasias definidas con propósitos determinados. Yo quiero en realidad aprovechar para hablar de mi gran amigo Carlos, quien me prohibió dar apellidos y hasta descripciones físicas. Pero si eres muy guapo, hermano, le dije. Es una lástima que las lectoras de Recolectivo se pierdan la oportunidad de imaginarte.

El asunto de Carlos no tiene la truculencia de los dos viejos acidos y piratas, sino el absurdo de nuestra modernidad complicada. Ha sido demandado por tres empresas programadoras por violación de derechos de autor, modificación de productos sin licencia y traspaso ilegal de información.

Haciendo un lado la mengambrea legal, mi compadrito se ha dedicado, primero, a modificar los códigos fuente de diversos programas y sistemas operativos para hacerles cambios de idioma y protocolo, y segundo, a distribuir copias de esas modificaciones a etnias y poblaciones marginales o rurales.

Por ejemplo, ha traducido diversos programas y plataformas a lenguas indigenas, o recortado su carga para que puedan ser utilizados en maquinas con poca memoria o que no pueden contar con mantenimiento técnico continuo. Las empresas exigen indemnizaciones millonarias con dinero que Carlos ni sus colaboradores tienen. El trabajo que todavía realiza lo hace sin recibir beneficio económico, y las organizaciones civiles que financiaban su proyecto se niegan a continuar apoyandolo mientras las demandas existan. Para colmo, el mentecato ni siquiera puede pagarse un abogado.

Supongo que no pasa a mayores, me explica muy sonriente, y abunda: En realidad ya no podré cruzar a Estados Unidos. Se quedará en latinoamerica, yendo y viniendo mientras trabaja en proyectos que algunos consideran insignificantes e inútiles, y otros ilegales y nocivos. Pero yo no trabajo en la clandestinidad - explica -; lo mio es una bandera al aire, una bandera pequeñita, con símbolos y colores que significan algo, como todas las demás banderas e ideas del mundo.

Yo, que poco sé de computadoras y demás, estoy muy de acuerdo. Incluso hasta yo tengo banderas...

Ser o no ser



Ondear una bandera puede parecer una cuestión de identidad, de grupo o pertenencia: tienes la bandera mexicana en la ventana de tu casa, naciste en México, eres de allá. Pero en este país donde vivo la mayoría de las veces el mensaje va al revés.

En estos años he aprendido que cuando estás fuera de tu tierra adoptas banderas –escudos, insignias, colores, símbolos- para dejar claro tu límite: la identidad a partir de lo que no eres. La bandera mexicana en la ventana de tu casa indica que no eres gringo. La virgencita de Guadalupe, que no perteneces a ninguna de estas nuevas sectas cristianas proliferando entre los latinos en Estados Unidos. El símbolo de la paz en el auto significa que no apoyas la guerra en Irak. El logo de CalState, la red de universidades públicas de California –en la que muy probablemente no estudiaste, ni estudiarás-, muestra tu desprecio por los elevados costos de las universidades privadas como USC.

El moño rosado en tu auto significa que no eres un macho cualquiera; la bandera de colores, que no eres homofóbico. Colgar un letrerito que dice “Happy Holidays” en lugar de “Merry Christmas” habla de tu rechazo a la unilateralidad religiosa. Para muchos durante la elección de 2008, el apoyo a Obama, más que decir “soy demócrata”, decía “no soy racista”.

En estos años he aprendido a leer las banderas de varios países, ideologías y culturas. Cuando vives en un medio diverso, lo más difícil es aprender a respetar. Porque andar por la vida con tu bandera de tolerancia también tiene un sentido adverso; y si tienes que tolerar, es porque no aceptas. El chiste es ser incluyente; tanto, que nadie lo note. Pero para eso a mí aún me falta.

Mi próximo reto, por el momento, es saber de qué se distancian los que navegan con bandera de pendejos.

lunes, 22 de febrero de 2010

Rojo, blanco y azul



Esto que me a pasado a fechas recientes me parece injusto y inmoral. Y es que yo soy gentes de pueblo, señores. Nuestra constitución ampara mi permanencia y da valides oficial a mi puesto plurinominal. Asi que de antemano digo que no soy escritor, si no diputado de esta vicentenaria nacion, ustedes sabran disculpar la redaccion.

Todo empezo hace muchos años, cuando tenía mi puestito de usado en el tianguis de esta ciudad capital. El compañero presidente del mercado andava recolectando votos para los de la banderita, pero yo traía atravezado a ese guey porque queria con mi carnala. Todavia quisiera ponerle a la gorda de mi entonces vieja se lo ubiera pasado, pero la familia es sagrada. (Aunque lo comprendo, ni yo la queria ver en cueros). Ademas su equipito de uniforme azul le gano al mio, las siempre valientes y triunfadoras Chivas del Guadalajara. Ai si me ardio.

Por eso, cuando llegaron los amarillos del sol les pregunte que havia que hacer para ayudarnos mutuamente. Mi candidato me dijo: pos caile a las 5. A las 4:45 le cai. Pegue pancartas, amontone viejas, prepare tortas, organice “viene vienes”, puse de mi lana pa las pegotinas, di discursos en el tianguis… nuestro futuro delegado me felisito por las ganas que le puse a la campaña y me juro por la birjencita que cuando ganara se iba a acordar de mi.

Pos no se acordo mucho, pero si lo hizo la compañera Mariana a quien le gustaron mis bigotes a pesar del marido olvidadiso. A toda madre estas izquierdozas. Son más “reseptivas” al amor digo yo. Los compañeros envidiosos aseguran que yo era su gigolo (algo así como su prostituto me informaron despues), pero no gentes yo estaba bien clavado con la Marianita y en verdad era mi amorsito corazon.

Y es que eso de aguantar la oposicion y los malos tratos sin achicopalamientos mios, me valieron la diputación del defe. Ademas esta mi carota de gentes que puedo aguantar a pesar de handar hasta mi madre de borracho. Entonces de mi ronco pecho comenzaron a salir embalentonados discursos sobre la sagrada, ardua y inclicita tarea de buscar el bien de mi Partido y de mis conciudadanos.

Por supuesto, mi asenso a diputado federal no fue fácil. Nada que algunos chivos expiatorios solucionaran. Y esque asi funciona la democracia mexicana gentes. Tambien es mucho de colorsitos y entre más vistosos pos mejores. Yo fui de los primeros que comenzó a vestir solo de amarillo, cosa que el ciudadano expresidente Fox me copeo.

Aunque aca entre nos, mas que amarillo mi color es el dorado. A mi flaca y a mi nos encanta el oro y lo hemos puesto hasta en las llaves de agua de su humilde casa. Ha si, cambie de vieja, pero pus me costo harto.

Mi desafortunada caida comenzó cuando en la Convension del Partido yo dije que como querian casar a los jotos. Estamos en México señores: todo hombre que se respete repudia este comportamiento animal. No mantenemos ni una conversacion con este tipo de desviaditos y ahora resulta que sus cochinadas se equiparan con la santidad de nuestras abitaciones. No gentes, eso no. Densen cuenta que aceptamos a tanta vieja en la bancada porque al final se iban a juir, pero no me chinguen compañeros. Esas extralimitaciones mas que europeos los hace ver reputos.

Ya se, ese es pedo del defe pero mi color los respalda. Yo la verdad estoy por cambiarme a los azules porque esos si son hombres, compañeros. Nomas que los de la cupula que me dicen que no, que soy pluri, que no se vale. Se me hace que voy a tener que leer la constitución, porque yo ya no creo en nadien gentes.

Del coraje, hasta me dan ganas de regresarme a trabajar. Eso si ando recontento por que con mis grandiosas Chivas pura ganada. Yo soy rallas rojas y blancas con azul marino hasta la muerte.

sábado, 20 de febrero de 2010

Nada



Una noche, tras ver fotos en Facebook de bodas y ex-novias casadas, me vi en el espejo, mi barba crecida, piel gris y arrugada, y me di cuenta que, para mi gran sorpresa, el tiempo ha estado pasando todos estos años.

Ahora las cosas las pienso no dos sino cuatro o seis veces antes de hacerlas. Cada acto tiene una consecuencia social y financiera, y atrás quedó el sentimiento de acabar con una botella, y aventarla hacia atrás con los ojos cerrados.

Me pregunto qué sigue. Acostumbro leer las noticias más que nunca. Leo cientos de artículos financieros, y a veces me averguenzo tras emocionarme cuando baja la tasa de interés de hipotecas, y entro y salgo enfermiza y obsesivamente a mi cuenta bancaria, trazando grandes planes futuros que causan sueño a cualquiera que le cuente.

Algunos de mis amigos tienen esposa, hipoteca e hijos. Poco a poco me aterra menos el prospecto de hundirme en las arenas movedizas de la carrera de ratas. Uso camisa y pantalón de vestir todos los días- ¿no estoy ya a la mitad del proceso de vender mi alma?

Días después, me despertó un horrible dolor de estómago en la madrugada. Me sostuve frente al lavabo, con unas enormes náuseas. No me pude obligar a mí mismo a vomitar, y cada convulsión vacía de mi estómago me debilitaba y mis piernas por poco y se doblan. Sentí un hilo en la lengua. Al abrir la boca tomé el hilo y jalé, pero estaba atorado con algo. Jalé más fuerte, pero el hilo continuaba hasta mi garganta, y sentí el jalón hasta los intestinos. Enrollé el hilo en un dedo, tomándolo cuidadosamente con mi otra mano, y tras unos cuantos respiros para armarme de valor, tiré con todas mis fuerzas.

Mis intestinos ardieron, y sentí como se creó un vacío en mis entrañas, una fuerte succión revolviéndome por dentro. Una viscosidad caliente subió por mi esófago y de pronto reventó sobre el espejo en una espectacular explosión. Se contrajo mi estómago, mi garganta expandiéndose enorme, y tras sentir un disparo de adrenalina y una sensación de terror, vomité un líquido denso y negro, galones de él, sobre el lavabo, mis manos y pecho. Una y otra vez expulsé litros y litros de cagada, y mis fosas nasales ardieron con el fuerte olor de azufre con aceite de motor.

Mis codos y rodillas se doblaron, y mi cuerpo se colapsó, pegándome arriba de la ceja con la esquina del lavabo y cayendo al suelo, una escandalosa herida chorreando ríos de sangre, cegándome.

Sentí que me iba a morir. Quise tomar mi teléfono y hablarle a una ambulancia, pero mi brazo permaneció inerte, mi cuerpo flácido acomodado como títere en el piso del baño.

Tras lo que me parecieron horas, pude respirar, y mi corazón bombeó sangre, finalmente llenando mi cuerpo de oxígeno puro, y me sentí libre y completo.

Recobrando mis fuerzas, me paré con mucho cuidado y me vi frente al espejo. Mi rostro estaba rasurado y limpio, mi camisa blanca planchada e impecable, una corbata azul rayada perfectamente acomodada con un nudo Windsor. Nunca me había sentido tan plenamente conforme.

Busqué en mi interior y mis problemas se habían hecho diminutos, y me causó un gran lamento el haber algún día tenido dudas de existencia. Curiosamente, mis ojos cambiaron. Mis dos esferas oculares eran casi completamente blancas, sin pupilas, salvo unas pequeñas y casi imperceptibles arterias rojizas. Sonreí de oreja a oreja y mis encías rosas y carnosas carecían de dientes.

Estallé en una estruendosa carcajadas, hasta que me dolió la nuca, y lloré de la risa, una euforia total recorriendo mi cuerpo entero.

No entendí como pude pasar tantos años queriéndolo tener todo, sin entregarme a nada. Mi libertad, soltería, y sueños risibles sin valor alguno se esfumaron, y por primera vez en mi vida, supe que todo iba a estar bien.

viernes, 19 de febrero de 2010

La carne


En algún momento de la noche del 11 de junio de 1981 dejé de ser humano. Tal vez mi humanidad desapareció durante el disparo, o el primer corte, la primera mordida, el primer platillo; o quizás fue mucho antes, con la taza de té, el whisky, la maleta o cualquier acción que haya desatado el resto de mi plan.

Alguna vez dije que la amaba y que por eso hice lo que hice. Mentí. Sólo la deseaba, la quería. Si la hubiese amado, si la hubiese besado, si hubiese hablado con ella un día más no podría haber seguido con mi plan. Aunque Renée era especial, cierto: con ella jale el gatillo y mordí. Antes había intentado realizar mi fantasía con alguna prostituta francesa. Cada noche una mujer diferente se dirigía al bidé y yo pensaba en pararme a sus espaldas y disparar, terminar con su vida y servir la cena. Más de alguna vez llegué a sacar la pistola pero nunca disparé. En el fondo, detestaba la frialdad de todas esas mujeres. Renée era cálida, amable, inteligente, incluso parecía que le agradaba. Renée merecía ser comida.

Entonces la invité a tomar el té y le disparé. Antes puse un poco de whisky en su té y le declaré mi amor. Antes grabé en secreto nuestra última conversación. Antes compré una maleta y un cuchillo eléctrico. Antes hojeé un recetario. Antes la vi lavarse las manos de espaldas en mi baño y supe que debía comerla. Antes mi padre me mandó a estudiar a París y negó las recomendaciones de mi psiquiatra. Antes pasaron muchas cosas que llevaron a esa noche, a ese disparo y a todo lo que siguió.

I can feel it in the air
Feel it up above
Feel the tension everywhere
There is too mucho blood

Quisiera recordar con exactitud el resto de la noche, pero mis memorias de Renée son desordenadas y errantes; son impulsos, temblores que de pronto regresan y atacan: El cuchillo deslizándose por la punta de su nariz, mis dientes intentando penetrar su piel, la grasa que parecía maíz saliendo de sus nalgas, el sabor de su lengua y sus ojos, el placer que sentí al morder y desgarrar el interior de su clítoris, su olor mientras dormía a mi lado esa noche.

Por un momento tuve todo lo que quise desde que tenía seis años y observaba los muslos de mis compañeros con hambre. Por sólo una noche dejé de ser humano y fui feliz.

Al día siguiente tuve que lidiar con la realidad, con las nuevas restricciones, con nuevos deseos que no podría cumplir. Deseos como tenerla conmigo para siempre, que jamás se terminara su carne, que jamás se pudriera, que jamás tuviese que deshacerme de ella.

Después vinieron nuevos deseos que no podría cumplir como ser enjuiciado y declarado culpable, no demente; ir a la cárcel o a la silla eléctrica y no a un hospital psiquiátrico por tres años, pasar el resto de mis días en Francia y no haber sido extraditado gracias a las influencias de mi padre, ser un completo desconocido y no un ícono cultural que publica dos libros por año, recibir un castigo menor a vivir en supuesta libertad, siendo juzgado por todos, condenado por todos, todos los días.

Y mi mayor deseo es morir. Quiero ser asesinado por otra mujer, quizás hermosa, quizás mitad judia, como Renée. Una muerte así no sólo sería justa, sería placentera. Por unos momentos más no habría límites, sólo impulsos. Por una noche más dejaría de ser humano y después dejaría de existir.

Pretty ladies, don't despair
There's still so much love


No puedes tenerlo.



Una noche cualquiera dimensioné (como si de un Aleph se tratara) la infinitud de las calles por las que nunca voy a caminar. Ciudades, universos, realidades aparte están aquí, en este mismo planeta y en este mismo instante, contemporáneos de mi existencia, paralelos e inalcanzables. Contempla el Mapamundi y trata de imaginar los países que jamás conocerás y piensa en los rostros que no te será dado ver, en toda esa gente que pudo cambiar tu vida y estuvo a instantes de cruzarse en tu camino. A lo mejor, alguna vez has estado a tres minutos y seis metros de toparte de frente con tu amante o tu asesino, con tu redentor o tu tortura. Acaso cruzaste la avenida 50 segundos después del camión que iba a aplastarte o saliste de ese bar cuatro minutos antes de la bala perdida que iba a destrozar tu cabeza. Recorre una librería y piensa en todos esos libros que nunca leerás, en los universos a los que no te será dado penetrar. Las palabras no pronunciadas, los cuentos no escritos, los orgasmos no consumados, los besos que nunca diste. Ciudades, libros, personas, paisajes, pasando frente a tu vida sin que puedas tenerlos mientras yaces inmerso en tu microcosmos frente al mar y la frontera, coleccionando atardeceres delante de una pantalla y redimiendo el alba en el olor del café. La Historia de lo que Pudo Haber Sido es el Aleph, la Montaña Mágica. La historia de lo que fue, en cambio, es un poema minimalista o acaso un Ulises, atiborrado de páginas donde el diálogo interno es el universo entero y la anécdota se diluye en un vaso de cerveza oscura.


jueves, 18 de febrero de 2010

La enciclopedia



Hace muchos años tuve una idea que en ese momento me pareció muy buena.

"¿Y si leo toda la enciclopedia? Así ya sabré todo lo que hay que saber y no tendré que ir a la escuela que francamente es muy aburrida" pensé. Luego me pregunté cómo fue que no se me había ocurrido antes.

Y me senté a leer la enciclopedia.

Sólo llegué hasta la F, de Futilidad.

Linda y los autómatas



Las 3 de la tarde fue por mucho tiempo mi hora favorita del día.
Con una puntualidad inusual en cualquier otra cosa, a las 3 en punto me instalaba a una distancia imprudentemente cercana a la pantalla de nuestro viejo televisor Hitachi Technicolor y oprimía el botoncito verde que me transportaba durante 30 minutos -menos comerciales- al mundo oriental del autómata mas grande del mundo.

No había poder humano que me moviera del televisor a la hora que daban Mazinger Z.
Por desgracia, la implacable autoridad de mi madre, que en aquellos días tuvó la ocurrencia de sincronizar la puesta a punto del arroz a la mexicana con el inicio de mi programa favorito comenzó a privarme de mi afición televisiva.

El primer día que me mandó a las tortillas antes de las 3 de la tarde me defendí como gato boca arriba. Agoté mis mejores argumentos, expuse la enorme arbitrariedad con que las mamás obligan a sus hijos a hacer los encargos. “¿Que pasaría -me atreví a decirle- si yo le pidiera que revisara mis ejercicios de quebrados justo a la hora de "Cuna de Lobos"?". Como era de esperarse, a mi madre no le importóm un comino e igual me mandó con la servilleta en la mano a la tortillería.

Realmente odiaba ir a las tortillas. Siempre había una fila enorme de señoras chismosas y hacía tanto calor en la calle que los chicles derretidos en la banqueta se me pegaban en la suela de mis tenis.

Uno de esos días, mientras esperaba en la fila con el berrinche claramente marcado en mi rostro, escuché tras de mi una vocecita:

-¡Qué fea cara! si no la quitas se te va a quedar así...

Me volví para reconocer a la burlona de mi desgracia y fue entonces que la vi por primera vez. Su voz era finita, y aunque daba la impresión de ser un poco más alta que yo me di cuenta que eramos de la misma edad. Llevaba puesto un vestido claro, tan blanco como la servilleta que cargaba para envolver sus tortillas, su cabello era largo, cafecito y olía a manzanilla. Cuando la miré a la cara, sus grandes ojos marrón me miraron divertidos.

- Ya te había visto antes, vas en el cuarto B, ¿verdad? Yo me llamo Linda, ¿y tú?

- Memo. ¿A poco vas en la Héroes de Nacozarí? Nunca te había visto.

- Seguro que no tontis, todo el tiempo estás jugando con tu Mazinger de plástico.

- ¡Claro que no! ¡Si... si ... a mi ni me gusta!

Linda fue la primer niña que de verdad me gustó. Nunca antes había tenido una sensación parecida, ni siquiera las retadoras de fut me daban tantas ganas de salir a la calle. Al día siguiente, justo antes de las 3, corrí al encuentro de mi mamá con la servilleta en la mano.

- ¿Me das para las tortillas?

- Todavía no termino de cocinar, espérate tantito.

- ¡No! porque si no voy ahora... ¡Después hay mucha gente!

- ¿Y ora? ¿Qué mosca te picó? ¿No vas a ver Mazinger?

- ¡No! Siempre pasan puras repetidas!

A partir de esa semana, Linda y yo coincidimos muchas veces en la tortillería cuando el reloj de la sala marcaba las 3 de la tarde y el aroma a guisado inundaban la sala de mi casa.

Aquellas tardes en la fila se convirtieron en momentos divertidos que redifinieron mi concepto de las niñas. Linda era diferente a las demás, con ella podía platicar de caricaturas, jugabamos “Basta” e inventamos juegos, como adivinar cuantas tortillas saldrían de la máquina en un minuto o esculpir con los dedos figuras de animales fantásticos que después nombramos de forma chistosa.

El vaporcito que salía de las tortillas al momento de caer sobre la báscula era la antesala para salir con el humeante kilo de discos comestibles rumbo a nuestras casas. El ritual de las tortillas resultó más divertido que ver los capítulos repetidos de Mazinger. La pasaba tan bien con ella, que la acompañaba a su casa mientras comiamos un taquito de sal. Linda dominaba como nadie el arte de enrollar la tortilla.

Como en mi casa ya no me creían lo de las largas filas, mi mamá amenazó con dejar de encomendarme el encargo debido a mis tardanzas. De modo que elaboré una estrategia para agilizar los tiempos de entrega: una vez que encaminaba a mi amiga a su casa, aceleraba el paso hasta alcanzar un trote con el que recorría con agilidad las 7 calles que separaban nuestras casas.

Una tarde, cuando me despedí, Linda puso una cara rara. Esa que usan las niñas para decir “tengo algo que contarte, pero no lo puedo hacer todavía”.

Con una voz medio nerviosa me dijo:

- Nos vemos mañana, no te tardes, te quiero contar un secreto muy secreto.

- Todos los secretos son secretos, si no no se llamarían así ¿no crees? – le dije-.

- Ya lo sé, Tontis, pero este es más, porque solamente te lo voy a contar a ti.

Al día siguiente, en la escuela se corrió el rumor de que estrenarían en el canal 5 los nuevos capitulos de Mazinger. Todos los niños hablaban de eso, y yo, como ellos, salí corriendo después de clases para encender el televisor.

Esa tarde Mazinger se enfrentó a cerca de 50 robots, todos ellos siniestros e imponentes, casi lo vencen, pero al final pudo vencerlos a todos. Apenas terminó el episodio salí corriendo para contarle a Linda, para decirle que había estado increíble, que se perdió de un hecho muy importante en la vida de cualquier niño, que digo niño, en la vida del mundo entero.

Por desgracia, el que se había perdido algo muy importante fui yo, porque Linda ya no estaba en la fila esa tarde, ni la del día siguiente, ni la del siguiente a ese.

No supe nada de ella hasta que una amiga suya se me acercó un día:

- Oye, ¿Extrañas a tu novia, Linda?

- ¡No es mi novia! Pero si, quiero saber donde anda... es que, tiene unas cosas mias.

- Uuuuy, pues ya dalas por perdidas, ayer se despidió del grupo, sus papás la cambiaron de escuela, se fueron a vivir lejos de aquí, dizque a la Roma.

- ¿A Roma? ¿Tan lejos?

- ¡A la colonia Roma, menso! Bueno, el caso es que se fue lejos y ya no va a venir.

No tuve la oportunidad de despedirme. Linda se fue de mi vida de la misma forma que llegó: en el momento menos esperado.

Aunque la fila de las tortillas siguió siendo enorme y llena de señoras chismosas, su ausencia me dejó un extraño sentimiento. Similar a haberme perdido el episodio final de una historia que jamás volvería a transmitirse.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Vuelve. Por favor.



A los 13 años, nada de lo que uno quiere lo puede tener.

Sigue uno siendo un jodido mocoso, un pendejo, pero un pendejo que está creciendo, que se asoma a la adultez y lo quiere todo: pistear, salir de noche, dinero, novi@, parrandas y todo ésto permaneciendo en el seno familiar muy cobijadito.

Yo no quería nada de eso, yo sólo quería a mi papá en casa.

Todos los sábados de mis trece años no sucedieron en tardeadas -consuelo tonto para los que aún no pueden antrear pero lo desean con frenesí- ni en fiestas de XV años, ni en idas a patinar o al cine. Nada de eso podía tener, pero nunca lo deseé tanto como cualquier otro semiadolescente. Mis prioridades cambiaron drásticamente de un día para otro sin que yo pudiera hacer nada al respecto.

Cada sábado nos levantábamos temprano, nos vestíamos con ropa que no podía ser roja, azul marino, blanca ni beige, mi mamá hacía algo práctico de comer y nos subíamos al carro.

Mis hermanos pequeños preguntaban a dónde íbamos.

"Al pueblo" contestábamos mi mamá y yo evitando el contacto visual.

En el trayecto cantábamos y jugábamos "veo veo" un buen rato. Mamá se quejaba de las obras públicas en construcción que nos hacían rodear mucho y perder alrededor de 25 minutos, poníamos música, veíamos vacas en el camino y mi hermana asomaba su cara por la ventana como un perrito. Ver por el espejo su cabello dorado volando por todos lados y su cara fruncida pero sonriente de frente al sol era lo mejor de mi día.

A lo lejos lo veía y sabía que ésto apenas comenzaba.

"Bienvenidos a Puente Grande"

Siempre encontré el "bienvenidos" un poco ofensivo y burlón.

Hacíamos largas filas en el sol y después largas filas en la sombra. Alguna custodia con más bigote que mi abuelo nos manoseaba en un cubículo y nos ponía un sello para pasar.

"No llores"

Unas puertas altas daban paso a un patio raro y feo con un kiosko en el centro lleno de mesas viejas de madera. Las primeras semanas, papá estaba en una especie de vecindad. Era feo pero iba con el concepto de "pueblo" que habíamos acordado en darles a mis hermanitos. Después las visitas solo podían ser en el patio con el kiosko. Por el pasillo se ponían muchos de los internos a vender cosas inutilísimas, horribles y algunas muy muy chistosas.

Alajeros de jabón esculpido con la forma de la birjensita, pinturas exóticas y sangrientas, paletas heladas de sospechosos colores, lonches aplastados y asoleados.

"¿Cuándo vuelves a la casa, papi?"

"Ya mero, corazón"

Yo me di cuenta primero pero no se los dije, que no importaba cuanto rezáramos en la noche y cuanto le pidiéramos a Dios que nos regresara a papá, en ningún lado contaban los millones de lágrimas derramadas cada noche, no importaba cuanto lo deseáramos, no importaba que tan bien nos portáramos, cuantos dieces sacáramos, cuanto ayudáramos en casa a mamá. Nada contaba, nada importaba... nuestro propio papá era algo que no podíamos tener. No fuera de los sábados, no fuera de las rejas.

No todo.



Sintió los rayos del sol sobre su rostro y se levantó perezosa de la cama. Frunció el ceño al pensar en su carpeta de piel, que descansaba abandonada sobre una silla; luego recordó que era sábado y no tenia que preocuparse por eso. Caminó hacia el baño y empezó a canturrear alegremente mientras llenaba de agua calientísima la vieja tina de porcelana con patas de león, un capricho que había tenido desde niña.

El vapor llenó lentamente el cuarto. Pasó su mano sobre el borde de la tina y luego la hundió en el agua, que tenia la temperatura correcta. Con un alegre movimiento de cadera y hombros se despojó del pequeño camisón y entró en el agua. Dejó escapar un suspiro de satisfacción.

Con la cabeza recargada sobre una pequeña toalla en el extremo de la tina, escuchó con atención y luego sonrió. Ahí estaba, desde el estudio, el ahogado golpetear de la vieja maquina de escribir de él; un capricho al que había tenido que ceder cuando instalaron la vieja tina. En realidad el golpeteo no le molestaba, al contrario, a veces se recostaba a su lado y dejaba que el viejo sonido le contara la historia que él escribía.

Afuera el sol era cubierto por nubarrones grises. Dormitó en el agua salina y perfumada hasta que comenzó a sentir frio. Salió cuidadosamente de la tina y se envolvió en una toalla, luego corrió de puntillas hacia la cama y se metió bajo las sabanas. Tembló un poco hasta que su cuerpo y la cama llegaron a un acuerdo sobre la temperatura ideal, después asomó la cabeza por entre las sabanas. En ese momento la puerta de la habitación se abrió y una mancha de pelo color caramelo se abalanzó entre jadeos y de un salto se acomodo en la cama. Ella evitó los lengüetazos entre risas y manoteos, luego se incorporo y silenciando al labrador con una caricia, escuchó.

El sonido de la vieja maquina se había detenido y en su lugar se escuchaba el siseo de una tetera de plata, otro anacronismo y capricho mutuo. Inmediatamente después olfateo algo recién cocinado y sonriendo, de un salto se incorporó de la cama. Tomó del arnés a su perro y con cuidado, bajaron a la cocina, ahí él la recibió con un beso y mirando sus ojos grises y vacios, le dijo que la amaba.


martes, 16 de febrero de 2010

Fortuna



De fortuna, Fortunato nomás tenía el nombre.

Cuando le pasaban el balón para anotar, siempre pasaba algo: le daba un calambre, se torcía el tobillo, el viento soplaba y le movía la jugada. Cuando estrenaba pantalones se atoraba en una reja y se le rompían de atrás; para acabarla de amolar, era el día en que no había encontrado calzones limpios. Si lo pasaban al pizarrón era para resolver algo sin respuesta (las maestras nunca saben nada). La niña que le gustaba, la única que un día le habló, murió tras un sarampión. Si lo llevaban de vacaciones a Acapulco, llovía; si iban al campo, las vacas cagaban de más. A Fortunato le gustaba comer, pero a los que guisan se les pasaba la sal, o el azúcar, o el chile, o el limón. O el detergente, como le pasó un día que la cocinera que confundió la bolsa de harina. Un día se hizo una torta de chorizo; resultó que era vigilia.

Fortunato decidió romper con la desventura y empezar a pisar fuerte, con tal mal tino que el segundo pisotón lo dio en una coladera floja; la pierna se le fue hasta el fondo y el golpe cayó en la entrepierna; le amputaron un huevo y parte del otro, porque al médico se le fue el bisturí. Los días de convalecencia le trajeron, eso sí, la sonrisa de una enfermera bonachona que lo cuidaba con sus manos callosas; buscó intimar con ella, pero los transexuales no eran lo suyo –aún sospecha que el salpullido en las nalgas pudo deberse al desaire.

Fortunato estudió matemáticas, los números no se equivocan y había que jugar con la probabilidad. Compró un cachito de lotería y eligió números primos que en su caso eran más bien hermanos, todos juntitos; se subió al Metro y perdió el boleto que al día siguiente hizo ganador a un carterista. Cuando lo supo se dio de golpes contra la pared; le hizo un hoyo justo a la altura de una viga que se le vino a incrustar en un ojo. Para mala suerte, el único que tenía bueno.

Cansado de su mala fortuna, reunió lo poco que tenía y lo vendió; lo único que conservó fue el auto. La venta de garage no fue buena, pero mil quinientos pesos ya son algo. Lástima del semáforo en rojo que se pasó, y de que no traía licencia y no había pagado la tenencia; el tira que lo detuvo ese día cenó jamón serrano. Como sea, en su auto y con los ochocientos pesos que le quedaron, enfiló hacia el hipódromo: a ganar o perder todo de una vez. Ochocientos al número seis, el mejor de los caballos.

Ese día el agua contaminada hizo que a los caballos les diera chorro a media carrera. Ganó el número tres, que en realidad era un burro.

Ignorando el cristalazo que le dieron a su auto y tratando de hacerlo arrancar, vio venir al único hombre que le apostó al caballo malo: un tipo con la mitad del rostro cacarizo que recibía billetes al por mayor. “Pobre, con esa cara chueca, el desafortunado”, pensó Fortunato volteando al espejo y viendo su perfil afiladito, su copete perfectamente engominado. “No cabe duda que en la vida no se puede tener todo”.

lunes, 15 de febrero de 2010

Just can't get enough


A Gabriela no le era difícil tener un orgasmo. Había aprendido a controlar sus músculos, a buscar la posición exacta contra su clítoris y si fuera necesario, a hurgar dentro de su imaginación alguna fotografía que garantizara el gran final.

De joven, a ella le gustaba pensar que de nada sirvieron las amenazas de las monjas cuando a los 19 años ya estaba teniendo sexo en un Volkswagen verde. Entonces, se creía toda una fémina liberada. Sin embargo, estaba a muchos hombres-luz para tener la maestría que ahora posee y que el diccionario debiera tener bajo la palaba coger.

Pero los años aparte de grasa en la cintura traen sabiduría y ahora, Gabriela era más selectiva en lo que “amores” se trata. El día anterior podía haberlo hecho, ¿por qué no? Besaba del nabo, por eso no. Y es que a punta de malas cogidas aprendió que nunca hay nada bueno detrás del exceso de baba o de la falta de besos. Para esos idiotas que llegan a los 30 sin saber besar o que sólo se dedican a manosear, el dejarlos con las bolas azules le causaba más placer que un orgasmo.

Pero aquél era otro día. Gabriela cerraba los ojos y se concentraba en el placer que da la sangre arremolinándose en su mojada vagina, en su respiración agitada, en el corazón que se azota con prisa contra su pequeño pecho izquierdo. El pelo agitado, la boca semiabierta y las largas piernas temblando contra la cama fueron el inicio de aquellos espasmos que electrizaron su vagina, arquearon su espalda y detonaron en intensas descargas que tocaron cada nervio de su ser.

Es lo que tienen los orgasmos, te recorren el cuerpo y te obligan a dejar lo que eres para convertirte en un animal. Eres todo hipotálamo, neuronas frenéticas, conexiones sobrecargadas. Eres egoísmo puro, no importa que la vecina escuche, la economía se caiga o el trabajo que te espera por la mañana. Solo importa el placer. Tú placer. También dicen que con los orgasmos se enseña el alma.

Quizá el alma de Gabriela está en la garganta, porque comenzó a gritar su nombre. Y para cuando e orgasmo llegó a los ojos, comenzó a llorar.

Gabriela apagó el vibrador y lo aventó contra la pared. Un sonido seco asustó al perro que dormía en el piso y que huyó con la cola entre las patas. Acurrucada en posición fetal, aún sentía el remanente del placer que unos segundos antes había alcanzado. Pero su garganta se había abierto y no había vuelta atrás. Continuó gritando su nombre, aunque ahora los gemidos eran de dolor. Las lágrimas salieron como si hubieran estado amontonándose en sus ojos muchos días y supuso que lo extrañaba más de lo que alguna vez iba a aceptar.

Hay quienes en el dolor encuentran placer. Pero pasar del placer al dolor debe ser algo antinatural, pensaba Gabriela. ¿Por qué esa crueldad? ¿Por qué los músculos antes relajados ahora se tensan y los puños quieren golpear? ¿Por qué tiembla y siente el estómago apachurrando los pulmones evitándole respirar? ¿Por qué lo que construyeron se hizo polvo?

No buscó respuestas y se entregó al llanto como lo hizo al orgasmo. Recordó la línea de su espalda y esas nalgas que ella solía agarrar sin pedir permiso. Su “hey, te van a ver” y la sonrisa contradiciendo la voz que reprendía. Desenterró quien sabe de dónde la piel erizada, el olor de su cuello, la barba que acariciaba y los lunares que recorría.

El acorde más ochentero que existe interrumpió sus pensamientos. La voz del Gahan decía que no puede tener suficiente. Ella tampoco pudo y por querer de más, ahora no podía tenerlo.

Oro


La gordura desparramada de ese hombre sentado en la mesa del centro pasa desapercibida, a pesar del cuerpo de marrana embarazada que carga su columna. Y es que todo en aquel lugar es exagerado: sobre cada mesa cuelgan enormes candiles de largos cristales que son sostenidos al techo por gárgolas doradas. La bóveda está pintada con frescos amontonados, del que se distinguen ángeles, demonios y otras criaturas mitológicas. Las sillas son de terciopelo azul y sobre el mantel de seda blanca hay cristalería fina y cubiertos de oro.

Pareciera que al utilizar éste color exclusivo del sol -o de los dioses- el restaurante vendiera un pedazo de cielo a sus clientes. Hay oro en la tapicería de la pared, en las barras, en la marquesina, en el dosel, en las cortinas, en los marcos de los cuadros y espejos; en los picaportes, candelabros, llaves del agua, alfombras, muebles, orillas de la cristalería, floreros…

Empingüinados meseros rinden pleitesía con palabras francesas a los comensales, especialmente a la marrana embarazada que viste frac y corbata de moño. Su inmensidad gelatinosa se desborda de algo que simula ser un pantalón. Una enorme papada le cubre el cuello, llegando casi al pecho. Los guangos cachetes cuelgan tanto que jalan los párpados que descubren unos ojos negros. Su alrededor huele a cebolla y ajo; los litros de perfume vertidos no logran disimular el olor que emana de su cuerpo.

Las mesas de alrededor ya tienen clientes sentados: son un montón de pavorreales que se ensalzan entre ellos, y que al darse la espalda, gluglutean envidiosas palabras contra el recién saludado. Llevan trajes negros, vestidos enormes y todas las joyas que sus muñecas, cuello y orejas pueden cargar. Ni un cabello se mueve de esos peinados perfectos, nadie levanta la voz o expresa alguna emoción con el rostro. Ver a uno es verlos a todos. Cada uno con una versión un poco más joven, más colorida o más guapa que la anterior.

Como si el ser una marrana embarazada de 18 puerquitos no fuera suficiente, el individuo es un holgazán. Con oznidos aprueba -o no- la cantidad exorbitante de comida que el mesero propone: Foie gras, langostinos flameados, solmillo de cerdo, magret de pato, carpaccio, ensalada de cabra y piñones, ravioles de espinaca, combinado de mariscos, steak tartare, tortellini au roquefort, salmón di parma, bistró, papillote al pesto, fondant du chocolate, ensalada de frutas, fromage blanc, créme brulé, crépes, merlot, bordeaux, champagne, chardonnay, coteaux…

Tres meseros traen la primera ronda de comida, colocándola muy cerca de la orilla de la mesa. La marrana embarazada come sin manos y con urgencia. No le importa llenarse los cachetes de salsa, grasa y el pecho de vino; solo le importa alimentar a su hambrienta prole.

Para que la segunda ronda de comida sea digerible, la marrana embarazada solicita ayuda al pingüino para vomitar. Complaciente y con un oui oui mesie, el mesero coloca un guante sobre su alita y la introduce en la boca de la marrana, que abre completamente el hocico. De pronto, el pingüino siente miedo de ser devorado y duda, pero los ojos de la marrana le indican que siga. Toca tres, cuatro, cinco veces la campanilla hasta que por fin provoca el vómito liberador.

Una viscosa masa de carne a medio masticar, vino y verduras sale a chorros de la boca y en dirección a un cubo dorado. Lo hace con arcadas sin dolor, como si el vomitar fuera una función más de su cuerpo, igual que respirar.

Sin siquiera limpiarse, el gordo continúa comiendo. Mientras liberaba su estómago, hábiles meseros dejaron servida la siguiente ronda de alimentos. La escena comer-vomitar se repite, pero ahora el vómito se ha desbordado de la cubeta, de la que sale un fétido tufo a oropel.

Un distraído mesero choca contra la cubeta y resbala, vaciando su contenido sobre el piso de mármol. Además, bloquea el paso de una pareja de distraídos comensales que tropiezan y terminan en el piso y embarrados. El gordo no se inmuta y sigue vomitando sobre los tres infelices que están en el piso, y que sin éxito se intentan levantar.

Cuando la marrana embarazada retoma su cena, el mesero caído logra levantarse y se disculpa con la embadurnada pareja, quienes, a pesar de estar sucios y apestosos le hacen reverencia al gordo.

-Señor Presidente, con su permiso Señor Presidente, buen provecho Señor Presidente- y se alejan sin darle la espalda y agachados.

La pareja sale del restaurante hablando del clima, de la cena o de la bolsa de valores. Del incidente que los dejó embadurnados ni se comenta. Su chofer ya está en la entrada y con enfado sortean a un montón de pavos, gallinas y pollos emperifollados que esperan, ahora sí, entrar al lugar.

-Mira a esos estúpidos, creen que van a entrar- dice el hombre con desprecio.
-Jajá- ríe la mujer- Que ilusos, no entienden hay cosas que son de cuna, que ellos no pueden ni aspirar a tener.

domingo, 14 de febrero de 2010

La mujer que se despedía de nadie en los autobuses.


Después te acostumbras. Mi primer autobús, fue uno con dirección a Tampico. 14 horas, metido en un sillón, donde al menos ocho me dediqué a ver la oscuridad, las refinerías, los campos abiertos, las paredes rocosas. Otros sentidos registran el autobús en sí: los ronquidos, los olores del sopor y el sueño, la música bajita del conductor. Es interesante después como el conductor se detiene algunas veces para tomarse un café, platicar con otros conductores, hacer el cambio. Le da un giro. Luego de ese primer autobús, no pensaba que mi vida se regiría eventualmente a ir a la estación, comprar el boleto, y esperar una cantidad variable de tiempo, antes de ver a la mujer que sería mi esposa o regresar a las responsabilidades de la ciudad que era la mía.

La ruta que conozco de memoria, es la de Chilangoland - Puebla. También conozco sus variantes: la más común es la de central Tapo, las otras salen de la central norte y del sur. Alguna vez pensé en investigar las otras terminales, aquellas que están en Neza o Cárcel, sólo para cambiar un poco la rutina. Sin embargo, se quedó como un proyecto personal y después de seis o siete años de viajes (casi todos los fines de semana), no lo concreté. Viajé en los tres tipos de autobuses: guajolotero, "primera" y ejecutivo. Conocí las mañas de los taxistas de las centrales, y como evitar que te cobraran lo que quisieran. Platiqué muy pocas veces con algunos compañeros de viaje, a otros los ignoré con el ipod, y en contadas ocasiones, el asiento a mi lado quedaba vacío, así que alzaba las piernas y trataba de dormir.

La primera experiencia, me hizo pensar que era una de esas personas que jamás duermen en los autobuses... eventualmente descubrí que es posible. Sólo se necesita práctica.

Esos viajes, me trajeron a otros autobuses: una vez al año, procuraba viajar a Guadalajara para ver a los amigos que todavía me esperan allá. Traté de hacer esta una sana costumbre. Varios años estuve metido en autobuses de Taxco (ida y vuelta) para comprar plata. Hay varios autobuses más que me llevaron a Villahermosa (y uno de ellos, ahí, me llevó a Ciudad del Carmen). Viajé, también, a otros ayuntamientos pequeños... una vez para ver a una vieja amiga, otra vez, sólo porque deseaba perderme un poco... ya que después de tantas estaciones y autobuses, se te quita ese pequeño miedo de salir de casa, y tan sólo quieres ver otras cosas, que te prepara la rutina de otro lado.

Si hubiera llevado un registro de todas las horas que pasé en una terminal... tal vez me llevaría una sorpresa, y terminaría por preguntarme qué aprendí de ese lugar especial: El lugar donde esperas la transición de un lugar a otro, que bien, hasta podría ser un espacio místico donde dejas parte de ti para aceptar otras cosas.

Cada vez que pienso en la terminal, pienso en una mujer en especial. Recientemente la vi en uno de los pocos viajes que he hecho, y que probablemente, ya no vuelva a hacer. La mujer que corta los boletos de la mañana y desea a los pasajeros un buen viaje. Sonríe cuando puede. Otras veces sólo permanece seria. Las primeras veces, me pareció que tenía un brillo en la mirada y que sonreía más de lo habitual. Aquella vez, la noté más apagada de lo usual y eso me transportó a mis últimos años de viaje (Chilangoland, Puebla) e hice memoria. Sí, los últimos viajes la noté gastada, simplemente no había pensado en ella. La observé durante varios minutos, con sus manos inquietas y sus ojos decolorados.

Luego se me ocurrió: Tal vez pensaba que si subiera a uno de esos camiones... su vida podría cambiar. Tal vez pensaba en robarse uno de los boletos, e irse a cualquier otro lugar. ¿No sueña con eso, todo aquel que visita las estaciones (y los aeropuertos)? Son dos cosas: irse a otro lugar, no regresar y ver que pasa (la aventura de mi vida papá); la otra es mirar a los que esperan e inventar historias para matar el tedio. Perdí eso con tantos viajes y cuando la vi, me sorprendí maquinando los posibles caminos que la llevaron a ese cambio drástico. ¿Y si sólo fuera la edad? La edad, en el mismo lugar, la misma gente, la misma sonrisa, los mismos boletos, el mismo corte, los mismos horarios.

Sí. De repente no sabes cuánto dejas abandonado en las estaciones... pero todo lo que te llevas, bien vale la pena.

sábado, 13 de febrero de 2010

En tránsito



Un marzo volé a Montreal para tomar un bus a Quebec. No llegué a tiempo del aeropuerto a la estación de autobús, y el último se fue sin mí.

Viéndolo del lado amargo, no hay peor cosa que dormir en una estación o en un aeropuerto. No hay nada abierto, más que máquinas de papitas. No hay nada que te haga extrañar más la comida de tu casa que comer papitas extranjeras en la madrugada. El tiempo se detiene, y te haces más alerta viendo tantos extraños, intentando divinar sus intenciones, y es imposible conciliar el sueño aunque se pudiera dormir en esas sillas baratas pegadas con descansabrazo entre cada asiento.

El taxista que me llevó del aeropuerto a la estación estimó que menos del veinticinco por ciento de los residentes de Montreal hablan inglés, pero entre mi miserable francés y gestos, pude mendigar un cigarro de un hombre que discutía impacientemente por teléfono, lo cual después supe que es una ofensa increíble puesto que en ese entonces costaban por lo menos el cuádruple que en México.

Viéndolo del lado agridulce, la soledad y el aislamiento puede ser sumamente agradable. Desde el momento en el que te conviertes en un número al pisar un puerto, y fluyes entre los mares de extraños- las diferentes caras y gestos, solemnes y desconectados. Pasas multitudes y vidas enteras al ir del lado contrario en un escalador, y al intentar leer los ojos de diferentes tintes, no hay nada. Y se van, quedando una fresca imagen en tu cerebro de sus caras, su ropa, sus olores, para luego desvanecerse y reclicarse en tus neuronas.

Estos son los momentos donde te llega un sentimiento de emoción que a veces no se puede contener y se escapa en una estúpida sonrisa. Donde tú decides quién ser, donde puedes reinventarte, fingir que eres un cojo, o un retrasado mental. Donde por un momento nadie sabe tu nombre, y nadie sepa en qué parte del mundo estás exactamente.

"Está en tránsito", murmullan algunos en su interior, al acordarse de ti.

Me percaté de mi estúpida sonrisa, al tiempo que vi una rubia algo sucia, con Crocs y curitas en todos los dedos. Escribía en su diario, ocasionalmente viendo el reloj. Maté algo de tiempo jugando en mi laptop, al tiempo que me la veía e intentaba descifrar qué clase de persona era la viajera. Su cabello maltratado, envuelto en una cola, al igual que su calzado, me hablaron de una mujer que intentaba pasar desapercibida, pero que a la vez moría por que alguien se interesara en ella, preguntándole por qué todos sus dedos estaban heridos.

Pasé horas entretenido, viéndola como se levantaba para estirarse, escribía un poco e intentaba dormirse, sin suerte. Iba y venía al baño pero no estaba tomando agua. Yo sé que sintió mi presencia, puesto que siempre volvía a una silla lo suficientemente cerca de mi para estar en el rango de mi vista, y de reojo vi su cabeza virar hacia mi cuando compró comida chatarra de la triste máquina.

Antes del amanecer, anunciaron la llegada del autobús a Quebec. Para ese entonces llegaron otros viajeros, la mayoría en condiciones frescas, quienes se mantenían al margen de nosotros los desvalagados.

Con mi mochila, ocupé dos asientos estratégicamente, y la rubia hizo lo mismo, algunos asientos enfrente. Al llenarse el bus, un hombre gordo se sentó a su lado, pero ella se quitó, y para mi gran sorpresa, se vino a sentar conmigo.

Afortunadamente hablaba inglés y entablamos una conversación natural, casual- y curiosamente tuvimos mucha química. Ella venía viajando desde algún pueblo de British Columbia, y tenía una semana sin parar, todo para ver a su hermana quien acababa de tener su primer hija. Éramos de la misma edad, y fue algo muy cómodo para los dos encontrarnos. Hice caso omiso de sus dedos, pero sí le pregunté qué tanto escribía en su diario. Unas cosas del doctor, me dijo. Así lo dejé, y cuando ella me preguntó por mi laptop, le dije que estaba escribiendo un libro. La hice reir unas cuantas veces.

No pude dejar de pensar en lo que ella estaba escribiendo. ¿Cosas del doctor? No se veía embarazada, ¿habría abortado? ¿Tenía una enfermedad terminal, y era éste su último viaje? La forma en la cual abruptamente evadió contestarle una simple pregunta a un extraño que nunca iba a volver a ver, despertó una curiosidad incontrolable en mí.

Lamentablemente insistí mucho en leer su diario, y me dijo simplemente que no tenía por qué decirme y se quedó callada, fulminando nuestro ritmo de conversación. Me quedé viendo un tiempo por la ventana intentando ignorarla, y me quedé dormido. Unas cuántas paradas antes de la mía, ella se bajó y se despidió, dándome su email en un papelito.


Llegando a Quebec, corrí ocho metros de la estación a un taxi en medio de una tormenta de nieve, y casi muero. Tras darle direcciones, esta vez en quebrado francés, me recargué en la ventana viendo la nieve.



Perdí el papelito con su email, y no recuerdo su nombre. El libro que escribía nunca lo terminé.
Pero todo sigue en orden, como debe de ser. Porque cuando pisas un puerto eres un número, y cuando llegas a tu destino, eres otra persona. El tránsito entre ellos nomás lo conoces tú, y para el caso, jamás existió.

La historia de amor que jamás pudo ser


Es la estación más fría del año.

Jaime Jiménez no tiene el valor de meterse en la regadera. Se olfatea los sobacos, se pone la chamarra azul, prepara un bocadillo, lo mete en la mochila y camina hacia la estación de trenes más cercana.

Nunca imaginó estar tan lejos de casa.

El sándwich de atún ya tiene humedecida una de sus tapas. Jaime desprende con cuidado y a pedacitos la servilleta pegada al pan. Le da varias mordidas y tira el resto en el contenedor de basura donde hurga una ardilla. El convoy llega un minuto antes de lo anunciado en la pizarra.

Jaime toma asiento junto a la ventana, de espaldas al paisaje, para sentir que va dejando todo atrás. La verdad es que siempre ha tenido miedo a un choque frontal. Según las estadísticas, tienen más probabilidad de sobrevivir los pasajeros que se sientan como él. Se escucha el ruido de los engranes y los mecanismos hidráulicos. Los vagones avanzan...

Es la estación más calurosa del año.

Ximena Jaimes se da el segundo regaderazo del día. Se viste de prisa, bebe los restos de un jugo de naranja, desconecta todos los aparatos eléctricos y sale de casa arrastrando una enorme maleta para tomar un taxi al aeropuerto.

Nunca imaginó tener el valor de emprender un viaje tan largo.

Ximena pide un sándwich de pavo en el restaurante de la terminal C. Derrama accidentalmente el vaso de agua y moja una de las tapas de pan. El mesero le retira el plato sin antes preguntar si seguirá comiéndolo. Paga la cuenta y se mete en el baño un minuto antes de que anuncien su vuelo por los altavoces.

Ximena se sienta a un lado de la ventanilla. El avión despega envuelto entre el ruido de las turbinas y los timbres que indican abrocharse el cinturón. Ximena mira hacia abajo y piensa en todo lo que está dejando atrás; levanta la vista y piensa en todo lo que la pudiera estar esperando. Le aterra pensar en lo dolorosa que sería la caída de no salir las cosas como las planeó.

En algún momento del día, Jaime y Ximena coinciden en el mismo aeropuerto. Jaime tomará su primer avión y Ximena tomará un taxi a la estación de trenes más cercana. No se conocen. Nunca se han visto. Coinciden un par de segundos cuando pasan uno al lado del otro.

Si la vida fuese más justa en cuestión de coincidencias, su historia habría sido la historia de amor más grande del mundo.


viernes, 12 de febrero de 2010

Aeropuertos y vuelos que no aterrizan



Durante mi breve paso por la Escuela Nacional de Artes Plásticas, tuve la oportunidad de conocer "El Aeropuerto". Se trata de un terreno baldío, ubicado detrás de los talleres de escultura al que los estudiantes de artes visuales acudían para "elevarse" consumiendo hongos, marihuana, peyote y restos de algún solvente.

Como toda escuela, la ENAP tenía sus leyendas urbanas. Muchas de ellas incluían rumores en torno a los excesos psicotrópicos de estudiantes que habían perdido el control de la nave mientras despegaban del aeropuerto. Algunos tuvieron la suerte de aterrizar de emergencia en algún hospital, pero otros colapsaron en sus propios abismos interiores, como el estudiante totalmente drogado que se arrojó desde la pirámide de Tepoztlán durante una práctica profesional.

La anécdota me da pie a contar muy brevemente la historia del escritor mexicano Emiliano González, un autor de culto para los escasos lectores que conocen su obra. El hijo de la fallecida escritora Julieta Campos forjó una prometedora carrera innovando en el campo de la ficción con su original estilo narrativo y su universo personal, matizado por escenarios como la ciudad del otoño perpetuo, en donde eternamente son las cinco de la tarde.

Su primer libro de cuentos, “Los sueños de la bella durmiente” le valió obtener a sus escasos 23 años el premio Xavier Villaurrutia de 1978. Desgraciadamente, lo que se vislumbraba como una carrera promisoria, terminó derivando en una vida llena de claroscuros personales gracias a sus recurrentes viajes a bordo de la dietilamida tártriga, el derivado sintetizador del Ácido Lisérgico.

Aunque González se mantiene en activo, jamás retomó el nivel que le valió ser reconocido como uno de los autores latinoamericanos más innovadores. Quienes lo conocen personalmente, lo describen como un hombre misterioso, ausente y capaz de cambiar radicalmente de tema mientras habla.

Hay quienes como Albert Hoffman, tienen la suerte de volver del viaje lisérgico para describir un mundo en espiral lleno de formas y colores nuevos. Otros, como Syd Barrett, emprenden un viaje sin retorno a los hoyos negros del subconsciente personal.

Emiliano González habita un lugar a mitad de esos dos estaciones. Como si fuera un globo aeroestático que sube y baja, unido a tierra con un fino vínculo mental que en cualquier momento puede romperse y llevarlo a un plano similar a los mágicos escenarios que describe en sus historias.

No es necesario consumir narcóticos para emprender un viaje fantástico. Basta involucrarse en lo que sueña la bella durmiente para recorrer caminos que se extienden por los márgenes de la imaginación. Que tengan buen viaje.

Pánico en el cielo de Londres (26 de noviembre de 2004)


London Calling. Nunca la rolita de The Clash me había resultado tan tétrica. Nuestro vuelo de American Airlines había despegado dos horas y media antes del Charles de Gaulle. Ya nos habían servido el desabrido almuerzo de la siempre tacaña aerolínea gringa y nos preparábamos para echar una pestañeada sobre el Atlántico esperando despertar en Nueva York, cuando se escuchó la voz del piloto: Palabras más, palabras menos, con toda la monotonía y la frialdad de la que es capaz un capitán de aeronave estadounidense, dijo que por causas de fuerza mayor debíamos aterrizar en Londres. Un problema mecánico, nos dijo. La traducción al francés fue un poco más específica y alcancé a comprender (gracias a alguna rebelión del subconsciente pese a mis siete años de pintas y distracciones en el Liceo Anglo Francés de Monterrey) que estábamos derramando combustible. Cuando Carolina le preguntó amablemente a un sobrecargo qué carajos pasaría con nuestra conexión a San Diego, éste respondió amable y mariconamente (todos los aeromozos son irremediablemente homosexuales) que primero nos preocupáramos por aterrizar sanos y salvos y luego pensáramos en nuestra mentada conexión. Las cosas están graves. De cualquier manera, el retorno a nuestro forzoso aterrizaje se demoró por más de una angustiante hora. Cuando el dolor de oído me notificó el inicio del descenso pude distinguir las preciosas canchas de entrenamiento de clubes de tercera división que se encuentran en las cercanías de Heathrow y la siempre engañosa visión aérea de las afueras londinesas.

Para hacer el cuadro más angustiante, la aeronave revoloteó sobre Londres alrededor de media hora sin recibir autorización para aterrizar. En un momento todo hacía indicar que aterrizaríamos y cuando ya sentíamos tocar tierra, la aeronave volvió a tomar altura.

Irremediablemente recordé la célebre escena inicial de Versos satánicos de Mister Salman Rushdie, cuando los señores Farishta y Chamcha caen por los cielos de Inglaterra luego del estallido de su avión. Para entonces ya no tarareaba London Calling de The Clash, sino Lucifer over London de Rotting Christ. Pensé en la inquebrantable voluntad de la Santísima Muerte.

Algunos de los pasajeros ya habían sido traicionados por los nervios. El piloto advirtió que si veíamos humo y fuego no nos sorprendiéramos, pues la fricción del aterrizaje podría provocarlo con el combustible derramado. Carolina y yo nos tomamos las manos, cerramos los ojos y el avión tocó tierra. Una buena cantidad de bomberos nos aguardaban. Sólo un poco de humo y un hedor a quemado. La Santísima canceló su invitación al baile.

Seis horas en Heathrow cortesía de AA.

Por tercera vez en mi vida llegaba al aeropuerto de Londres. La Santísima canceló su invitación, cierto, pero los aduanales ingleses no tuvieron a bien cancelar su inspección secundaria. No estaba en nuestros planes llegar a Londres, pero aún así, visitantes involuntarios con ánimo de sobrevivientes, fuimos obligados a pasar por Aduana.

Zapato quitado, detector de simpatías terroristas y sentimientos anti blairianos y luego al caos de American Airlines, a buscar ser colocados en un nuevo vuelo. Nuestra conexión de Nueva York a San Diego se había perdido, sobra decirlo. Seis horas después, fuimos acomodados en un vuelo que salía de Londres a Nueva York por la noche. Llegaríamos al JFK de la Gran Manzana en pleno atardecer y la aerolínea, faltaba más, nos acomodaría en un hotel neoyorquino que resultó ser el Ramada de Queens.

Así las cosas, no quedaba más que esperar sentados en algún rincón de ese Babel llamado Heathrow. ¿Quieren darse una probadita de eso que llaman mundo global, posmodernidad multicultural u otro término teorréico por el estilo? Pues bien, les recomiendo que se sienten una tarde en a contemplar la fauna de London Heathrow.

Rodeados de los mostradores de aerolíneas tan improbables como Qatar Airlines o Fly Emirates, entre turbantes, sayales pakis (¿se llaman kafthán?), barbas de rabinos y las incontables hordas chino-japonesas (esas no son exclusivas de Heathrow; están regadas por todo el planeta antes de ir a parar a Mexicali) aguardamos la hora de nuestra partida. Reparamos entonces en que ni uno solo, pero literalmente ni uno solo de los empleados que se cruzaron en nuestro camino en Londres era un inglés anglosajón. Desde los aduanales, hasta los encargados del mostrador de la aerolínea y los empleados de las tiendas y bares eran de la India o Pakistán o Bangla Desh o Sri Lanka o vaya usted a saber de dónde carajos. Cuando uno se dirige a ellos contestan con unas palabras que luego de algunos minutos te das cuenta que pertenecen, al menos en teoría, a la lengua de Shakespeare. Una vez que te han atendido, los empleados continúan hablando entre ellos en su lengua incomprensible para nosotros, pobres occidentales. Ningún caballero del Rey Arturo, ningún sobrino de la Reina Victoria, por su ausencia brillaron los flemáticos discípulos de Dickens y De Quincey. Hoy en día Londres está abarrotada por la generación Salman Rushdie.

Desde mi primera visita a la Pérfida Albión ocho años atrás, me di cuenta que en Londres hay más pakis que en Pakistán y más indios que en Bombay. Hoy en día David Beckham no es más que el símbolo de la Inglaterra que fue, de las blancas minorías que no salen a las calles y que jamás trabajan en los aeropuertos.

Por cierto que en Heathrow no me fue posible encontrar un espacio público de internet, pero sí cualquier cantidad de tiendas de marcas prestigiadas, pues a uno cuando viaja se le suele ofrecer comprar una corbata de Hermes o un saco de Harrods. Ya en serio, si quieren que sea honesto, nunca he entendido quién carajos va tomarse el tiempo de comprar ropa de diseñador en un aeropuerto. Nos hubiera gustado tener el tiempo de irnos a tomar una New Castle Brown Ale en el Soho, sin embargo cinco horas son una eternidad cuando aguardas la salida de un vuelo, pero apenas un suspiro si se trata de ir a rolar y emborracharse con cerveza tibia. Vista la situación, Carol y yo aguardamos pacientes y amodorrados el que ahora sí sería nuestro definitivo retorno a América, que no a California, pues aún debimos pasar una noche neoyorquina (todos los pinches caminos acaban por llevarme a Nueva York la ciudad de mis fantasmas y mis cortes de pelo compulsivos) antes de llegar a la costa del Pacífico y retornar a la ciudad donde Empieza la Patria.

jueves, 11 de febrero de 2010

Estaciones

La tía Jovita y los aguacates



La primera señal de que era mala idea viajar con la tía Jovita la percibí mientras esperábamos, con los boletos en la mano, a abordar un camión que nos llevara de Cuernavaca a la Ciudad de México.

Discutíamos sobre la infalibilidad del Papa cuando escuchamos por los altavoces un aviso teatral: "Camión de tal hora con destino a la ciudad de México. Última llamada. Faltan 2 pasajeros".

Ignoramos la interrupción.

"Camión de tal hora con destino a la ciudad de México. Es tiempo de su partida. Se quedan 2 pasajeros" graznaron un minuto después los altavoces.

- Cómo hay gente pendeja a la que se le va el camión - dijimos.

Media hora después, cuando ya nos habíamos cansado de platicar, nos dimos cuenta que la gente pendeja a la que dejó el camión éramos ella y yo.



Esa no fue la única ocasión en que me dejó el transporte con la tía Jovita. En otro viaje terminamos varados en un cliché: como personaje de Tom Hanks en La Terminal y en el mismo aeropuerto.

Así pasó.

Al término de un viaje posterior a "los errores de diciembre" que hicimos a Nueva York donde fracasamos en nuestro intento de volvernos artistas de la tramoya en Broadway, la tía Jovita y yo contamos los últimos dólares que nos quedaban y con trabajos juntamos para irnos al JFK. Teníamos boletos para volar a la cd de México por TAESA, mentada en adelante como Aerolínea Llorarás.

Llegamos temprano y pudimos ver cómo los empleados de la Aerolínea Llorarás se apañaban dos mostradores vacíos de Air France, colocaban un letrerito que decía "Aerolínea Llorarás" y se disponían a atender una fila creciente.

Al llegar nuestro turno nos informaron que el vuelo estaba lleno. Preguntamos a qué horas era el próximo y nos respondieron que a las 15:00 hrs... dentro de tres días. Perdimos la compostura, pataleamos, vociferamos, amenazamos y echamos espumarajos. De nada sirvió, los de Aerolínea Llorarás se llevaron su letrerito y nos quedamos contemplando los mostradores vacíos de Air France. Los demás pasajeros dejados se esfumaron.

Hicimos recuento del efectivo que llevábamos. No alcanzaba para regresar a la ciudad, pero sí para llamar por teléfono a alguna de las amistades que hicimos por aquellas latitudes y rogar por auxilio. Otorgué la custodia de nuestros últimos dineros a la tía Jovita y me dispuse a escoger en mi agenda a quién le daríamos un sablazo.

Me dí cuenta que la tía Jovita ya no estaba a mi lado. Después de mucho buscarla la encontré en un estanquillo y me entregó algo que yo pensaba que era tarjeta de teléfono. Me equivoqué. Era un sobre que contenía 10 boletitos de lotería instantánea.

La tía Jovita, por algun defecto irremediable en la parte de su cerebro encargada de hacer operaciones matemáticas, juzgó que teníamos más chance de conseguir dinero en una lotería instantánea que pidiendo ayuda a los que conocimos en Nueva York. Nos quedamos sin dinero para llamar pidiendo auxilio y para acabarla de chingar no nos ganamos ni un reintegro.

La primera noche de nuestra estadía en el JFK, la tía Jovita durmió en un extremo del aeropuerto y yo en el otro.

Al otro día me entretuve catalogando muestras de cariño en el área de llegadas. Descubrí que los más ruidosos eran mexicanos, los más llorones eran italianos y los menos efusivos eran los alemanes y los de una tribu del África subsahariana.

Ví pasar a los de Café Tacuba. Les pedí un autógrafo, me saqué una foto con ellos y tres horas más tarde, tenía tanta hambre que me pendejeé diezmil veces por no haberles pedido dinero.

Estaba practicando mis frases para pedir comida cuando la tía Jovita me encontró, y me llevó con mano firme a las oficinas del aeropuerto. Ahí explicó a todo el que se encontró, incluída la señora de la limpieza, que éramos unos parias y unas víctimas de las Aerolínea Llorarás hasta que un funcionario le hizo caso y nos pidió nuestros boletos y pasaportes que examinó como si fueran piezas del mapa del tesoro. Luego llamó a un guardia aeroportuario, gigantesco, al que entregó unos vales e indico que nos llevara al área de comida; ahí, el guardia no se apartó de nosotros para comprobar que ni los vales ni la comida los canjeáramos por plutonio.

Esa noche dormí abrazando a la tía Jovita.

Al tercer día, como Jesús resucitamos y después de repetir la operación de la víspera para obtener comida, nos apersonamos en los mostradores que los de Air France prestaban a la Aerolínea Llorarás y esperamos. No nos atrevíamos a abandonar la fila y pasar otros tres días viviendo en el aeropuerto.

A las 15:00 hrs llegaron los de la Aerolínea Llorarás, nos subieron a su avión y en lugar de mandarnos a la cd de México como decía en nuestros boletos, aterrizamos en Monterrey.



Ya no volví a usar a la Aerolínea Llorarás ni para mandar condones, pero la tía Jovita se convirtió en cliente leal. Decía que al lado de sus precios razonables, sus defectos eran insignificantes. Eso dejó de decirlo el día que abordó en Guadalajara el vuelo 725 de la aerolínea y en vez de llegar a la ciudad de México, como era su intención, terminó de abono en un plantío de aguacates cuando cayó como piedra después de hacer escala en Uruapan.
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